Nuestro amigo Horst Kurnitzky acaba de publicar una nueva traducción de su texto clásico La estructura libidinal del dinero. Una contribución a la teoría de la Femineidad, publicado por primera vez por SXXI en 1992. Nos cede gentilmente el prefacio para motivar su lectura.
En lugar de un prefacio[1]
Horst Kurnitzky
“Poderoso caballero es Don Dinero”. Al parecer esta frase supone que el dinero no solo domina las relaciones de intercambio en el mercado, y apoya al poder político —así fue casi siempre—, sino que hoy en día ha penetrado en todas las relaciones sociales y determina la vida y la conciencia de los seres humanos más allá del mismo mercado. Toda la atención y todos los intereses de la gente se dirigen al dinero. Y, si parafraseamos a Goethe, podemos decir: “todo corre tras el dinero y todo depende de él”. Con dinero se ganan elecciones y con la promesa de un premio en dinero se atrae al público. “Money makes the world go around” insinúa que el dinero es el lubricante que mueve al mundo. Aún mucho más: con él se provocan guerras o se apaciguan los conflictos. Ya decía Shakespeare que éste, el medio de circulación por excelencia, invierte al mundo: hace lo negro blanco y lo feo hermoso; permite a los ladrones su ascenso al senado; ennoblece el amor comprado; enaltece lo vulgar…
¿Es un simple medio de canje elegido por consideraciones prácticas o porque es fácil de manejar y cómodo de transportar? Entonces, ¿ha sido elegido por pura utilidad? ¿Es un producto histórico resultado únicamente de la necesidad del trueque, como explican las teorías monetarias? Como medio de ilimitadas transacciones, el dinero sería el promotor del bienestar y la riqueza de quienes acuden al mercado; pero, como encarnación de la riqueza absoluta, es objeto del aparentemente incontenible deseo pulsional de tener dinero. Cada acción de canje transporta el conflicto entre la ley que prohíbe la satisfacción de los deseos y el impulso que la quiere realizar. Este conflicto desgarra a la sociedad, conduce al fraude, a la corrupción, a las luchas por el poder, a los asesinatos, los homicidios y las guerras, en tanto la misma sociedad no regula las relaciones e impide la incontrolada satisfacción de los deseos.
Formas antecedentes del dinero como medio de canje existieron desde que los seres humanos se organizaron en comunidades, las cuales siempre fueron comunidades de sacrificio. Los sacrificios son el fundamento de toda asociación humana. Ninguna comunidad o sociedad puede renunciar a ellos. Son universales, porque toda organización social se constituye a través de sacrificios. Es el modo de la vida social.
Ya sea en formas prehistóricas de comunidad, en simples estructuras tribales o en las formas de reproducción de las sociedades modernas, el sacrificio siempre se ha encontrado en el centro del mundo de las ideas y de la praxis social; ha sido el punto de partida de los mitos y los cultos que piden sacrificios como garantía para la cohesión y la reproducción de la comunidad.
Como medio de intercambio, el dinero encarnó relaciones de sacrificio que la mayoría de las veces se concretaron en herramientas estilizadas o símbolos de la praxis del sacrificio: conchas y caracoles simbolizaron el sexo femenino; cuchillos y hachas sirvieron en miles de representaciones de sacrificios o bien en sacrificios estilizados. Por eso se puede decir que en el comienzo fue el dinero; porque él encarna la base sacrificial de la formación de la sociedad. Los antecedentes del dinero como símbolos del sexo femenino e instrumentos de los sacrificios cruentos quedan ilustrados en la economía de las sociedades primitivas, y, si recordamos los mitos, no importa que se trate de la madre real o de la madre tierra, a la representación de un pecho femenino siempre hay que agradecerle toda la riqueza, porque, en un principio, ésta se desprendió de los sacrificios femeninos.
El sacrificio no desaparece cuando es sustituido por otro, tampoco cuando la variedad de sustitutos finalmente diluye la presencia del sacrificio como tal. Aún en la protesta contra la obligatoriedad del sacrificio, en la rebelión contra las leyes restrictivas, o en la salvaje y anárquica fiesta, el sacrificio permanece como centro en torno al cual giran las comunidades y las sociedades. También pervive cuando una sociedad racional, basada en el intercambio, aparentemente se desprende de él, o cuando la productividad, el trabajo creativo y el consumo vinculados al placer parecen liberar de él a los seres humanos.
La fuerza de cohesión que une a la sociedad proviene del culto al sacrificio. Él unifica, pero simultáneamente provoca la protesta y la resistencia de los integrantes de una comunidad o sociedad para liberarse de las restricciones que impone. Este conflicto de ambivalencia, entre la obligatoriedad del sacrificio y los intentos de anular sus preceptos (los cuales, en realidad, son prohibiciones), es el motor del proceso civilizatorio. Cualquier intento de liberación del sacrificio supone ser consciente del mismo. Los productos de la naturaleza exterior y de la sociedad, sacrificados en la ceremonia del culto, se encuentran en relación directa con los sacrificios que reclama la propia naturaleza del ser humano. Este es un proceso de domesticación al cual ninguna formación social puede renunciar.
En el nivel psíquico, el sacrificio corresponde al sacrificio de los deseos pulsionales de los seres humanos. En el “mito científico” del complejo de Edipo, Sigmund Freud demostró en qué relación económica pulsional se ubica la cultura frente a la naturaleza y cuál es la fuerza impulsora del conflicto de ambivalencia de esta relación: una pulsión que continuamente es tabuizada, oprimida, pero no destruida; razón por la cual busca una y otra vez su satisfacción. El deseo del incesto y el tabú del mismo determinan toda la historia de las formas de asociación del homo sapiens y quizá también las del Neandertal.
El intercambio es una racionalización del sacrificio y no —como sostienen los teóricos del mercado— el origen racional de la sociedad y de sus relaciones de intercambio. Hasta hoy en día, los fuegos del sacrificio no se han extinguido. Sobre ellos se ha construido la sociedad de intercambio. La idea de que el intercambio constituye la base racional de la formación social ignora los cultos de sacrificio de los cuales surgió el propio intercambio. Estos cultos de sacrificio han sido los instrumentos con los cuales se equilibran los conflictos que se producen entre el deseo pulsional y su necesaria represión para controlar y promover la cohesión social y su reproducción material y humana. De esta represión emanó toda la cultura y en ese lugar hay que buscar tanto el punto del origen mítico como la real asociación. Todo comienza con el sacrificio y el intercambio es una formación sustituta emanada de las relaciones de sacrificio.
El hecho de que el proceso civilizatorio busque domesticar las pulsiones y orientarlas por el camino de la sociabilización lo demuestra una antigua forma del mito: Edipo mata a golpes a la Esfinge. Ella representa —como todos los seres míticos, dragones y monstruos— la naturaleza no socializada, la naturaleza propia de Edipo; al igual que la de su madre como ser pulsional. El hecho de haber sido matada como monstruo y, al mismo tiempo, la espera de su hijo en el palacio, pueden leerse como alusiones a la historia del proceso civilizatorio, por cierto, con un resultado inseguro. La historia obliga a la naturaleza monstruosa a transitar por el camino de la civilización y la hace crear productos culturales: madres, héroes, sociedades, ciudades… Pero esto no la hace invulnerable al retroceso. Una y otra vez las pulsiones surgen y reclaman devastadores sacrificios, al igual que la Esfinge. Tal parece que el animal pulsional se resiste a cualquier forma de sociabilización.
Por otro lado, cualquier monstruo es ya un producto del proceso civilizatorio, una proyección de los propios deseos pulsionales oprimidos que deben regresar, una y otra vez, al lugar que les corresponde. Para justificar estos sacrificios, los trabajos de Heracles fueron estilizados ex post como hazañas civilizatorias. La iglesia cristiana adoptó el mismo modelo al presentar como bárbaros a aquellos que sacrificó en sus actos misioneros o aquellos a quienes obligó a presentarse a sí mismos como víctimas. Las formas que se salen de la norma de la vida en común, que se oponen al código dominante, han sido calificadas hasta hoy en día como bárbaras o ilegales. Así, los seres humanos estigmatizados como monstruos son elegidos como víctimas del sacrificio.
En los rituales del culto al sacrificio, la relación de la sociedad con la naturaleza se representa como una relación con la naturaleza mediada por la sociedad. La ceremonia, el altar, el sacrificio, los dones y los contradones para apaciguar o evocar a los espíritus malignos o a los dioses, y para pedirles o forzarlos a dar beneficios, articulan las leyes del sacrificio y las normas morales bajo las cuales los seres humanos se reúnen en comunidad. Igualmente, todos los cultos de sacrificio sirven para superar el miedo a la indómita naturaleza que aún domesticada, oprimida y en parte destruida por el mismo culto, sigue generando miedo a su resurgimiento y venganza. Como principio, la venganza encarna la cara sangrienta de la abstracción del sacrificio do ut des. Ella domina hasta hoy todas las formaciones sociales cuyas fronteras coinciden con los linderos sociales y territoriales de la respectiva comunidad.
¿Por qué el tabú del incesto ha acompañado constantemente a todas las formas de asociación de los seres humanos a lo largo de la historia de la especie humana? y ¿por qué el proceso del sacrificio, al menos en las altas culturas, emergió originalmente del sacrificio humano? Sobre esto solo se puede especular, porque cualquier explicación racional acerca de la utili-dad del tabú del incesto o de la conveniencia de este u otro sacrificio surge de la propia lógica del sacrificio. No hay experiencia alguna que permita un punto de vista desde fuera de esta relación. Todas las sensaciones, pensamientos y lenguas son productos de las relaciones de sacrificio. Por eso, otras lógicas, formas de vida o universos distintos del propio difícilmente pueden ser imaginadas. Únicamente la repetición de lo mismo es posible, como lo prueban los norteamericanos con sus mensajes “humanos” al universo en busca de la respuesta de los aliens. El hombre es un preso de su propio proceso de socialización, aunque pueda reflexionar sobre ello y buscar una salida.
En la historia o la prehistoria, ahí donde encontramos testimonios de seres humanos —en fogatas cuyas flamas ascendieron hace 500 mil años; en cuevas del paleolítico abandonadas hace 20 mil años; en ruinas de la época antigua de hace tres mil años; o en los monumentos de las altas culturas americanas de hace más de mil años—, también hallamos indicaciones de cultos de sacrificio. Ofrendas que tenían la función de servir a los muertos como alimentos u objetos de valor que harían posible su traslado y entrada al más allá; incisiones rupestres como escenas de caza; altares de sacrificio o lugares de matanza, nos permiten reconocer actualmente los antiguos rituales sangrientos de sacrificio.
La mayor parte de los sitios donde se encuentran incisiones rupestres, así como la mayoría de las cuevas del paleolítico fueron lugares de culto. Es poco probable que las cuevas hayan servido como vivienda. Los dibujos nos hacen pensar en ceremonias que durante largo tiempo fueron celebradas en ellas de la misma manera, usando los mismos dibujos y símbolos. Los testimonios sobre los rituales de caza y los funerales que se han encontrado ahí indican que éstos servían para garantizar la cohesión social y formaban parte de las ceremonias que aseguraban la reproducción física de la comunidad arcaica; porque los rituales, permanentemente reproducidos en el culto, siempre han unido al grupo como comunidad de sacrificio, y los rituales sepulcrales fueron su inicio.
Si nos remitimos a la investigación psicoanalítica, veremos que, si bien el sacrificio no civiliza realmente a la horda —esto se conseguiría primero con su abolición—, el sacrificio es un paso hacia la civilización, pues permite reunir a la comunidad, la cual, a través del culto y sus permanentes ritos, recuerda el punto de partida de su formación social. Por la psiquiatría sabemos que la repetición misma de los rituales carece de la conciencia del trauma; pero es un intento inconsciente y posiblemente impotente de liberarse del sacrificio. Es un reflejo que aspira a algo que no conoce. Finalmente, serán las formas, las figuras, los rituales, los cantos y los bailes, los que remitirán a los conflictos constituyentes de la sociedad y a sus simultáneos intentos por solucionarlos. Las relaciones de sacrificio, así como las formas de trabajo y, a través del sacrificio, las formas de la reproducción social, entran en la conciencia cuando se articulan en la épica, la plástica y el arte.
Los sacrificios materiales (las herramientas y los accesorios) representan las relaciones de sacrificio y, son, al mismo tiempo, producto y símbolo de él. Con la domesticación del ser pulsional femenino en madre, la fecundidad de la mujer fue estilizada como el primer modelo económico, y proyectada a la reproducción agrícola. También donde se sacrificaron varones o primogénitos, el sacrifico se ubicó en el contexto de la reproducción de la comunidad. El sacrificio garantiza, en opinión de los sacerdotes o los ministros del culto, la propia reproducción física, así como la reproducción de los alimentos y otros bienes necesarios para la sobrevivencia.
En muchas culturas, los primeros sacrificios fueron humanos, pronto remplazados por sustitutos (puercos, perros, bueyes, carneros o aquello que pudo tomar el lugar de los sacrificios anteriores). La fauna y la flora que actualmente sirven como alimentos surgieron como sustitutos del sacrificio; también encarnaron relaciones de sacrificio y pertenecieron, como objetos de sacrificio, al núcleo del culto. Pero, aunque sean sustitutos y, aun así, todavía sacrificio, representan una liberación parcial del sacrificio. Así como el deseo pulsional tabuizado y no permitido le da alas a la pulsión para diversificarse y dirigirse a otros fines y, con ello, promover el desarrollo de la sexualidad, el erotismo y el amor; las transformaciones del sacrificio material —de sustituto en sustituto— promueven el desarrollo de la cultura entera. El proceso civilizatorio puede entonces concebirse como el progreso de un sustituto de sacrificio en otro, y el proceso de barbarización como la regresión a los sacrificios sangrientos.
Si bien en las fiestas tribales acostumbradas en la Antigüedad o en las ceremonias de una comunidad de culto —obligatorias para sus miembros—, las víctimas de los sacrificios cruentos siempre fueron matadas ritualmente y consumidas en común, es decir, en una fiesta de comunión, en el proceso de desarrollo de sustituto en sustituto se puede renunciar a los sacrificios reales en favor de sus símbolos. Esto se evidencia, por ejemplo, en la liturgia cristiana: la hostia y el vino encarnan y simbolizan tales formas de sustitución.
En la Antigüedad, los sitios donde se realizó realmente la vida social fueron las necrópolis como lugares del culto. Ahí se instalaron los mercados, se celebraron las asambleas y se produjeron las manifestaciones sociales más importantes. En su periferia se edificaron los templos de los dioses y se colocaron los tesoros donde se coleccionaron los objetos acumulados de los sacrificios. Poco más lejos se ubicó el teatro. Las competencias para seleccionar las mejores obras de teatro formaron parte sustancial de los cultos de sacrificio, al igual que las competencias atléticas. De ahí que las Olimpiadas nunca hayan estado fuera del contexto de los cultos sacrificiales.
Bernhard Laum dice que, en los tiempos más antiguos, las competencias deportivas y de las bellas artes —el ágon— se entendían como juicios divinos, y los vencedores como víctimas placenteras sacrificadas a los dioses. El premio al ganador ya fue un sustituto. Tomó el lugar del ganador y fue, como el ganador, consagrado a la divinidad. La universalidad del sacrificio de los máximos representantes del cumplimiento de las reglas —cumplimiento entendido como abstracción del sacrificio— se corrobora en la existencia de altares a un lado del juego de pelota en la península de Yucatán. Ahí fueron sacrificados los equipos vencedores. Asimismo, se corrobora en el culto a los actores y las actrices estrellas del espectáculo de la sociedad actual. Lo sacrificado es lo mejor valorado.
Todo el complejo del culto del sacrificio (la necesidad del sacrificio en el teatro, el baile alrededor del sacrificio, el ágon como domesticación física y social de los miembros de una comunidad, las herramientas para la matanza ritual, el desarrollo del dinero, el mercado y el intercambio efectuados a un lado o enfrente de los templos donde se celebraron los sacrificios) constituye el centro en torno al cual gira el desarrollo de las culturas.
En la sociedad actual, lo que parece no tener una relación reconocible con el culto del sacrificio también encuentra su origen sacro (la palabra sacrificio encuentra su raíz en “hacer sacro”, sacralizar), proviene de relaciones de sacrificio. Lengua, música, arte y técnica proceden de la praxis del sacrificio; al igual que la medida y el peso con los cuales se determina la ración de la cena de sacrificio que corresponde a cada quien; o que la justicia, como justa retribución, y la división del tiempo en el calendario del sacrificio. Toda racionalización que eleve el sacrificio a un contexto de utilidad o a abstracciones del sacrificio como cambio, medida, tiempo, etcétera, que lo ubique en un rango independiente del sacrificio como hecho natural, parece reprimir de la conciencia el complejo del sacrificio, pero realmente no lo hace.
Hemos sostenido que el culto al sacrificio y el mito son, en cierto modo, los precursores del contrato social, y que la obligación de participar en el culto de sacrificio induce a su valoración universal. Las ofrendas toman cuerpo en el dinero, lo simbolizan y son intercambiadas. Los oboloi, por ejemplo, (que hace 2500 años los sacerdotes intercambiaron en los templos griegos por dones de sacrificio de la comunidad) fueron las agujas con las cuales pincharon y asaron la carne de los animales sacrificados. La brocheta conserva hasta la actualidad esta forma del ágape del sacrificio que en la Roma antigua fue practicado como trisacrificio de puerco, cordero y buey (carne que se ensarta en las brochetas). Una mano de estos oboloi se llama dracma, así como hasta hace años la moneda griega. Ella recuerda el origen del dinero en el culto de sacrificio.
Giovanni B. Piranesi, Vedute, Tempio della Sibilla in Tivoli. Grabado, 1761. | John Soane, Banco de Inglaterra, “Esquina de Tívoli”, 1804-1833. |
La multitud de representaciones de actos de sacrificio y de herramientas de sacrificio en monedas de la antigüedad testifican la relación de la economía del dinero con el culto de sacrificio. El que una esquina del edificio del Banco de Inglaterra haga referencia a un templo redondo de Tívoli, consagrado a una diosa grecorromana; el que la arquitectura de muchos edificios de bancos evoque una y otra vez los templos; el que el billete de diez dólares muestre la imagen de un templo, por no hablar del dogma de fe que se rinde al dólar; no son casualidades, tampoco formas de decoración. In God we trust quiere decir estar dispuesto a cualquier sacrificio. El dinero representa el sacrificio y es capaz, al mismo tiempo, de mediar cualquier sacrificio a través del intercambio.
Se podría decir que “al principio fue el dinero”, porque el dinero encarna el fundamento de toda asociación social. Se entiende que toda clase de cosas pudo haber servido como medio de intercambio. La palabra moneda se debe a su acuñación a un lado del templo de la diosa Juno Moneta, lo cual evidencia cómo el dinero procede del culto de sacrificio, lo encarna y simboliza, y lo remite también, como medio de canje, a los sacrificios que son ofrecidos permanentemente por los hombres a favor de la cohesión social.
En el capitalismo, los servicios y el trabajo, la producción y la distribución, el mercado y las numerosas formas de relación social están determinadas por el intercambio. Con base en él se construye la sociedad como una asociación de propietarios ligados entre sí por relaciones de intercambio mediadas por el dinero, como el mismo dinero lo está por mercancías y servicios. El economista escocés Adam Smith percibió con claridad cómo la tendencia al intercambio está fundada en la naturaleza humana. Él hizo al egoísmo responsable del deseo de intercambio. Del egoísmo como motor de la convivencia social se desprende, hasta hoy, el concepto liberal de la economía y la sociedad. Se supone que el egoísmo motiva a los hombres al intercambio, porque cualquiera desea la propiedad del otro.
Hombres con capacidades diferentes producen bienes diferentes. Acumulan montones de mercancías y son estimulados por su propio egoísmo a intercambiar sus productos por bienes que han producido otros. En opinión de los liberales, esta es la idea fundamental según la cual la sociedad y el intercambio deben funcionar. Este concepto de sociedad, de tal manera calculable racionalmente, fue indiscutible durante los siglos XVIII y XIX y es un principio de la propaganda comercial válido hasta hoy. El egoísmo como motor del intercambio fue la directriz dominante del concepto liberal de la vida económica. Es la razón del intercambio, mientras el intercambio mismo convierte todas las relaciones sociales en relaciones comerciales.
El mito del rey Midas alerta sobre las consecuencias de la riqueza no social ni de otra manera mediada. Como el mito lo relata, Dionisos le concedió a Midas un deseo libre por haberle regresado a su maestro y compañero de borracheras, Silenus, a quien Midas había encontrado en su jardín de rosas. Midas pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro. Por medio de la magia de tocar, las piedras, las flores y los muebles de su palacio no solo se transformaron en oro, sino también los alimentos y las bebidas en cuanto se los llevó a la boca. Para no morir de hambre y de sed, Midas tuvo que pedir a Dionisos que lo liberara de ese fatal don. Para ello tenía que bañarse en la fuente del río Páctolo que, desde entonces, según este relato, lleva oro. El mito no solamente funda y racionaliza la historia real, también introduce a sus escuchas a ella. Ahora el oro, por medio del trabajo, podía ser lavado en el río; quizá con una piel de oveja —el Vellocino de Oro— cuya forma moldeada en bronce circuló como algo parecido al dinero en la Grecia antigua. Se muestra entonces cómo el trabajo es necesario para que, mediado socialmente y transformado en oro o dinero, forme parte de las relaciones de intercambio.
Lo que fueron las reglas del culto de sacrificio para las comunidades tribales, son las relaciones sociales y de trabajo reguladas de la sociedad moderna. Ellas forman la base de la reproducción física y espiritual de la sociedad. Aunque nunca realizadas, o solo en parte, pertenecen al proyecto de una sociedad civil políticamente organizada que reconoce los mismos derechos para todos sus miembros, defiende los derechos humanos, así como los derechos económicos. Es una sociedad que proviene de la Ilustración de los siglos XVII y XVIII, de la Revolución francesa y los movimientos sociales de los siglos XIX y XX. Como sujeto político e histórico, ella tiene, por razones de su propia existencia, que subordinar todos los intereses económicos particulares a las necesidades de la sociedad, porque ella es el sujeto, una sociedad de individuos que determina sus formas de vida y reproducción autónomamente, en procesos democráticos de decisión. Hoy la producción del dinero por medio del dinero determina todas las formas de movimiento de la sociedad. Lo que cuenta es el dinero rápido: vender, comprar, vender; de ser posible sin concreción en alguna mercancía material. Por eso, quizás lo mejor sea jugar en el casino o en la bolsa de valores donde el acceso al dinero ya no se detiene para ser desviado hacia la producción de bienes.
Desde sus antecedentes en las primeras asociaciones de seres humanos, en la oscuridad de la historia de la Tierra, el dinero ha jugado un papel importante para la unión y para todas las formas de relación social. Ha sido un medio de cohesión social, al igual que de disociación. Un actor tan atractivo para los participantes en el drama de la humanización que pudo adueñarse del teatro humano dominando la psique de hombres y mujeres a tal grado que a veces no se puede distinguir si un ser humano posee dinero o el dinero lo posee a él. Además, el dinero es universal. No hubo ni hay ninguna asociación humana en el mundo que prescinda del intercambio o de algún medio de canje. Desde sus formas más primitivas, el dinero simboliza las relaciones sociales y nos revela a qué se deben.
Pensándolo bien, cualquier forma de dinero representa ya un sustituto de un sacrificio anterior. Primero las mujeres, las hijas y los hijos, los reyes o los cautivos como sacrificios humanos; después los puercos, los perros o aquello que los reemplazó como sustituto. Innumerables sustitutos de sacrificios, una y otra vez sustitutos, son los elementos constitutivos de la riqueza de la sociedad. Pero primero fue el sacrificio y después el trueque. Este procede de aquel. Cuando el sacrificio se entiende como trueque, pierde el carácter de sacrificio y la dinámica del progreso de un sustituto del sacrificio a otro pierde su sentido. La conducta ambivalente frente al sacrificio se reconoce en el culto mismo y en el intento de rehuir o trasgredir las leyes del sacrificio. En la actualidad, los mega-eventos transmitidos por los medios de comunicación, las noticias, los estadios o los escenarios bélicos delatan, sobre todo, la relación directa al temido o deseado sacrificio total.
El sacrifico significa el don de lo mejor. Ser sacrificado es un honor, pero héroes y mártires comprueban que el papel del sacrificio no es fácil, inclusive, cuando es posible, lo evitan. Las rebeliones y las revoluciones, el fraude y el crimen comprueban una tendencia inherente, tanto en la sociedad como en los individuos, a pasar por encima de las leyes restringentes y liberarse del imperativo de sacrificar; también cuando se trata de la liberación de un dominio o de reglamentos que impiden la satisfacción de los deseos individuales.
Por otro lado, el sacrificio garantiza la participación en la vida material de una comunidad, es algo como un seguro social. Ofrece la protección frente a los enemigos tanto externos como internos y garantiza así la convivencia pacífica de los que se someten a los mandamientos del sacrificio. Es el corazón de toda formación social, cohesiona tribus, comunidades y sociedades. Una vida social solo se consigue por el precio del sacrificio. Y el dinero encarna —desde las representaciones simbólicas del sacrificio más primitivas en monedas y billetes, hasta su forma electrónica— sacrificios reales sin los cuales la sobrevivencia de los integrantes de una comunidad es imposible. La exclusión de la comunidad sacrificial equivale a una sentencia de muerte. Así lo fue en las comunidades tribales y lo sigue siendo hasta hoy en el destino de los marginados: no trabajo, no dinero, no vida.
El dinero encarna las relaciones entre los géneros, entre los sexos y sus tensiones. Sin esto no existiría cultura alguna. Pero el cambio del dinero de un objeto a un sujeto suspende estas tensiones. El dinero traga a sus generadores como Cronos a sus hijos. Una riqueza absoluta significa por otro lado una absoluta miseria, como nos cuenta el mito del Rey Midas. El remolino del dinero no permite mediación. Como sujeto de todas las relaciones sociales, en su exclusiva y vertiginosa relación consigo mismo, el dinero tiende a devorar al mundo en su remolino; pues en lugar de liberar a la sociedad del sacrificio, el dominio del dinero la conduce al sacrificio total de la especie humana. Donde no hay tensiones reina la muerte. Entonces, la frase: “Poderoso caballero es Don Dinero” también se puede escuchar y entender como un presagio: el mundo se puede convertir en un amontonamiento de objetos muertos.
[1] Prefacio de la nueva traducción y edición del libro “La estructura libidinal del dinero”, KDP 2019.