El Otro
Julio Ortega Bobadilla
¿Por qué una mujer acepta a un hombre como suyo? ¿Su consentimiento depende de esa sensación ácida, dulce y picante llamada amor? ¿Eso que llamamos amor, no perdura? ¿Por qué los hombres y las mujeres necesitan a un otro, que no acaban de comprender nunca? ¿Qué quiere una mujer?
Estas preguntas le habían acompañado como una picazón ardiente toda su vida. No eran grandes interrogantes y lo sabía muy bien. El carnicero de la esquina y el portero del edificio se preguntaban lo mismo y seguramente tenían alguna respuesta que les satisfacía. Pablo se quedaba absorto y petrificado ante esas preguntas, tratando de olvidarlas y deseando que éstas se resolvieran solas con el paso del tiempo.
Las respuestas no vinieron y las interrogantes parecían tener la intención de quedarse a fastidiarlo. Atravesaron la vida de su cuerpo adolescente que tiraba hacia delante y buscaba llenar un vacío que se antojaba insondable. La neblina del tiempo, sepultó su juventud y se despreció a sí mismo por ocuparse de esas necedades amargas.
Se decía que el amor inextinguible no era más que una mentira que nos contamos. La amarga realidad consistía en que la gente se olvida de cualquier cosa al darse la vuelta, no importa lo mucho que suceda entre dos amantes: las vueltas y sudores en la cama, las promesas hechas en la oscuridad. Pero, quería en el fondo: encontrar un amor ideal. Una mujer que le tratara con cariño y admiración, que lo mimase en las mañanas al despertar, discutiese con él sobre cine, literatura ó filosofía, y pudiera también, volverse una niña traviesa dispuesta a gritar de alegría ante las cosas más simples.
Tratando de olvidar esta búsqueda y no querer saber más de asuntos que sólo le generaban angustia, se había casado con una esposa sin dobleces que le había hecho padre de dos hijos y había sellado – pensó – el sobre con esas interrogantes. Quería conformarse con una felicidad con minúscula, al fin y al cabo, la única posible. Pero en su corazón, siempre permaneció ese espacio interno de soledad que él identificaba a un paraje sombrío y horrendo, un Maelstrom que le sorbía siempre hacia la tristeza. Aún así, convirtió a su consorte, en la razón que modulaba sus emociones y la madre limitante de sus locuras, que afortunadamente él llevaba a cabo a escondidas.
Y la felicidad poquita que había encontrado: cómo vino, se fue. Su compañera desapareció del mundo, después de tres lustros, dejándolo más desamparado que nunca frente a un universo de relaciones humanas ininteligible.
Cuando desapareció el luto, los hijos fueron creciendo como tercas yerbas silvestres, sin necesitarle demasiado y más rápidamente de lo que esperaba. Le asombraba que tuvieran más seguridad y más decisión para vivir, que su padre con toda una carrera académica.
Vino de nuevo la tormenta. Siguieron en su vida encuentros fortuitos con mujeres que nunca amó demasiado por no comprenderlas o porque de plano, rechazaron su egoísmo y el lastimero extravío que le amargaba. Una mujer atinó a decirle: “No sabes escuchar a las personas… sólo te oyes a ti mismo” Otra le dijo: “Las personas son juguetes para ti y además acabas por romperlas”. Su vida siguió más sola que nunca. Sus hijos crecieron, siempre más fuertes y mejor preparados para afrontar, cualquier tipo de dificultades. Si tan sólo hubiese tenido una hija, quizá eso le hubiese aproximado con la naturaleza femenina, con el cosmos, en el fondo con su propia alma. Pero su destino había sido diferente y había permanecido fuera de cualquier reconciliación posible con el otro sexo.
Decidió no volver a casarse y dedicar su vida a la Universidad, a ser el maestro de la voz monocorde y sabía, que dice todo sobre nada. Se había convertido en el puntual maniquí que las jóvenes alumnas admiraban, sin distinguir al hombre que les miraba con hambre insaciable desde dentro.
Aprendió con los años el arte de parecer un buen padre, un triste solitario, de los que dicen haber atravesado cualquier tipo de experiencias, hasta alcanzar eso que llaman madurez. A pesar de su máscara, despertó la compasión de Ella, brillante estudiante de la maestría, que empezó a escucharle como mujer y terminó arrimándose como enfermera dispuesta a ofrecer sus cuidados al animal herido.
Se resistió con todas sus fuerzas a ese amor, trabajo le había costado alcanzar su torre inexpugnable, para tirarse de rodillas ante una fémina a la que llevaba, nada más y nada menos, que 24 años. Sus hijos “felizmente” casados y aproximadamente de la misma edad que ella, vieron con recelo el interés de esa mujer animosa y con aire adolescente – más bella que sus esposas – que aleteaba alrededor de ese viejo, a quien habían terminado por despreciar, cada vez más, desde la muerte de su madre. Les molestaba que fuera guapa, inteligente, elegante y despierta, dulce y sensual. La miraban con positiva rabia y en el fondo con deseo.
La boda se produjo a los pocos meses con desencanto, pocos invitados asistieron y hubo que regalar al jefe de meseros, gran parte del banquete dispuesto para la ocasión. Para él, empezó una nauseabunda sensación de humillación frente a esa espléndida mujer. Mientras más convivía con Ella, más se daba cuenta de que se había ganado la lotería, pero empezó a sospechar que había de por medio una trampa, ó un precio que pagar por su fortuna. Se percibía a sí mismo frágil, viejo y cansado, imaginaba que para los que los veían juntos resultaba inexplicable que un árbol añoso se apoyara en una rosa floreciente. Empezó a sospechar burlas y comentarios que darían cuenta de la fragilidad de la relación. No aguantaría el paso de una joven, un viejo que usaba – desde hace años – dentadura postiza.
El viaje de bodas logró atemperar un poco la cascada de dudas y reproches que él mismo se hacía. Después de todo – el argumento recurrente que hace la infelicidad de otros – tenía derecho a la felicidad. Esta vez, estaba ante sí, la oportunidad de consumar sus sueños y llenar ese horrendo vacío que le había acompañado toda su vida. Quería interrogar a esa niña que resumía todas las mujeres del mundo y encontrar por primera vez respuestas. Se decía en una broma algo patética, que por fin había encontrado la mujer de su vida – y por esos años que les separaban –, la de su muerte.
La admiración casi infantil que tenía por él, le proporcionaba una sensación de afinada seguridad, de relajante sosiego que recordaba un baño caliente y perezoso de tina en un día vacacional. Su confianza flaqueaba cuando pensaba con angustia que el tiempo corre aunque se cierren los ojos y quizás un día se despertase impotente. Más aún, con alguna enfermedad terminal dispuesta a truncar su paraíso. Se imaginaba que cuando estuviese moribundo en el lecho de enfermo, Ella sería un fruto maduro y jugoso en el cual se habrían afinado más, todos los rasgos sutiles y bellos que hoy la hacían brillar entre otras mujeres. Entonces venían las peores inquietudes que lo atacaban, cómo los pájaros del filme de Hitchcock.
Su morbo depravado le empujaba a pronosticar que no se mantendría casta y fiel ante la basura de hombre en que se convertiría, y que no estaría allí esperando con paciencia, cerrar amorosamente, sus ojos sin vida. La imaginaba entonces, revolcándose con otros hombres: siempre mejor parecidos que él, más atrevidos, más salvajes, y sobre todo, más jóvenes.
El regreso a la cotidianeidad revolvió de manera extraña sus turbios pensamientos. ¿Por qué había aceptado su amor? Un destello de rencor empezó a crecer en él y las que habían aparecido como razones de su fortuna se transformaron en el material de su desdicha. Se decía que Ella no le había tenido amor, sino lástima y que ese sentimiento es más propio hacia un perro que conveniente a un amante. Empezó a sospechar de todos sus movimientos y salidas, imaginó que empezaría a engañarlo pronto, si no es que ya estaba saliendo con algún imbécil diplomado en arte, ciencias administrativas ó comunicación. Luego empezó la sospecha de que no tendría por qué ser sólo un amante. Una hembra a su edad, está en el punto más crecido de su apetito sexual.
Lo más importante era la sensación de humillación, de sentirse traicionado por alguien en quien había depositado toda su confianza y fortuna. Nunca pudo probar que todo fuese sólo una sospecha con fundamentos y algo más que su imaginación, pero aún así, no dejaba de atormentarse. Una de las cosas que más le molestaron desde el principio de la relación hizo crisis: él la precisaba y no podía tolerar esa necesidad. Se sentía un crío desvalido ante ese sentimiento de dependencia que había abominado y, paradójicamente, deseado por tanto tiempo.
Al cabo de unos meses de mortificarle con sus celos, notó los signos obscuros del desamor. La dulzura y paciencia que le había conocido cedieron su lugar a un enfado e irritación constantes que él no se daba cuenta, había provocado con sus amargores y desconfianzas. Sucedió que dejaron de hacer el amor y buscar el antes cálido y complementario cuerpo del otro. Empezaron a echar a un lado, invitaciones y salidas con amigos, las excursiones de los dos, antes deseadas con entusiasmo, terminaban en reproches: Ella había sido demasiado amable con el mesero ó volteado a ver coquetamente algún comensal en otra mesa.
Su mundo empezó a volverse negro como el abismo que se retorcía en su dentro y Ella parecía moverse a la discordia que a él siempre lo embargó. Empezaron a encerrarse en sí mismos: el odio, la tristeza y la miseria, los iban consumiendo sin más.
Los pocos amigos que les rodeaban empezaron a retirarse sin que esto les importase. ¿Cómo podrían hacerse cargo de alguien más? ¿Debía importarles el mundo exterior cuando su intimidad se hallaba rota en pedazos?
Un amigo médico con las mejores intenciones, les recomendó tomar una terapia de pareja. La idea escurrió de su cabeza como baba de caracol, pues siempre fue impermeable a todo psicologismo. Se repetía – cada vez que podía – que la psicología no era otra cosa sino “filosofía sin rigor, ética sin exigencia, medicina sin control”. Para salir de cualquier atolladero, estaba la razón y la inteligencia, no artificios ni supercherías.
En un momento de verdad, Ella entrevió que quizás esa posibilidad fuese su última esperanza. Tras una amarga discusión comprendió cuán inútil era tratar de hacerle entender tal cosa, al señor en su torre inexpugnable. Él parloteaba que quería tirar dinero a charlatanes sin autoridad moral, ni conocimientos suficientes para dar un buen consejo. Remataba gritando: “¡ La psicología y sobre todo el psicoanálisis son para pendejos!” ¡“Los psicoanalistas creen tener la verdad y no son más que usufructuarios del confesionario!”. Se decidió entonces a dar un paso adelante en la dirección que él más detestaba. Tomó el directorio telefónico y buscó una referencia. Si quería salvarse – pensó – sería sola, y quería encontrar la claridad necesaria para tomar los pasos hacia su liberación. Llamó al primer nombre de la lista y se animó a solicitar entrevista con un psicoanalista.
Los celos de Pablo, se acrecentaron. Y, de pronto, en su torcida mente empezó a pensar que tal vez esa terapia podría cambiarla no sólo a Ella, sino toda la situación. Especuló que, después de todo, la labor de un buen curandero consiste en hacer que el paciente se adapte a su realidad de la manera mejor posible. Comprendería que la elección que tomó con él era juiciosa, quién sino él, podría ofrecerle una vida segura y estable. Con suerte la dejaría soltera pronto, para que buscase otro amante más a su medida. Si en verdad lo quería, debía comprender sus inseguridades y aceptar con paciencia sus exabruptos, por absurdos e irracionales que fuesen. El verdadero amor – se repetía mentalmente – está en el sacrificio por los otros y en el cumplimiento con la sociedad del compromiso contraído, no había hijos de por medio pero así sería más sublime su entrega.
Al principio las cosas empezaron a caminar de manera diferente, la veía regresar de sus sesiones liberada y para tomar a broma sus reclamos. Parecía más jovial y más fresca que antes, era cómo si el análisis la hubiese entonado en una clave diferente. Sus bromas tenían un aire sarcástico que lo desarmaba completamente y le hacían soltar la carcajada para acabar riéndose de sí mismo. Le empezó a mimar de nuevo con un cariño agigantado que prácticamente lo asfixiaba, de pronto había sucedido el cambio que él codiciaba y aún así, se sentía mal. Se había acomodado en el tren desdicha y no podía salir de ese riel.
Conforme pasaba el tiempo, las cosas volvieron a estancarse en la medida que la terapia progresaba. A pesar de que tenían nuevamente relaciones sexuales, empezó a notar, paulatinamente, un aire de pasmo ante todo y alejamiento del mundo.
Se preguntó que le estaba ocurriendo con desesperación. Tal vez se estaba culpando del mal rumbo de su relación, cuando no era su culpa lo que había estado pasando. Quizá esa vuelta del cariño inicial era solamente una actuación ó período ciclotímico en su carácter variable, a lo mejor necesitaba medicación y no palabras ó simple escucha.
Pensó en la famosa transferencia de amor y empezó a sospechar que se estaba chiflando por su psicoanalista. Le horrorizó sobremanera pensar en la posibilidad de que un profesional no ético se aprovechase de su confianza. Cada día que transcurría, se hallaba más extraña, como fuera de este mundo.
El extraño misterio que en Ella ocurría siguió avanzando.
Sus sesiones nocturnas de análisis se incrementaron de dos a cuatro veces a la semana. De pronto, empezó a mirar a través de él. Su vista iba siempre más allá de donde él estaba, incluso hacia ninguna parte. Una furia se empezó a desatar en su dentro ante su conducta, él había dejado de existir y no lo esperaba para comer ni para acostarse. Parecía que hacía su vida de soltera y que no le importaba en absoluto seguir compartiendo el mismo espacio. Más pronto que tarde, llegó un momento en que cada quien ocupó una habitación diferente.
La indiferencia, cuál virus silencioso, fue destruyendo toda desconfianza y reproche. Empezó a reconsiderar su miserable actitud, a cortejarla de nuevo. Comprendió que su estupidez la había arrastrado a esa indolencia insoportable. Lo más que lograba es que Ella se limitara a echarle una ojeada con unos ojos tristes y sin vida, pero, escasamente le hablaba.
Y de nuevo vinieron los celos. Se preguntó si su cambio de actitud, no sería producto de esos supuestos nuevos amores. Decidió observarla a escondidas y la sorpresa que se llevó es que prácticamente ella dormía todo el día y había dejado de comer. Sólo tomaba lácteos y, cada vez, en menores cantidades ¿Se trataba de anorexia nerviosa?
Eso sí, parecía que se reanimaba para sus sesiones de análisis y salía al ocaso del sol a pasear un poco por las calles y las tiendas antes de llegar a su sesión. Cuidadosamente la siguió y reconoció que las noches que no iba a su terapia, se dedicaba a vagar por ahí al amparo de la oscuridad. Luego, se le perdía misteriosamente en las calles sin que pudiera explicarse, qué senda había tomado.
Habló con un psiquiatra amigo suyo para exponerle el caso. El médico psicoanalista le preguntó el nombre de su terapeuta, pero no lo reconoció entre los colegas que frecuentaba ó conocía. ¡Había tantos psicoanalistas ahora! Algunos – provenidos del legendario exilio sudamericano – se habían formado prodigiosamente en el vuelo de camino a México. Aún así, le indicó que no interfiriera. Ese alejamiento, advertía un fenómeno normal y esperable en todo tratamiento psicoanalítico, le oyó decir:
– Durante el proceso terapéutico es normal que un paciente se apegue emocionalmente a su terapeuta. Sólo existe en este momento su analista en mente. Es absolutamente normal, te digo. Vas a ver cómo en un poco de tiempo, empezará a tomar las cosas con más calma. Es un período difícil, porque quienes sufren son las parejas. Tiene que revivir sus vínculos y dependencias infantiles en ese escenario. Se irá desprendiendo, poco a poco, de eso que técnicamente se llama transferencia, pero que es amor al fin y al cabo. Estoy seguro volverá a ti para rehacer sus vidas. Si no fuese así: ya se habría ido hace tiempo. Algo importante la retiene junto a ti.
La bondad de sus palabras le asustó más que tranquilizarlo. Le dolió y molestó, el tono pedagógico del sermón. Podía considerarse a sí mismo un hombre de criterio, pero eso de que su joven y vulnerable esposa, fuese a contar sus intimidades a un desconocido que podría aprovechar de esa información para – ¿por qué no? – seducirla, era algo que él no podría permitir.
¡Cuántos casos no había oído sobre el particular! Los dedos de sus manos no alcanzaban para contar los chismes sobre terapeutas que empujaban en abismos de amor y dependencia sin fondo a sus pacientes.
Fuera lo que estuviese pasando, se veía cada vez más perturbada. Ese interés perdido por la comida hizo crisis. Empezó a beber solamente agua natural y a bajar de peso aceleradamente. Su delgadez extrema y su color pálido comenzaron a asustarle.
Su mujer parecía víctima de un estado de depresión severo. Si una etapa del tratamiento producía esto: ¿Sobreviviría al resto?
La historia de que volvería anhelante, le sonaba a patraña. Se podía ver – objetivamente –, que se estaba alejando para siempre y además, su salud estaba en peligro.
Decidió tomar cartas en el asunto y hablar personalmente con su terapeuta para indagar qué estaba pasando. Llamó al consultorio identificándose con la secretaria y solicitó una cita para hablar con el analista. Cortésmente la secretaria indicó – tras de consultar con el doctor – que dicho encuentro no procedía, que con gusto le daría un par de referencias de otros colegas. Iba a gritar algo obsceno en el teléfono, pero, colgó sin discutir.
Una idea – devoradora como sus celos – empezó a invadirle. Tomaría por asalto el consultorio de ese charlatán y lo confrontaría. O quizás sería mejor confrontarlos a los dos, sorprenderlos si era preciso en el acto, y ver con sus propios ojos qué clase de terapia consumía la vida de su amada.
Esa noche, acudió al edificio del consultorio a la hora de la consulta. Desde la calle, esperó hasta que la vio entrar al edificio. Antes de que la puerta cerrase, pudo colarse detrás, sin ser advertido. Una vez que se percató del piso dónde Ella se dirigía, marcó el botón del ascensor y esperó a que llegara para alcanzarla.
Salió a un pasillo y buscó el despacho. La puerta estaba entreabierta, distinguió un pequeño escritorio custodiado por una secretaria madura de gafas. Entró y demandó por el doctor en cuestión. Se hallaba ocupado. Le preguntaron si tenía cita con él. Respondió que no, pero que tenía sumo interés en verle. Entonces – dijo la doña –, el doctor no podría atenderle. Pero si dejaba su nombre, quizás se podría arreglar una entrevista. Escupió un alias y dijo, que esperaría para hablar personalmente con él. La secretaria contestó molesta que tomara asiento. Obedeció, fingiendo contrariedad.
Ahora se hallaba más confuso que nunca. Estar ahí era una locura. Iba a levantarse para largarse, cuando sucedió algo inesperado. La mujer abrió el escritorio y sacó con discreción su bolsa, saliendo del despacho para dirigirse al baño en el pasillo.
Permaneció inmóvil unos momentos, sin saber qué hacer.
En aquel momento, su amor, sus celos y rabia volvieron mezclados en un remolino caudaloso de emociones. Sintió que la cabeza le iba a reventar.
Algo en su dentro, comenzó a encenderse hasta que las llamas inflamaron todo su cuerpo.
Violentamente se precipitó hacia la puerta, haciéndola crujir primero, para vencerla después con el peso de su cuerpo.
Ante su mirada apareció entonces un cuadro de horror perverso inimaginable.
Las tenues luces del lujoso consultorio no impidieron que sus ojos se clavasen en el diván. Ella se encontraba yerta, mientras un cuerpo de hombre la cubría parcialmente. El rostro del desconocido se borraba, ocupado en una caricia sobrecogedora.
Él se adelantó sin furia, con paso tembloroso, para atestiguar cómo el OTRO giraba su rostro, y mostraba cómo: de sus labios manaba la vida roja, que también fluía tibia del cuello del cisne.