“Austerlitz” de W. G. Sebald, o la búsqueda tardía de escrutar la noche y la niebla.
Osvaldo Hugo Cucagna
Mucho se ha escrito desde la aparición de esta novela de W. G. Sebald en el 2001, año de la muerte del autor –por un infarto– mientras manejaba su auto junto a su hija, lo que provocó un accidente fatal para él.
Otros novelistas, críticos literarios, psicoanalistas, han expresado posiciones diversas, pero todos, aun los ideológicamente opuestos, han coincidido en el reconocimiento y la calidad de esta obra.
Antes había leído una “Memorias” (no públicas sino escritas para familiares y amigos) de uno de los sobrevivientes de aquellos niños judíos que en 1939 habían sido recibidos en Inglaterra, provenientes de Alemania y otros países. Fueron escritas teniendo el autor más de 70 años. Allí se cuenta que, con l4 años y medio, poco antes del estallido de la Segunda guerra mundial, tuvo que exiliarse al lugar donde ya estaba su hermano mayor, y a donde, meses más tarde, llegaron sus padres. Sólo su abuela quedó en Alemania… terminó asesinada por los nazis.
Me preguntaba por qué seguía leyendo lo que, careciendo de valor literario (esto señalado por el propio autor), sólo podía interesar a quienes estaba dirigido, sus amigos y familiares. No encontraba respuesta hasta que empecé a leer Austerlitz.
Esta obra ficcional, que mezcla elementos autobiográficos del autor y fragmentos de diversos temas, y que se ocupa de narrar las vicisitudes de la vida del personaje Austerlitz, a través de casi treinta años, es todo lo contrario de aquellas “Memorias” mencionadas.
El comienzo, donde se va relatando el encuentro del autor con Austerlitz en el Salón de Pasos perdidos de la Estación Central de Amberes, en Bélgica, ya adelanta el clima de esta historia. La narración de esas construcciones de cada vez mayor dimensión y que siempre son destruidas, que Austerlitz describe como admirables, también provoca espanto, porque anuncia su destrucción final. Se hace necesaria una relectura del libro para descubrir hasta qué punto el relato de la inutilidad de esas enormes fortalezas construidas en la Historia constituye una proyección de lo que ocurre con el personaje, y el montaje de sus defensas para evitar investigar y descubrir la verdad de su existencia.
El primer encuentro es en 1967; Austerlitz tiene 33 años. Salvo el intercambio de nombres y decir que se dedicaba a la historia arquitectónica de los grandes monumentos del pasado, nada más se sabe de él. Hay encuentros posteriores espaciados, producto del azar, y nunca intercambio de direcciones ni de teléfonos.
Todo sigue así muchos años, van apareciendo distintos temas, fotos que se incluyen, muchísimos elementos que parecen no tener que ver con la historia principal.
No se ha dejado de señalar la influencia de Walter Benjamin, muy leído por Sebald, ni las de James Joyce, Thomas Bernhard y Thomas Mann, escritores preferidos del autor.
En uno de los encuentros fortuitos, en un lugar insólito, Austerlitz comienza a hablar y contar de su vida. A los cuatro años y medio, en 1939, fue llevado a Inglaterra, no sabe desde dónde, y es acogido por un predicador inglés y su mujer, en Gales. Tuvo que aprender el nuevo idioma y olvidó el suyo. Recibió educación, comida, ropa e influencia religiosa, en un medio falto de afecto y sin calefacción adecuada. En el ‘48 muere primero la mujer del presbítero, y finalmente éste debe ser internado, y también fallece. El director de la escuela, pagada por el párroco, le dice que él no se apellida Elías, sino Austerlitz, Jacques, que su padre adoptivo iba a decírselo pero la muerte lo impidió. Se ignoraba quiénes eran sus padres y de qué país originario provenían.
Austerlitz hace amistad con un profesor de Historia, que no logra averiguar nada, y un compañero menor se transforma en su mejor amigo; le presenta a sus padres, que lo invitan a visitarlo en las vacaciones. Le dan becas y puede seguir estudiando, pasando a la Universidad, donde concluye sus estudios. Allí se interrumpe la historia.
Vuelven a pasar más años. Ya saben dónde ubicarse, pero igual se mantiene la distancia. Austerlitz sufre crisis psíquicas, que reclaman su internación. Una mujer quiere ayudarlo, pero él no lo permite. Después de una de esas internaciones comienza a investigar, en 1992, a los 58 años.
Comienza por rastrear su apellido, poco común, y aparecen varios en Praga. Concurre a los lugares adecuados, a los archivos que no habían sido destruidos, y aparecen otros más. Va al primero de esos lugares y al llamar, después de un gran esfuerzo, le abre una mujer de edad avanzada que después de la sorpresa le pregunta en un grito: “¿Eres Jack?”. Era Vera, amiga de la madre que lo reconoció.
Allí empieza a saber de las vicisitudes por las que pasó Ágata Austerlitz, su madre, actriz, judía (se menciona por primera vez el origen, como si se temiera pronunciarlo). Del padre lo único conocido es que estaba en París cuando él se fue y ya no pudo volver, pero se desconoce todo sobre el mismo.
A través de Vera logra saber que en el ’42, y después de haber pasado múltiples privaciones y pérdidas de bienes por su condición de judía, es enviada a Theresienstadt (Terezin). Hasta ese momento se había negado a saber de su pasado e ignoraba todo lo que había hecho el nazismo. Su refugio eran los monumentos y el siglo XIX. A partir de saber de su madre empieza a averiguar y lee el tomo de más de 800 páginas de H. G. Adler, sobreviviente de Theresienstad, que describe detalladamente todo lo ocurrido en el lugar. Se entera de que en el ‘44 fue enviada al Este, es decir a Auschwitz. Busca una película hecha por los nazis, de dificil acceso[1], buscando un rostro de mujer que le recuerde a su madre. Vera le entrega una foto que encuentra en una novela de Balzac, el “Coronel Chabert”, donde la había dejado su madre. Es la foto de él a los cuatro años, que ilustra la tapa del libro.
Muy simbólico el lugar donde la madre deja la foto, ya que dicho Coronel fue dado por muerto en una batalla y arrojado en un pozo lleno de cadáveres, en donde despierta y de donde finalmente logra salir y recuperarse. Cuando vuelve a Francia, después de años, comprueba que ha perdido todo (mujer, bienes) y nadie lo acepta, muriendo entonces en la indigencia.
Vuelve a irse Austerlitz y no reaparece hasta el ‘96, con 62 años, donde cuenta que ha recibido la noticia del posible lugar donde enviaron al padre, el campo de concentración de Gurs, en Francia, cercano a la frontera con el pueblo vasco. Pero ya nada se va a saber sobre si encuentra su rastro. El narrador hace reflexiones melancólicas sobre la destrucción y el fin de todo, y termina así la novela.
En las diversas críticas que leí no se hace mención al nivel de angustia que trasuntan muchas páginas, en una identificación del narrador con el personaje. Ese niño expatriado, que no entiende lo que pasa, que pierde idioma, padres, religión, origen y que anda por la vida a los tumbos como muerto en vida, sosteniéndose precariamente y defendiéndose de que el pasado no irrumpa y lo anonade. Hay que descansar cada tanto de tal nivel de desasosiego, interrumpir la lectura. Esto prueba una vez más lo que decía acertadamente Freud –que tanto se equivocó en calibrar a los nazis–, que en escritores como Dostoyevski hay más perspicacia psicológica que en toda la Asociación Psicoanalítica Internacional. Sobran los ejemplos que lo certifican por parte de analistas de todos los pelajes. Cabe agregar aquí, en el mismo sentido, a muchos otros autores: Shakespeare, Sófocles, Cervantes, Joyce, Beckett y por supuesto Sebald.
Sería importante saber más sobre la vida de Sebald, pero él, que llegaba a identificarse profundamente con sus escritores preferidos y con la gente que frecuentaba, sufre el infarto después de concluir la novela.
¿Hasta qué punto fue un agravante más para su salud, tal empatía por el personaje, que seguramente tiene elementos de alguno real (con otro nombre) que conoció, ya que fueron muchos los niños judíos que fueron expatriados a Inglaterra? ¿No habrá sido también la caída de la última fortaleza, que su cuerpo provocó, desmintiendo su certeza de que sólo se escribe con la cabeza? No es casual que haya vivido fuera de Alemania tantos años, donde se quiere olvidar lo que hizo el nazismo –y él era uno de los que sí quería recordar.
Este libro debería ser de lectura obligatoria en Alemania y de lectura imprescindible para los psicoanalistas.
(1) Ya no, he visto fragmentos rescatados en Internet