La violencia y lo sagrado en la tradición judeocristiana. Un enfoque psicoanalítico
Ricardo Blanco Beledo
Haya alabanzas a Dios en sus labios,
y en su mano una espada de dos filos
para vengarse de los paganos,
para castigar a las naciones
Ps. 149, 6
Se recita al fin de Laudes en Domingo y
en las festividades mayores de la Primera
Semana en el Oficio de la ICR
Oh Dios,
no te quedes callado ante mi oración,
pues labios mentirosos y malvados
hablan mal de mí,
y es falso lo que de mí dicen.
Sus expresiones de odio me rodean;
¡me atacan sin motivo!
A cambio de mi amor, me atacan;
pero yo hago oración.
Me han pagado mal por bien,
y a cambio de mi amor, me odian….
(6) Pon como juez suyo al malvado,
y que lo acuse su propio abogado;
que lo declaren culpable en el juicio;
que lo condene su propia defensa.
¡Qué viva poco tiempo
y que otro se apodere de sus bienes!
¡Que sus hijos queden huérfanos
y viuda su esposa!
¡Que sus hijos anden vagando y pidiendo limosna!
¡Que los echen de las ruinas de su casa!
Que se lleve el prestamista
todo lo que le pertenecía.
Que gente extraña le arrebate
el fruto de su trabajo.
Que no haya quien tenga compasión
de él ni de sus hijos huérfanos.
Que se acabe su descendencia,
que se borre para siempre su apellido.
Que se acuerde el Señor de la maldad de su padre
y nunca borre el pecado de su madre;
(15) que el Señor los tenga siempre presentes
y borre de la tierra su recuerdo.
Ps. 109, 6-15[1]
Versículos “que pueden omitirse”: 6-15, el miércoles
del Sexto Domingo después de Epifanía, en el Oficio
Diario del Año 1, LOC.
Antecedentes
Definimos aquí el término “violencia” como un vocablo aplicable propiamente en el orden de lo humano, de lo simbólico humano. Aunque, en general, el término tiene una connotación y una extensión bastante mayores a las aquí planteadas, creemos que las acciones destructivas no humanas se califican como “violentas” a partir de un cierto antropomorfismo aplicado a fuerzas o seres no humanos. Según lo antedicho, nos atendremos a una caracterización de la violencia como el acto o intento, por parte de una persona o grupo de personas, de imponer su deseo o voluntad sobre otros a través de medios verbales, no verbales o materiales, y que provoca daño físico, psíquico o moral al otro u otros. Varios autores apoyan esta aproximación[2] que, en cierta medida, refleja el factor común que hemos encontrado en las diferentes definiciones del término[3]:
- Fuerza: Poder y energía de producir algo.
- En contra de: lo natural, un estado, situación o modo; lo regular, el orden (moral, jurídico o político), la razón, la justicia; lo que merece respeto o reverencia; la voluntad.
- Modalidad: ímpetu, falsedad, vehemencia, intensidad, alta excitación, injuria, rapidez, furia, por medios no naturales, pasional, severa, extrema, aguda, brutalidad, crueldad.
También es posible definir la violencia en un sentido más amplio, pero dentro de los límites establecidos, como el ejercicio de una fuerza tal que la naturaleza de la persona no puede metabolizar por sí misma.
Para encontrar la voz “violencia”, “acciones violentas” en índices de materias—por otra parte tan minuciosos—de obras de Teología Veterotestamentaria, habrá que esperar hasta 1911. Sin embargo, cuando el Diccionario Teológico de Botterweck y Ringgren no había llegado siquiera a la mitad del alfabeto, registraba ya más de treinta voces que directa o metafóricamente designaban acciones violentas (Lohfink, 1990). Schwanger ha hecho el siguiente recuento: 600 pasajes que hablan expresamente de pueblos, reyes e individuos que exterminan o matan a otros seres humanos; mil pasajes en los que se inflama la ira de Yahvé, quien castiga con la muerte y la ruina, y enjuicia en forma de fuego devorador, se venga y amenaza con el exterminio de los seres humanos; y cien pasajes en los que Yahvé ordena expresamente matar a personas. Lohfink, empero, afirma que en sus investigaciones de ciencias veterotestamentarias nunca emerge la violencia como esa cuestión básica que todo lo polariza y lo permea (Lohfink, 1995:23).
Siebers (1995) se atreve a considerar que la filosofía, desde Platón hasta Girard, ha hecho de la violencia su “otro excluido”. Él sostiene que la filosofía ha representado y reprimido la violencia, excluyéndola como fenómeno para auto-conformarse. Hoy día, estamos acostumbrados a reconocer que las disciplinas se fundan en términos de lo que excluyen y que la identidad de las disciplinas se cimienta en el acto de excluir al otro de la escena de sus representaciones. Según Siebers, la filosofía ha tratado de representar la violencia como una idea más que como un fenómeno—pasional, por cierto—. Pero, como sabemos, excluir no es algo “pasivo”, sino que requiere una acción, una actividad. Por lo tanto, el término “represión”, en el sentido freudiano de exclusión activa, sería el más adecuado para hablar de esta historia de la violencia traducida en objeto de representación. Violencia sería, entonces, tanto para Platón como para Sade, Girard o Lacan, algo que la representación toma por su objeto[4].
Lo que la representación hace a la violencia es re-presentarla en forma de diferentes ideas. Este proceso tiene una dimensión extra, (¿ética?), en cuanto constituye un intento por contener la violencia en sí. Sin embargo, indica Siebers, “cualquier cosa que elija re-presentar la violencia, más que revelarla, se colude con la violencia” (1995).
Ambivalencia violento/amoroso en lo sagrado
Por definición, lo sagrado ejerce violencia sobre el ser humano. Si por violencia entendemos el ejercicio de una fuerza tal que la naturaleza de la cosa, sujeto o persona no alcanza a metabolizar por sí misma, entonces la relación de un ser humano—creatura limitada—con el Otro Absolutamente Otro es por axioma un vínculo violento. La divinidad, lo trascendente, lo sagrado pertenece a un orden de realidad completamente diferente a la condición limitada de la mente humana. Es por ello que nuestra relación con lo sagrado resulta naturalmente un fenómeno violento.
Ahora bien, el ser humano tampoco es un ser “natural” y su constitución, su estructura también está dada a través de la violencia[5]. El hombre deja atrás su ser natural en el momento en que establece de manera violenta un orden simbólico. Este orden ejerce una fuerza contraria al devenir de lo natural, separa al hombre de otros tipos de bestia y le permite acceder al ámbito de la cultura.
En el origen de este proceso está la Ley. La violencia de la Ley obliga a un distanciamiento de lo estrictamente biológico, de manera que casi podríamos definirla como contra natura. La Ley, que procura el establecimiento de un nuevo orden, impide regresar a lo natural y, por lo tanto, detona un proceso social en el que el futuro es cada vez más complejo y cada vez más distante de esa naturaleza perdida e irrecuperable. Cada generación es hija de la violencia en la medida en que está precedida por antepasados que ya han contrariado la naturaleza y han dado algunos pasos en el orden de lo cultural.
Quizás esa violencia originaria es la que nos permite prefigurar otro mundo de la violencia, fruto este último de la incapacidad humana para sobrepasar ciertas redes de significación. Esto querría decir que, entre las experiencias humanas, habría una—la del roce, el avistamiento incluso tangencial de lo sagrado—que inevitablemente nos conduce a estrellarnos con una fuerza muy superior a nuestras limitadas fuerzas de auto-reorganización.
La experiencia bíblica y la de los grandes místicos confirmaría la afirmación anterior. En esta experiencia, empero, que a su vez es experiencia de la divinidad que se revela, la tradición judeocristiana parece establecer una ambivalencia entre lo que hemos definido como violento y lo que será el carácter amoroso de Dios. Si bien “Dios es amor” en San Juan (I Jn. 4:8), Dios es también quien pide el sacrificio de Isaac. Si bien Jesús es el “manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29), también es él quien utiliza las metáforas guerreras para describir su misión: “No crean que yo he venido a traer paz al mundo; no he venido a traer paz, sino guerra [literalmente, la espada]” (Mt. 10:34). Si bien el Dios bíblico es como la gallina bajo cuyas alas maternales se refugia el ser humano (Lc. 13:34), también es el guerrero implacable del herem, anatema de destrucción de los vencidos, en la propuesta de los Deuteronomistas (v. gr. Dt. 20:16-17, Ex. 23 y 34). La lista de oposiciones puede ser interminable.
Cierto que no es nuestra tarea disolver la tensión ni endulzar el conflicto. Hay quienes han querido sostener una pedagogía progresiva que iría desde la aceptación inicial de la violencia de un pueblo “primitivo” que escalaría hasta una no violencia casi gandhiana en el Nuevo Testamento. Pero ése es un camino poco claro, pues a mi modo de ver la tensión persiste desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Ahí, lo sagrado parece ser poder, fuerza y energía que violentan, rompen y estremecen el orden de lo cotidiano y regular para mostrarnos siquiera un atisbo de la bondad divina.
Ambivalencia violento/amoroso en el psicoanálisis y la experiencia bíblica
El psicoanálisis, un procedimiento al fin y al cabo humano, tendría por objeto, en última instancia, el tema de la violencia. La teoría psicoanalítica buscaría, entonces, la violencia originaria y originante de la exclusión, la represión de lo inconsciente. ¿Sería posible, entonces, que por ambos márgenes de la existencia humana, lo basal inconsciente y lo liminar de la trascendencia, nos situáramos en las riberas de la violencia?
En el corazón de nuestra herencia griega—y psicoanalítica—mora el texto de Sófocles: “Habita con unos hijos de los que es hermano y padre; es hijo y esposo de su madre; es el asesino de su padre con cuya esposa se ha casado” (Edipo Rey). En el núcleo de la dramática psicoanalítica coexisten, ab initio, sexo y violencia; en el eje de la dinámica freudiana, en Edipo, dos ejes se entrelazan: sexo/incesto y violencia/parricidio.
Curiosamente, vemos suceder lo mismo en la tradición bíblica desde el libro del Génesis. Ahí se lee: “creced y multiplicaos”. En la traducción de la Biblia de Estudio este pasaje reza “Tengan muchos, muchos hijos; llenen el mundo y gobiérnenlo”. Esta es la primera vez que la divinidad se dirige al ser humano en tono imperativo. En realidad, el primer mandamiento es el sexo. Pero con él, a renglón seguido, viene la expulsión violenta del Jardín del Edén con una espada de por medio: “y una espada ardiendo que daba vueltas hacia todos lados”, dice el Génesis en una escena que, a su vez, es seguida por el fratricidio de Caín (Gen. 3:21 y 4).
Sexo, amor, creación, fructificación. Muerte, asesinato, violencia. En el origen de las tradiciones bíblica y psicoanalítica (y, claro, la mítica griega) encontramos la ambivalencia entre lo amoroso y lo violento. Además, encontramos un lugar intermedio, la Palabra. Entre el cuerpo y el espíritu, la palabra funge como afirmación que reúne, como Eros, como palabra creadora y ordenadora en medio de la oscuridad. “La tierra no tenía entonces ninguna forma; todo era un mar profundo cubierto de oscuridad y el espíritu de Dios se movía sobre el agua. Entonces Dios dijo: ‘¡Que haya luz!’”. Mas también cumple la palabra una tarea de negación que expulsa, también es Thanatos: “Por eso Dios el Señor sacó al hombre del jardín de Edén” (Gen. 1:23); “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás” (Gen. 1:19); “Un día, Caín invitó a su hermano Abel a dar un paseo, y cuando los dos estaban ya en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató” (Gen. 4:8) [6] .
Esta ambivalencia ínsita en las tradiciones que nos conforman como cultura parece conducirnos a un límite. La violencia es ciega y ciega. La violencia deshace la diferencia de la Palabra creadora que establece la diferencia: no hay otro/Otro, no hay diferencia, marca de Caín, el otro queda eliminado. El fenómeno de la destructividad, de la negación de lo complejo, de lo repetitivo se impuso al pensamiento de Sigmund Freud. Muy a su pesar, el fenómeno de lo violento constituye la hipótesis, la mitología de la oposición pulsional, oposición en que se estrellan los esfuerzos optimistas y aun los realistas.
La violencia, como ejercicio de fuerza para someter al otro al propio deseo o voluntad es, en último término, negación del otro y de la diferencia. Si la alteridad es condición de posibilidad de lo simbólico (Lacan), la violencia retrotrae ese esfuerzo de construcción, esa complejidad para fundirse en la mismidad (Dolto), para funcionar en la continuidad de lo imaginario. La violencia quiere o bien fusión o bien exclusión, no tolera el tercero que habita la alteridad y es, por ello mismo, destrucción.
En una excelente síntesis de Denis Vasse (en Beauchamp, 1992), vemos desde la perspectiva bíblica y psicoanalítica que
En el asesinato, la violencia niega el principio según el cual todo ser viviente tiene derecho a la vida por la sencilla razón de que se le ha dado. El asesino, en efecto, denuncia el desorden que la presencia del otro representa a sus ojos y restablece el orden imaginario anulando el don.
En la violación, la violencia niega el principio de un goce de la vida en la alegría del encuentro. El violador tiene que gozar solo. Más aún, goza entregando al otro a un goce vacío, sin encuentro y sin gozo. Se hace cómplice de un gozo arrancado o arrebatado a la fuerza sobre el cuerpo, sin haberlo perdido y sin estar de acuerdo, sin compartir. La violación se repite apoyándose en el fantasma de un goce triunfante, de un placer que sería la finalidad de sí mismo en el aniquilamiento de la intersubjetividad.
En el terrorismo, la violencia niega el principio según el cual la diferencia—de comportamiento, de ideología o de religión—tiene que encontrar un reconocimiento de derecho en la medida en que no va contra el espíritu de la ley que rige a la sociedad. El terrorista pretende hacer la ley. Se convierte en un tirano cuando se sirve de la ley para realizar la idea que tiene del hombre, de la humanidad tal como él se la imagina. De este modo, en cualquier lugar en que se encuentre, la violencia se basa en un mundo imaginario que, para asegurar su primacía sobre lo real, no puede menos que repetirse. (pp. 27-28)[7]
De las tres modalidades de constitución de la subjetividad—neurosis, psicosis y perversión—parece ser que esta última es la que nos permitiría ver con más claridad qué lugar ocupa la violencia. Cierto que en la actualidad, a partir de Lacan, el concepto de perversión no coincide totalmente con la concepción freudiana, trascendiéndola. En el caso lacaniano, la perversión es una forma particular de relación con el otro, supone una forma de organización del sujeto en tanto éste es una internalización de relaciones—o de no relaciones—con el otro [8] . De ahí que, en el tema que nos ocupa, lo más relevante sea la capacidad de la estructura perversa para forzar al otro, para despertar su angustia por esa posición en la cual, y desde la cual, desea hacer gozar al otro, y al propio tiempo, hacerle ir más allá del límite de sus deseos reconocidos, obligarlo a traspasar las barreras de la represión y de la inhibición, Goce.
A título de ejemplo, la perversión narcisista
Un caso especial de violencia, que creemos ejemplar y que encontramos con frecuencia en los ambientes religiosos cristianos, es el descrito por Racamier (1980) como perversión narcisista. De esta estructura conviene mostrar ahora el eje de la seducción narcicista.
La seducción narcisista tiene como meta “abolir la alteridad”. El sujeto pretende instaurar en “el vínculo” una fascinación mutua, “mantener en la esfera narcisista una relación susceptible de desembocar en una relación de objeto deseante, o de regresarla hacia atrás” (p. 123). Como madre hostil a sus propios deseos, el narcisista desea reincluir al hijo impidiéndolo. Así, el perverso narcisista quiere al otro como a su sueño encarnado, su fetiche viviente. La relación que busca establecer no tolera ni el pensamiento ni el deseo, pues éstos serían prueba de insurrección. De esta manera, el sujeto narcisista se presenta como un ser bueno, simpático, que conoce el camino correcto y está dispuesto a enseñárselo a los demás. El vacío propio de esta estructura se revela de inmediato cuando alguien en el entorno disiente, se opone o busca su propio deseo.
El perverso narcisista se valora y existe a expensas del otro. Racamier señala que en la relación contratransferencial, el analista va “insidiosa y secretamente a sentirse la única persona en el mundo capaz de comprender a ese paciente; él es irremplazable, el paciente está en él, él lo alberga, también él está en el paciente, juntos forman un mundo; mutuamente ellos se crean; esta ‘díada’ que no soporta el impacto de lo real externo, y la sola representación de los otros toma la figura de una intrusión”, una creación que no acepta terceros (p. 125).
En el contexto de la vida cotidiana encontramos esta situación en comunidades y congregaciones religiosas, donde vínculos aparentes de acompañamiento espiritual o pastoral se destrozan cuando alguno piensa por sí mismo. Quien alce una voz propia será despedazado, calumniado, desvalorizado, expulsado a las tinieblas exteriores. Según Mirta Zelcer (2002) el perverso narcisista es “otro prototipo de producción subjetiva en la actualidad” de nuestras sociedades regidas por el mercado, y hoy asistimos a un “traslado dentro de la normalidad de lo que se solía llamar una sociopatía”. Esta configuración perversa parece ser ahora sintónica con los lazos sociales-laborales e incluso con los propios de ciertas organizaciones religiosas, requeridos por una cultura regida por el mercado neoliberal y globalizado, posmoderno.
Los ejemplos clínicos nos ayudarían a ver con mayor claridad lo que consideramos la esencia de la violencia intersubjetiva; en ellos descubrimos un tema central; estas personas quieren reducir, destruir, el encuentro ínter subjetivo para restablecer la unidad, impedir la diferencia objetiva. Lo que buscan es imponer al otro su desaparición en el interior de una persona que es vacía (el perverso narcisista), procurar que mueran vaciándose como vacío esta el perverso. Es un encuentro vivido en lo imaginario; se niega uno de los términos por exclusión o por fusión.
La violencia, en el vínculo del perverso narcisista, ejemplifica el mal tanto para el psicoanálisis como para la tradición judeocristiana. Se trata de una relación en lo imaginario, entre espejos múltiples, ídolos que reflejan el vacío de la nada que muestran. La violencia se yergue, a fin de cuentas, como ajenidad a la Palabra que establece la diferencia, “la mala relación con las imágenes que denuncia la Biblia consiste precisamente en esto: da la palabra a una imagen, en vez de hacer que las imágenes dependan de la palabra, que es la que da la vida en la carne” (Beauchamp, 2002:26).
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[1] Dios Habla Hoy – La Biblia de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.
[2] Hernández, 1996; Tubert, 1996; Hall, 2001; Popich, 2001
1.- El Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, 19ª. Edición, dice remitiendo a violento: “Que está fuera de su natural estado, situación o modo” en la acepciones 2, 6 y7 define: “Que obra con ímpetu y fuerza” y “fig. Falso torcido, fuera de lo natural. Dícese del sentido o interpretación que se da a lo dicho o escrito. 7. Fig. Que se ejecuta contra el modo regular o fuera de razón y justicia”.
2.- El New Webster Encyclopedic Dictionary of the English Language incluye las definiciones de violencia y violento dentro de la entrada “violate” y dice: “ violence The quality of being violent; vehement; intensity of action or motion; highly excited feeling; impetuosity; injury done to anything which is entitled to respect or reverence; profanation; violation; unjust force; outrage; attack , assault. – violent, Characterized by the exertion of force accompanied by rapidity, impetuous; furious; effected by violence; not coming by natural means (a violent death); acting or produced by unlawful, unjust, or improper force; unreasonably vehement; passionate; severe; extreme; sharp or acute.”
3.- Nicola Abbagnano, Diccionario de Filosofía, F.C.E., México, 1963 1.- Acción contraria al orden o a la disposición de la naturaleza. …2.- Acción contraria al orden moral, jurídico o político…
4.- Por su lado Guido Gómez de Silva en el Breve diccionario etimológico de la lengua española, F.C.E:, 1989) dice de violencia: “Acción o efecto de aplicar medios violentos o brutales; fuerza física que se usa con el propósito de hacer daño” y de violento: “impetuoso, fuerte, que usa inmoderadamente la fuerza; brutal, cruel”. En tanto se reitera el termino brutal debemos hacer notar que en la pg. 120 por brutal entiende: “tonto, irracional pesado”
5.- Qarl Hörmann en su “Diccionario de Moral Cristiana”, (Herder, 1979) define violencia como “una acción exterior corporal que se sufre con resistencia de la voluntad. Sosteniendo que en razón del Bien Común o por defensa contra daño injusto “la violencia no es en todo caso reprobable; no existe una virtud de no violencia que obligue sin excepción.”
Fuerza GEN. / EPIST.
6.- En el “Diccionario de filosofía Herder, en CD-ROM”. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.
Cuando la fuerza, física o moral, se impone en contra de una voluntad en el terreno de la ética y el derecho se habla de violencia.
Dentro del artículo “fuerza” encontramos: (del latín fortis, sólido, enérgico, fuerte) Concepto antropomórfico que se aplica a muy diversos campos y en diversos sentidos, amplios y definidos. En general se relaciona su concepto con el de poder producir algo, o la energía en sentido familiar y, así, se comprende la carga antropomórfica de la palabra y su relación primitiva con el concepto de causa, tal como atestigua Hume cuando indaga si acaso la noción de causa proviene de la experiencia interna de la propia fuerza.
[4] “Insofar as Lacan accepts Hegel’s definition of desire as the desire for recognition, he remains both an ego psychologist and an idealist of violence, and he fails to reconcile this definition of desire with the autonomy of self-aggressivity- In the end, Lacan contains violence within a metaphorical conception of Being” –
(Siebers, 1995, pg 6.)
[5] Lo cual, quizás, la prepararía para este otro nivel u orden de violencia.
[6] Dios Habla Hoy – La Biblia de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.
[7] Análisis similares realiza el Dr. Juan Stam (2003), en su comentario semántico y teológico al lenguaje religioso de George W. Bush.
[8] El Dr. Adalberto Levi me hace notar que desde una perspectiva topológica, en la lectura de Lacan, no podríamos hablar de relación con el otro, o de diálogo.