De historia del movimiento psicoanalítico

La cuestión del padre y la del fundador Entre lo inconsciente y lo impensado en las instituciones Fernando M. González Introducción Como el título lo indica, en este escrito trataré de diferenciar el estatuto del padre y el del fundador, situándolos en sus respectivas lógicas. Simultáneamente, intentaré mostrar el traslape y la confusión que la…


La cuestión del padre y la del fundador

Entre lo inconsciente y lo impensado en las instituciones

Fernando M. González

Introducción

Como el título lo indica, en este escrito trataré de diferenciar el estatuto del padre y el del fundador, situándolos en sus respectivas lógicas. Simultáneamente, intentaré mostrar el traslape y la confusión que la problemática del padre tiende a ejercer sobre la del fundador.

Para reflexionar sobre estos dos temas, los aportes del creador del psicoanálisis serán de suma utilidad. Éstos se pueden agrupar en: 1) los teórico-clínicos, que hacen referencia al estatuto de la figura del padre, y 2) los estratégico-políticos, vividos por Freud como fundador de la institución analítica y como miembro del pueblo judío. Dichos elementos deben pasar por la criba de una crítica que permita extraerles algunas posibilidades, y que ayuden a entender los procesos fundacionales.

En relación a los aportes teórico-clínicos, la conceptualización freudiana acerca de la estructura edípica introduce, con la cuestión de la centralidad del padre, no sólo un obstáculo que tiende a volver impensable una parte de lo que pretende analizar, sino también algunas alternativas para desarmarlo en sus posibles efectos psíquicos. Con respecto a los planteamientos estratégico-políticos, las posiciones asumidas por Freud tienden a ser antagónicas.

Es decir, cuando el creador del psicoanálisis se decide a escribir como productor de una doctrina que anima un dispositivo metodológico-técnico y como fundador de una institución, refuerza y confunde al máximo la figura del fundador-productor con la del padre, y no admite la más leve relativización de esas posiciones. El ejemplo paradigmático de esta actitud lo encontramos en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914). En cambio, cuando emprende el análisis y la crítica sobre el fundador de la religión del pueblo judío —en el Moisés y el monoteísmo (1934-1938)—, es abiertamente iconoclasta.

La fuerza del texto de 1914 radica, en buena medida, en un productor-fundador que se cree homogéneo, y en una causa a la que hay que defender de las contaminaciones y desviaciones.

Con pertinencia, Jacques Derrida señala:

[…] desde que hay lo Uno, hay asesinato herida traumatismo. Lo Uno se guarda de lo otro […] Se protege contra lo otro, más, en el movimiento de esta celosa violencia, comporta en sí mismo, guardándola de este modo, la alteridad o la diferencia de sí [la diferencia consigo mismo] que lo hace Uno. […] Lo Uno olvida volver sobre sí mismo, guarda y borra el archivo de esa injusticia que él es. De esa violencia que hace. 1

En contraparte, en Moisés el suelo identificatorio y purificatorio se resquebraja radicalmente; también, el supuesto de una institución con un fundador homogéneo. El libro de 1938 introduce la división en el corazón mismo de la figura de Moisés y, por lo tanto, provoca, literalmente, el estallido de la identidad judía del fundador de los judíos, a quien convierte nada menos que en egipcio y, además, supone que fue asesinado por los propios judíos. Se podría decir que Freud, como judío y psicoanalista, ignora al judío fundador de la institución psicoanalítica.

En el escrito de 1914, Freud —como el creador autorizado del análisis y fundador— se sorprende de las «resistencias» de algunos de sus discípulos a enfrentar las duras verdades del análisis, porque no suponía que alguien, «habiendo comprendido el análisis hasta una cierta profundidad, renunciara a esa inteligencia, volviera a perderla». 2

Él, que se ve como alguien que ya superó el punto de no retorno y que, por consiguiente, estaría por encima de esas resistencias al análisis, se siente compelido a poner los puntos sobre las íes resistenciales de sus no pares, aunque todos se enteren de las disidencias que habitan a los que pretenden analizar las pulsiones y los destinos de éstas. Y compartiendo con los lectores una confidencia sobre el malestar de una escritura no psicoanalítica, emprendida en esas circunstancias.

No es tarea fácil ni envidiable escribir la historia de estos dos movimientos separatistas [los de Adler y Jung]; en efecto, por un lado, no me asisten fuertes motivos personales para ello [denegación mediante…] y, por otro, sé que así me expongo a las inventivas de los oponentes poco escrupulosos y ofrezco a los enemigos del análisis el espectáculo que tanto anhelaban: ver cómo los ‘psicoanalistas se despedazan entre ellos’.3

En esta «historia», Adler aparece como el reduccionista del psicoanálisis, poseído por «una desaforada manía de prioridad» 4 que no soporta la sombra de Freud; y Jung, como atrapado en su «prehistoria» teológica previa y, por lo tanto, dispuesto a todas las concesiones necesarias para edulcorar los postulados psicoanalíticos —y más que eso, tergiversarlos—, con el fin de que el gran público los acepte.

También en el texto de 1938, Freud deja entrever que la escritura no es para él una operación envidiable, aunque sea por razones, en buena medida, inversas. Esta vez decide situarse al otro lado del espejo y con la plena conciencia de quien busca aplicar una batería de conceptos psicoanalíticos a la historia de un supuesto crimen suprimido, que retorna transfigurada como leyenda. En Hamlet reaparece como espectro (Michel de Certeau).

El acto de quitarle a un pueblo el hombre al que honra como el más grande de sus hijos no se emprende gustosamente o a la ligera, menos aún si uno mismo pertenece a ese pueblo. Sin embargo, ninguna ejecutoria podrá movernos a relegar la verdad en beneficio de unos presuntos intereses nacionales, y menos cuando del esclarecimiento de un estado de cosas se espera ganancias para nuestra intelección. 5

Freud parece suponer que su análisis es pertinente, que los datos son en buena medida incontrovertibles y que, sin duda, logrará con ellos nada menos que «quitarle a un pueblo el hombre al que honra como el más grande de sus hijos». Es obvio que exagera y que magnifica su lugar de escritor implicado. Magnificación que quizás le sirve de compensación a la tarea que se ha propuesto. No obstante, más allá de lo cuestionable de los datos en los que se basa su operación histórica psicoanalítica, el modelo ofrecido en ella me parece rescatable. Primeramente, por la voluntad desacralizadora e iconoclasta que ahí practica frente al fundador, y ante la identidad judía y los intereses nacionales. 6

Parafraseando a Freud, se podría decir que hay que hablar francamente y sin remilgos no sólo del sexo y del dinero, sino también de las figuras con vocación a la reverencia y a la sacralización, y tratar de entender la mezcla de fascinación y temor que algunas de ellas producen. Sobre todo porque, más allá de la voluntad iconoclasta, esta actitud nos da pistas que ayudan a entender esos pasados que no terminan nunca de pasar y que «retornan» de diferentes maneras.

En cambio, el escrito de 1914 presenta un modelo de ajuste de cuentas con los colegas realmente criticable, además de una sociología espontánea para uso psicoanalítico que deja mucho que desear. Esto trae también como consecuencia que obvie el análisis de la representación del fundador, en su doble aspecto de creador de un paradigma y de una institución. Es decir, Freud procede a la inversa de un analista, quien trata, primero, de entender los investimentos libidinal-transferenciales y las pasiones purificadoras. Más adelante retomaré algunas de estas cuestiones.

Paso ahora a la hipótesis general que me guiará en el intento de analizar algunos aspectos de las problemáticas del padre y del fundador. Parto de algo que puede sonar muy elemental y que, sin embargo, en cuanto se despliega muestra dificultades nada despreciables. La hipótesis es la siguiente. La cuestión de la centralidad de la figura paterna en psicoanálisis es contigua a la del fundador —siempre plural—, es por ello que a veces tienden a traslaparse y a confundirse. Y si es necesario pasar por la primera para entender parte de la segunda, no hay que pensar que la representación fundacional es un puro apéndice de la figura paterna, sino que posee sus propias condiciones de producción e inteligibilidad, tanto psicoanalíticas como sociológicas.

Por otra parte, la concepción del inconsciente que el psicoanálisis descubre en el conflicto edípico no puede sin más trasladarse a la cuestión de las instituciones, ya que en ellas operan otras estrategias. Entre otras, lo impensado, la lógica de la práctica, el «poder normativo de lo fáctico», y diversos planos de lo no dicho.

Por lo tanto, pensar el inconsciente en las instituciones resulta bastante problemático. En primer lugar, porque las instituciones no tienen inconsciente, sólo los sujetos. Y estos últimos, grupalizados, apelan a una teoría de las manifestaciones del inconsciente en esas condiciones, lo que no es fácil de encarar. Y en segundo, porque no todo lo que resulta opaco debe ser atribuido al citado inconsciente. Este reflejo condicionado conceptual es difícil de erradicar del psicoanálisis, y es aplicado a los textos, las pinturas, novelas e instituciones.

 

1. La genealogía familiar (engendrar)

El acceso a la paternidad/maternidad implica —como pertinentemente lo señala Pierre Legendre— una operación de «permutación simbólica». Pero, ¿qué se entiende por ella? Por lo pronto,

[…] no se trata de una cuestión de reciprocidad entre dos personas, sino de una disimetría entre dos lugares referidos ambos a la referencia absoluta, es decir, al axioma que funda la división y por consecuencia, el orden genealógico de las clasificaciones […] la permutación simbólica nos enseña en qué consiste […] el cambio de registro de las identificaciones en el espacio subjetivo del ego. 7

El cambio de los lugares no tiene que ver con la reciprocidad contractual, porque la filiación «implica la asimetría de los lugares indemenageables, aquélla de padre y aquélla de hijo» (301). Y aunque no está exento del modelo del duelo —»quítate tu para ponerme yo»—, no es precisamente desde ahí que se «resuelve» la citada permutación simbólica.

Según el psicoanálisis, la llegada de un niño implica que, potencialmente, está llamado a jugar un papel esencial en la vida de sus padres; a colocarlos en la vía de desanudar sus identificaciones con sus propios padres, y renunciar «de una cierta manera a su condición de hijo para garantizarla a su (propio) hijo». 8

Por supuesto que no se trata de «renunciar» a ser hijo —como si esto fuera posible— o de convertirse en «medio hijo», sino de permitirse ser padres, desmarcándose de una filiación sin apertura a una tercera generación. Este ser hijo estaría relativizado por dos posibilidades: «yo puedo ser padre como mis padres y tener hijos como yo lo soy» . No se puede ocupar un lugar en la cadena genealógica sin esta transversalidad de las relaciones que la configuran como tal. 9

Resumiendo, en el orden genealógico familiar y en relación con «la referencia absoluta», el desdoblamiento de lugares y su ocupación no suprime la irreductible diferencia entre éstos. Existen temporalidades diferentes que configuran ese orden; la de la sucesión, que implica la no reversibilidad —y que no tiene por qué implicar jerarquización—, y la de la simultaneidad, por la cual se puede —en un momento dado— ser a la vez padre e hijo. Esto sin que se confunda necesariamente el hecho de ser padre con el de serlo en el lugar del propio padre. Menos cuando la «lógica magmática» del inconsciente se permite el lujo de introducir el supuesto de la reversibilidad de las posiciones, y de la confusión entre éstas. En este caso sólo habría un lugar para ser padre o hijo, dominando «a sus anchas» el modelo del duelo con su mortífero «o tú o yo», o el más «edípico» «yo en tu lugar con mi madre o con mi padre».

Por ello, la «permutación simbólica» familiar es problemática, las relaciones entre la lógica del inconsciente y la nomenclatura jurídica genealógica son ríspidas y están sujetas a toda clase de «accidentes» de travesía, que luego muestran sus amargos frutos en los consultorios y en los despachos de los notarios.

Freud piensa inicialmente este proceso de permutación en función de los efectos de la castración, distinguiendo la manera cómo los vive cada sexo.

[…] mientras que el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado o introducido por éste […] La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella; corresponde al distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración. 10

Las consecuencias de esta diferente manera de asumir la cuestión de la representación «castración» desde una teoría fálica de la sexualidad —en donde las niñas ni siquiera sufrirían la supuesta «amenaza» porque cuando se dan cuenta ya están «castradas»—, trae como resultado que —en la concepción freudiana— las niñas y las mujeres quedan colocadas en un supuesto «nivel de lo éticamente normal», diferente al de los varones, debido a que

[…] el superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos, como lo exigimos en el caso del varón. 11

Si, finalmente, nadie las amenaza con la contundencia del objeto desprendible, les sería supuestamente más complicado desinvestir a la madre y al padre como objetos incestuosos. Además de la trilogía edípica y este cuarto término —la representación de la castración—, que circula de diferente manera, Freud entrelaza la bisexualidad constitutiva en la hembra y en el varón, y se ve obligado a atenuar su tajante juicio acerca de las mujeres y la ética, y a reconocer que «la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construciones teóricas de contenido incierto».12

La cuestión del padre –simbólico, imaginario y empírico- aparece abiertamente en la amenaza de castración, como aquél que tiende a cumplir un papel de separador de la madre para ambos sexos. 13 Aunque para Freud la autoridad se comparte entre ambos progenitores, el padre sigue teniendo la primacía.

 
La autoridad del padre o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto, asegurando así al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto. 14

El punto es si la salida o sepultamiento del Edipo se paga sólo erigiendo la figura del padre castrador-separador como base del superyó. Si fuera así, el precio es demasiado alto porque implica levantar un mausoleo viviente a la figura paterna, severamente feroz y omnipotente. En este caso, los que estarían en desventaja serían los varones, pues quedarín marcados por la cicatriz de un sometimiento a cualquiera que quede investido de esta supuesta potencia prestada a la figura paterna y su cadena de clones. En cambio, las mujeres tendrían más posibilidades de no someterse a esas figuras feroces, aunque —según Freud— tratarían de obtener un equivalente simbólico de lo que supuestamente les falta en la realidad, un hijo que desearían que el padre les otorgue. ¿Se trataría de otro tipo de sometimiento a través de la seducción?. Tal pareciera que sí.

En el caso de Lacan, este supuesto —que Michel Tort llama «el fantasma originario del padre separador»— que vehicula la amenaza de castración, llega a su paroxismo.

[…] un aspecto de la fantasmagoría teórica de la teoría fálica es la atribución al padre de la castración materna, gracias a su pretendido poder separador. Decir que la atribución de la separación al padre es un fantasma originario, es decir, que es una representación transitoria y que esta separación imaginaria, fantasmatizada, no debe ser confundida con la separación efectiva de la resolución edípica, en la cual un aspecto notable consiste, al contrario, en el abandono de ese poder prestado al padre. 15

En síntesis, como certeramente lo señala Tort:

[…] la atribución fálica en general […] no puede en ningún caso ser tenida por el resorte de la resolución edípica. Al contrario, el esquema de atribución al padre de la separación con la madre, si no es el mecanismo de resolución del Edipo es, en revancha, la base de eso que yo denominaré la «solución paternal».

[…] La solución paternal representa el fantasma edípico de salud por el padre. Es una formación del inconsciente de una importancia cultural determinante, fundamentalmente en la constitución de las religiones. Cuando Freud considera la religión como la neurosis obsesiva de la humanidad, él identifica con mucha exactitud la diferencia entre la solución paternal —la salud por el padre— y la resolución del Edipo, que no tiene nada que ver con la salud. Al menos, si no se quiere convertir al psicoanálisis en la última y más sofisticada de las religiones de salud.16

Hablar del «sepultamiento» del edipo implica aceptar que parte de lo sepultado sigue vivo y activo; el «fantasma de la salud por el padre», el cual no puede ser enfrentado por el infante —por obvias razones—, sino, mucho tiempo después, sólo por aquéllos dispuestos a analizar los fundamentos en los que se sostiene, y así librarlos de la represión. Este enfrentamiento implicaría, entre otras cosas, la separación de lo incestuoso de la carga de omnipotencia y miedo, y esta separación, a su vez, ayudaría a discriminar al padre de otras figuras de autoridad.

Ahora, podemos pasar a la cuestión del fundador, que se entrelaza con la del padre, entre otras razones, por la intermediación de este fantasma edípico de la solución paternal.

 

2. La genealogía institucional (fundar)

¿Acaso en las instituciones y en los actos fundacionales de éstas rige la misma lógica que conforma a las familias? A esta pregunta no se puede responder, de manera tajante, afirmativa o negativamente. Sin embargo, es posible adelantar que entre uno y otro caso se dan diferencias sustanciales, y también ciertas analogías. Gracias a esta última posibilidad, las imbricaciones o traslapes entre una dramática familiar y la institucional están siempre a la orden del día, en la medida en que dichas analogías tienden a tornarse en identidades para los actores institucionales. Con lo cual se convierte a las instituciones en una simple extensión del universo familiar.

En este sentido, el modelo propuesto por Freud en Totem y tabú al mismo tiempo que ayuda a pensar la dramática familiar que se hace presente en las instituciones, termina por constituirse en un obstáculo a la «permutación simbólica institucional», si no se lo contrasta con la operación iconoclasta a la que apunta el creador del psicoanálisis en el Moisés y el monoteísmo. Esto lo veremos más adelante.

2.1 La totemización de la institución o la figura compuesta del padre-fundador

El dominio del modelo totémico para pensar el acto fundacional y las relaciones institucionales parece habitar acríticamente a los actores inmersos en estas formas sociales. Es notable la claridad con la que se muestra, en la primera generación de psicoanalistas. Veamos algunos ejemplos.

Si se puede decir que de alguien ayudó a solidificar el modelo edípico familiar para pensar las instituciones, éste fue sin duda Sandor Ferenczi, en 1910. Voy a citarlo in extenso porque me parece un caso paradigmático.

Las asociaciones, tanto en su principio como en su estructura, conservan ciertas características de la familia. Existe el presidente, el padre, cuyas declaraciones son indiscutibles y cuya autonomía es intangible. Los restantes responsables: los hermanos mayores, tratan a los pequeños con altivez y severidad, rodeando al padre de lisonjas, pero dispuestos a derrocarlo para ocupar su lugar […] La vida del grupo proporciona el terreno donde se descarga la homosexualidad sublimada en forma de odio y adulación: Parece que el hombre apenas puede escapar a su características familiares. […] Por mucho que se aparte con el tiempo de sus costumbres y de la familia de la que ha recibido la vida y su educación, acaba siempre por restablecer la situación antigua: halla un nuevo poder en cualquier superior, héroe o jefe de partido respetado: encuentra a su hermano en sus compañeros de trabajo. […] No se trata de una analogía forzada, sino que es la estricta verdad. […] Nos proporciona una prueba de ello la regularidad con que cualquiera, incluso nosotros, los analistas indisciplinados y desorganizados, unimos en nuestros sueño la figura paterna con la de nuestro jefe espiritual. Yo mismo durante el sueño, he aniquilado y enterrado a mi padre espiritual, de forma más o menos disimulada, al que respetaba en gran manera, pero que en el fondo me cerraba el paso debido a su propia superioridad espiritual, y que además presentaba siempre algunas características de mi propio padre. Numerosos colegas me han referido sueños semejantes. Parecería que violentáramos la naturaleza humana si, en nombre de la libertad, quisiéramos a cualquier precio evitar la organización familiar, pues, aunque estemos desorganizados en cuanto a la forma, no dejamos de construir por ello una comunidad familiar con todas sus pasiones: amor y odio hacia el padre, inclinación y envidia entre los hermanos [etcétera]. 17

De la objetivación de esta fantasmática, que constituye uno de los hallazgos analíticos del psicoanálisis, 18 muy rápido se pasaría a la imposibilidad de violentar esto que parece estar inscrito —como afirma Ferenczi— en la «naturaleza humana». La representación padre convierte al fundador y al líder político, etcétera, en simples subrogados, hecho que apenas disimulan y vehiculan con otra piel. Y ni los analistas —no sólo en sueños—, a pesar de sus herramientas de dilucidación, pueden aparentemente escapar de esta representación relacional que se generó en las experiencias familiares. De esta manera, la teorización acerca de los subrogados del padre instaura un punto ciego e imposible de analizar.

Ciertamente, escribir acerca de estos temas movilizó a Freud suficientemente 19 como para que el propio Ferenczi interpretara que los titubeos que aquél tuvo para publicar el texto de Tótem y tabú se debían a

[…] un desplazamiento de la sumisión a posteriori a los padres (y a su propio padre), a quienes hace Ud. perder en este trabajo los últimos restos de poder sobre el alma humana. Es que su obra es también un banquete totémico: usted es el sacerdote de Mithra que mata al padre con sus propias manos —sus alumno son los testigos del acto sagrado—. 20

Supuestamente, Freud destruyó los últimos restos del poder del padre, pero para su discípulo-testigo quedaba convertido en otro más poderoso que el padre: en el supremo sacerdote. Como quien dice: «ya sé que no hay más poder del padre, pero aun así, felizmente, fue sustituido por el magno poder de su asesino». Y al alumno sólo le quedaba contemplar embelesado, o aterrado, la obra del sumo sacerdote, padre, fundador y maestro. Éste podría ser un caso típico de cómo el develamiento de una creencia termina por reforzarla.

Reforzamiento al que la teorización misma de Freud contribuye, ya que si los «hijos se han coligado para el parricidio, animado cada uno de ellos por el deseo de devenir el igual del padre», 21 van a terminar —vía la culpa— asumiendo la ley de este padre muerto, pero intocable, y habitando de manera irreductible a cada individuo. Ley curiosamente trastocada y transformada, ya que si para este supuesto padre original no había ley que lo limitara —»padre es el que posee sexualmente a la madre y a los hijos, como propiedad» 22—, reaparecería como padre simbólico, sosteniendo una ley que limita y funda la cultura: la ética.

Finalmente, para esta posición teórica el asesinato no elimina los «últimos restos» de este poder paternal ni al padre, sólo lo vuelve más insidioso e invisible. Seguir hablando de padre muerto o «simbólico» es mantener a ultranza la necesidad de personalizar en una figura masculina esta curiosa ley, que transformó en su contrario la impunidad de ese «padre original». Podemos decir, entonces, que el asesinado siempre retorna, pero ya no sólo como espectro o leyenda, sino como ley transfigurada que atenaza desde la culpa y la deuda.

Otro ejemplo prístino de edipización de las relaciones institucionales se da en una carta de Jung, que dispara su ruptura con Freud. Éste le había interpretado a aquél, en una carta previa, un lapsus: «incluso los compinches de Adler no quieren contarme como uno de los suyos», cuando era precisamente de éstos de quienes se trataba de desligar Jung.

¿Me permite decirle unas palabras en serio? Reconozco mi inseguridad frente a usted, pero tengo la tendencia de considerar la situación de un modo honrado y absolutamente decente […]

Pero querría llamarle a usted la atención acerca de que su técnica de tratar a sus alumnos como a sus pacientes, constituye una equivocación. Con ello crea usted hijos esclavizados o descarados granujas (Adler-Stekel y toda la desvergonzada banda que se extiende por Viena). Soy lo suficientemente objetivo como para advertir su truco. Hace usted constar en torno suyo todos los actos sintomáticos y así rebaja usted a cuantos le rodean al nivel del hijo y de la hija, que admiten ruborizados la existencia de tendencias erróneas. Mientras tanto, permanece usted siempre allí en lo alto, como padre. Debido a pura subordinación nadie alcanza a tirar al profeta de las barbas e informarse a cerca de qué es lo que le dice a usted a un paciente que tiene la tendencia a analizar al analista en lugar de a sí mismo. […]

Mire usted, mi querido señor profesor, mientras actúe usted de este modo me importan un bledo mis actos sintomáticos, pues no suponen nada junto a la considerable viga que tiene mi hermano Freud en el ojo. No soy en absoluto neurótico, gracias a Dios. Me he hecho analizar […]

Ya sabe usted hasta qué punto puede llegar un paciente con autoanálisis, es decir: no sale de su neurosis como usted. Cuando usted mismo se haya liberado completamente de complejos y no juegue ya a hacer de padre con sus hijos, a cuyos puntos flacos apunta usted constantemente, y se preste usted alguna vez atención a si mismo, entonces aceptaré extirpar mi pecaminosa falta de unidad conmigo mismo frente a usted y de una vez para siempre. 23

Esto que, a primera vista, resulta tan contundente, no deja de te ner sus pliegues y bemoles. Escribirle de esa manera a su «querido señor profesor», desde el lugar del supuesto no «neurótico en absoluto» y perfecto analizado, introduce una aparente lucidez y superioridad que lo exoneraría de lo que está criticando. Y lo situaría en un lugar más allá de las relaciones institucionales, concebidas desde lo edípico-totémico. Sin embargo, si la crítica toca en puntos neurálgicos muy atendibles, por ejemplo, el no tratar a los alumnos como a los analizantes y los límites del autoanálisis —del fundador y productor de la teoría y el dispositivo analíticos—, queda presa de lo que busca desligarse. Veamos. ¿Por qué tratar a los alumnos como a los analizantes convertiría a aquellos automáticamente en «hijos esclavizados o descarados granujas»?, ¿por qué el hecho de usar la interpretación desde un lugar de poder ante los discípulos los «rebajan al nivel del hijo o de la hija…»? ¡Vaya! ¿Por qué volver a introducir lo que se pretende eliminar y, además, de manera devaluada o «rebajada»?

Los usos específicos de la herramienta interpretativa analítica, utilizados fuera del ámbito en el cual pueden ser pertinentes para otros fines, no tienen por qué decodificarse edípicamente ni reducir a quienes los sufren a «hijos», y menos hacer la equivalencia de hijos con devaluación. Habrá que verlos como lo que son; en este caso, ejercicios violentos para mantener subordinados a los que son alumnos o discípulos «cautivos» en una institución conformada desde un tipo de endogamia singular, en la que los ámbitos para ser analista, fundador, productor de teoría, analizante, discípulo y alumno se traslapan indebidamente. No se trata, pues, de una familia, con el riesgo de desingularizar a la institución a la que se pretende describir.

Por otra parte, mostrar que en el origen de esa institución hay un punto que hasta ese momento no ha sido tocado, el del autoanálisis del fundador, incide en algo que, desgraciadamente, Jung no explora a fondo. Es decir, que la herramienta inventada por el fundador-productor de teoría, denominado Freud, no compromete a éste de manera radical. Esto debido a que parece existir un presupuesto silenciado: el que construye el dispositivo debe quedar sólo parcialmente sometido a sus normas. O si se quiere, como es tan sobre dotado, no le es necesario, ya que se puede autoanalizar, a diferencia de todos los demás. Ahí se instaura un pacto institucional no necesariamente explícito, 24 cuando se le otorga, en ese aspecto, una superioridad que se suma a las ya acumuladas por el fundador-productor Sigmund Freud.

Jung, en cambio, enfatiza en la competencia en la que se declara ganador, ya que se siente «liberado completamente de complejos» por haberse hecho analizar. Crítica interruptus que apunta hacia un lugar de conformación institucional que obviamente no se resuelve sólo en el diván de cada uno. Nuevamente, la dimensión institucional parece quedar reducida a la historia edípica diseminada en la relación de cada cual con su analista.

Bastan estos ejemplos para mostrar abiertamente un obstáculo epistemológico que ha acompañado hasta nuestros días la mirada institucional de la mayoría de los analistas.

2.2 La construcción del fantasma del fundador

Como todo iconoclasta he destruido a mis ídolos para consagrarme a analizar sus restos.

E. M. Ciorán

Partamos de una constatación: fundar no es lo mismo que engendrar. Fundar implica, en un buen número de casos, que dos generaciones coincidan en el acto instituyente —no siempre es así—, 25 el cual, por esa razón, se convierte en una cofundación. Ambas partes serían, entonces, fundadoras de pleno derecho. Lo que me parece más interesante es el poder objetivar el proceso por el cual, en general, una de ellas —la más joven— tiende a delega3r el acto fundacional en la otra, otorgándole todo el peso de una precedencia que de facto no existió en el «punto cero» 26 —momento en el que la institución se fundó—.

En ese caso, el hecho que una de las partes tenga mayor edad no es importante porque la precedencia no es pertinente, a diferencia del caso de la paternidad. Un prospecto de padre tiene que haber existido mucho tiempo antes que su futuro hijo, quien lo hará efectivamente padre con su nacimiento. Sin embargo, ciertamente, se le engendra sin su consentimiento. Y más aun, antes de que haya nacido su vástago los padres ya piensan en él. En cambio, en la fundación institucional la generación más joven no queda ajena del acto fundacional, y se supone que se adhiere, en un acto consciente y voluntario, a ella. Por ello mencionaré una serie de precisiones a lo que acabo de señalar.

Afirmé que en muchas instituciones la generación más joven delega en la otra el peso moral y performativo de la fundación. Esto no es tan misterioso porque, entre otras razones, la precedencia de los más viejos, si bien no se da estrictamente en el momento de fundar, «reaparece» objetivada como disimetría en diferentes tipos de capitales. Capitales que tienen que ver con saberes, recursos económicos, relaciones, o con quienes tuvieron primeramente la idea de fundar o se mostraron más activos en el proceso fundacional.

Esta asimetría tiende a desplazarse subrepticiamente hacia el acto fundacional, cargando a los que se elige como los fundadores de un prestigio, de un poder y de una precedencia que no les corresponden, con lo cual se termina por convertir una relación que es propiamente igualitaria —la de fundar— en jerárquica y subordinada. Relación a la que se le añade un segundo desplazamiento; volver a los fundadores más viejos en propietarios de la institución.

De ahí en adelante tiende a instaurarse un sacro temor a no tocar lo que se considera la esencia institucional —que se tiende a confundir con el cuerpo simbólico y material de los fundadores—, para que éstos la administren y protejan de los «asaltos» de los que llegan después. Efecto de intocabilidad que va más allá de la simple propiedad, y que se añade al de precedencia y propiedad. Esta intocabilidad es muy difícil de dilucidar, ya que la representación fundador, al encarnarse en la institución de una manera sacralizada, convoca simultáneamente a todos los fantasmas de transgresión y, consecuentemente, a los temores —y, a veces, terrores— que suscitan.

Cuando al fundador se le otorga todo el prestigio del acto fundacional, es como si se pretendiera que nada previo ni simultáneo a su acto lo relativiza. Con ello se le sitúa como el productor de un acto ex nihilo, y se termina por equiparlo con el padre totémico omnipotente, quien posee la capacidad de autoengendrarse —como la mercancía que analiza Marx— y de tornarse, en alguna medida, atemporal. O más precisamente, sujeto a una temporalidad diferente a la común y corriente.

Esta especie de atemporalidad —marcada por un olvido activo o una puesta entre paréntesis de la operación impensada de la constitución de la figura del fundador— tiende a manifestarse en la sobrestimación del mensaje del fundador, al cual se considera capaz de trascender cualquier época y circunstancia, como si éste pudiera prever teleológicamente lo que iba a pasar después. Mensaje que se actualiza sin tocar su supuesta esencia. De ahí los famosos retornos al origen que presuponen que algo se conserva impoluto y que, por lo tanto, se puede volver a exhumar sin grandes costos, una vez recuperadas las desviaciones y tergiversaciones. A este respecto, Michel de Certeau dice:

La verdad del comienzo no se devela sino a partir del espacio de posibilidades que ella abre. Ella es a la vez eso que muestran las diferencias en relación al acontecimiento inicial y eso que ellas ocultan por nuevas elaboraciones […] en ese sentido ella no aparece sino alienada en eso que permite […] El acontecimiento no está dicho o dado en alguna parte en particular, sino bajo la forma de esas interrelaciones constituidas por la red abierta de expresiones que no podrían ser sin él. 27

Se trata más bien de una referencia al comienzo fundante-fundador, pero con la conciencia de que no todo estaría contenido en aquél ni en éste, sino en las posibilidades que, al mismo tiempo, abren y cierran alternativas.

En resumen: 1) antecedencia; 2) propiedad; 3) intocabilidad, y 4) atemporalidad conforman el cuarteto en el cual se instituye la representación jerarquizadora y subordinante del fundador. Representación que tiende a cerrarle el camino a las permutaciones de lugares y a los cambios de vías que se generan en la historia de las instituciones.

3. Los fundadores y la «sombra de Drácula»

Es una impresión extraña eso de mirarme y no verme en el espejo. No se ve. No, no me veo, sé que estoy mirándome, pero no me veo […] No obstante, tiene sombra. Es lo único que tengo.

Quien nos mire, a quien ve, a usted o a mí. Lo ve a usted, o mejor, ve una silueta que no es ni usted ni yo. Una sombra dividida por los dos, No, más bien diría que el producto de la multiplicación del uno por el otro.

José Saramago,
El año de la muerte de Ricardo Reis
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Editorial Seix Barral, España, 1994, págs. 69 y 78.

La enorme dificultad existente para acotar y discriminar la posición del fundador del lugar sin límites en el que tiende a quedar colocado es una cuestión esencial para la reflexión. Esta ilimitación prospera debido a un pacto establecido entre las partes, y gracias al cuarteto arriba mencionado. Dicha representación se fija a la piel de los fundadores a la manera de la sombra del Drácula de Coppola, en el sentido que de pronto parece tener vida propia, aunque sin abandonar totalmente su liga discordante al cuerpo que refleja.

Precisamente, la cita de Saramago permite vislumbrar el drama de todo fundador, emitir una sombra de la que, en buena medida, se encuentra desposeído; una sombra «dividida» y compartida por él y los otros. Sombra que, sin embargo, los confunde porque se sostiene en un escotoma que no deja ver a uno ni a otro. Sólo desmontándola en común se puede hacer luz en esa especie de agujero negro, en el que se coloca en una de las partes lo que es en realidad de dos o… tres. Sólo otro tipo de pacto que implique la constitución de lo que podríamos denominar la «zona de lo impersonal institucional» puede lograr desprenderla como elemento indiscriminado y deux ex machina, y neutralizar sus efectos territoriales e imaginarios siempre expansivos.

Esta zona puede ser habitada por todos los miembros de la institución, sin que ello implique el enfrentamiento mortífero —efectivo o imaginario— con el «cuerpo expandido» de los fundadores. Dicha zona contendría, entre otros elementos: 1) las reglas y normas que, como tercera instancia, estarían por encima de todos, debido a que no son propiedad de nadie. Reglas que no otorgarían privilegio a la precedencia, a la edad, o a los diferentes tipos de capital que circulan en el ámbito institucional. Lo cual no quiere decir que el ideal sea simple y llanamente suprimir el aspecto personal en las instituciones, y 2) una parte en donde se daría la constitución de otras posiciones, como las de director o coordinador, sujetas a una temporalidad acotada y no «para siempre y desde el principio», como la del fundador. «Lugar vacío» (Claude Lefort) en el que el poder que ahí se ejerce no sería propiedad de nadie, y los que lo habitan temporalmente no se confundirían en él. A diferencia del fundador «totémico» que se identifica con el lugar.

Todos los fantasmas mortíferos y de desplazamiento violento tienden a concentrarse en ese punto, en donde se lucha por la limitación y acotamiento de la posición de los fundadores. Lucha que no necesariamente se da a partir de la construcción de esta zona de lo impersonal, de ahí los desenlaces violentos y repetitivos que sólo buscan sustituir —no acotar— al fundador —y el acto fundacional— por alguien que cumpla las mismas funciones. El escenario «familiar totémico» sirve, pues, como modelo-obstáculo 28 en el que las partes tienden a vivir la permutación simbólica institucional desde la violencia del homicidio imaginario o la usurpación.

No obstante, el acotamiento y el desplazamiento del fundador y del acto fundacional resultan más angustiantes en la medida que tocan el fantasma de autoengendramiento, del que participan fundadores, cofundadores y fundados. Fantasma que, además, sintetiza el cuarteto ya mencionado de la antecedencia, propiedad, intocabilidad y atemporalidad. La disposición a enfrentar la transferencia institucional con el fundador implica, pues, superar el sentimiento de usurpación y homicidio que el autoengendramiento secreta en su defensa.

No hay institución que persista sin pagar su deuda con esta necesaria permutación, en donde el para siempre del fundador se historiza y temporaliza cuando se intenta desprenderlo del cuerpo simbólico y material de la institución para constituir esa tierra de nadie y de todos, independientemente del momento en que se insertaron en la institución.

¿Qué significaría acotar sin el intento de eliminar el lugar de los fundadores? Por lo pronto, cuestionar la aparente homogeneidad del lugar cuando ya he señalado que es bifásico, dado que lo que es aparentemente uno —el fundador y el proceso fundacional— es (son) en realidad dos —cofundación y, potencialmente, apertura a una tercera referencia: la institución, como elemento que desborda el acto fundacional y al fundador. Si ésta persiste como institución es porque está prometida también a los que no llegaron primero ni inmediatamente después, para los que no asistieron a su nacimiento ni a su bautismo. Pero, sobre todo, acotar y limitar el lugar del fundador implica desligar su representación condensada de esa otra con la que se entrelaza y tiende a confundirse: la del padre y sus supuestos subrogados.

Aquí es donde la reflexión freudiana acerca de Moisés puede ser de gran utilidad, dado que Freud, en su «escritura histórica» paradójica, inserta en el núcleo duro de la posición de Moisés la identidad egipcia, en la aparentemente homogénea judeidad del fundador de su pueblo. Resulta que lo que aparecía como consistente y unívoco se vuelve equívoco,

[…] la identidad no es uno sino dos […] en el principio está lo plural. 29

Freud traslada al interior de la identidad de los judíos lo que ellos consideraban como una parte fundamental de su distinción y diferenciación del egipcio. Independientemente de su valor histórico, en esta obra —como ya señalé— se da un ajuste de cuentas con el fundador, de una manera tal que abre la vía al desplazamiento-acotamiento de la figura fundante sin renegar de ella. Para lograr esto, la escritura freudiana —como pertinentemente afirma De Certeau— se coloca en un «entre dos»,

Nace de una relación entre una partida y una deuda [..] no es ni adhesión a una alianza instituida ni la pretensión de estar desligado […] es un exilio que no se sustrae al malestar genealógico […] La pertenencia no se dice sino desde la distancia, alejándose de un suelo identificatorio […] la escritura comienza con un éxodo […] ella no tiene otro recurso que la elucidación. 30

La tensión que crea esta escritura en el lugar del «entre dos» nos habla de que el sujeto no está autorizado por una «substancia genealógica y territorial». 31

Sintetizando, 1) si fundar no es engendrar; 2) si, a su vez, en las instituciones no existe el incesto, por lo tanto, 3) tampoco la figura del fundador separador, ya que —como he señalado— la operación de elucidación y limitación del lugar fundacional no puede analizarse sino colectivamente. En este caso, a diferencia de la fantasmagoría edípica, no existe una supuesta «madre» que tiende a «restituir» su producto, 32 sino se presenta el «padre simbólico», disfrazado de separador y aplicador de una supuesta ley. Más aún, si alguien intenta retener «su producto»y totalizar a la institución, es el fundador empírico. O se busca que lo haga investido imaginariamente por los que se han desposeído de su parte en el acto fundacional. Es por esta razón que no existe, a priori, una posición intra institucional privilegiada.

Este pasaje doloroso que implica el acotamiento y privación del lugar de omnipotencia del fundador, sólo se puede dar si se discriminan las representaciones «fálicas» 33 y los traslapes edípicos en la dramática institucional. En resumen, se trata de la desedipización y destotemización de la representación del fundador(a), lo que implica desarticular la figura compuesta del padre-fundador, tan cara a los que se atrevieron a tocar el fantasma de la muerte del padre, pero que la restituyeron en lo «simbólico».

No está por demás señalar que las afirmaciones sobre el tipo de fantasías afectivizadas que se juegan en la representación del fundador sólo aspiran a un cierto grado de generalidad. En la medida en que la sociología y el psicoanálisis son disciplinas contextuales, nada es válido sin hacer referencia a una empiria que limita cualquier afirmación. Es por eso que el siguiente elemento que deberá ser considerado en la continuación de este ensayo será el que describa diferentes tipos de fundadores y fundaciones, lo cual abrirá una amplia gama de matices y redimensionará lo hasta aquí escrito.

México DF, agosto de 2001

Notas

1 Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Editorial Trotta, Madrid, 1997, pág. 86.

2 Sigmund Freud, Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914), Obras Completas, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1979, pág. 47.

3 Ibid.

4 Op. cit., pág. 49.

5 S. Freud, Moisés y la religión monoteísta (19341938), Obras Completas, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1980, pág. 7.

6 Gesto que quizás contenía un guiño en dirección a los nazis —como algunos han sugerido— para que éstos no tomaron tan en serio la identidad judía. El caso era que los nazis estaban comprometidos con la pureza de la supuesta raza aria y buscaban defenderla de la contaminación de la sangre judía u otras mezclas «indeseables», y que, por lo tanto, el supuesto mensaje del creador del psicoanálisis no podía llegar. En cuanto a que sólo lo haría por las «ganancias en la intelección» que la operación aporta, puede uno dudar o no que ésta sea la razón fundamental. Sin embargo, esto no importa tanto porque sí ofrece luces a la cuestión del fundador.

7 Pierre Legendre, L’ínestimable objet de la transmittion, Edition Fayard, 1985, pág. 303. «El ego es la instancia en donde se articula para un sujeto el pasaje de la posición hijo a la posición padre, hijo de su padre y padre de su hijo […] se trata de fabricar la separación genealógica […] Es el espacio subjetivo mismo». Op. cit., pág. 301.

8 Op. cit., pág. 304.

9 Gracias a que no todo está asegurado teleológicamente, los «trabajadores de la salud» tienen trabajo.

10 S. Freud, Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos (1925), Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1979, tomo XIX, pág. 275.

11 Op. cit., pág. 276.

12 Ibid.

13 Con los atenuantes del caso para la niña, vistos desde la castración «efectiva».

14 S. Freud, El sepultamiento del complejo de Edipo (1924), Obras Completas, tomo XIX, pág. 184.

15 Michel Tort, «La solución paternelle», en Óu en est la Psychanalyse? Psychanalyse et figures de la modernité, Sous la direction de Claude Boukobza, Editions Érés, Ramonville Sain Ange, 2000, pág. 93.

16 M. Tort, Ibid.

17 Sándor Ferenczi, «Sobre la historia del movimiento psicoanalítico» (1910), en Obras Completas, tomo I: 1908-1912, Espasa Calpe, Madris, 1981, págs. 181-182.

18 Retomada por Freud, poco tiempo después, en Totem y tabú, y transformada en mito. En el mito de los orígenes de Hesíodo aparece de una manera bastante compleja la cuestión del origen del universo entremezclada en el código familiar.

19 Al grado que cuando le responde a Jones, quien al parecer estaba sorprendido por las dudas que tenía Freud respecto a la publicación, le dice que si bien en el texto de los sueños había descrito «el deseo de matar al propio padre […] ahora he estado describiendo el asesinato mismo: después de todo hay un paso bien grande entre un deseo y un hecho». Citado por Ernest Jones, en Vida y obra de Sigmund Freud, tomo2, Hormé-Paidós, Buenos Aires, tercera edición, 1993, pág. 373. Sin comentarios.

20 S. Ferenczi, op. cit. , pág. 524.

21 S. Freud, Totem y tabú (1912), Obras completas, Amorrortu editores, tomo 13, Buenos Aires, 1979, pág. 150.

22 Sigmund Freud-Carl G. Jung, Correspondencia, Taurus, Madrid, 1978, pág. 573 .

23 Op. cit., págs. 606-607.

24 Y, muy probablemente, impensado.

25 Porque se puede dar el caso de fundaciones entre puros pares.

26 En realidad, no se trata exactamente de un punto cero, sino de un proceso sujeto a una serie de umbrales de pasaje.

27 Michel de Certeau, La faiblesse de croire, Coll Esprit/Seuil, París, 1987, págs. 212213.

28 El mismo Freud tiene este obstáculo, ya que nunca termina de desligar plenamente al fundador del padre y lo considera, en última instancia, como un subrogado de este último. Por ejemplo, en su estudio sobre Dostoievski, señala que el escritor nunca se liberó «de la hipoteca que el propósito del parricidio hizo contraer a su conciencia moral. [Y] determinó también su conducta hacia los otros dos campos en que es decisiva la relación con el padre: hacia la autoridad política y hacia la fe en dios». S. Freud, Dostoievski y el parricidio (19271928), Obras Completas, tomo XXI, 1979, pág. 184.

29 M. de Certeau, L’escriture de l ’histoire, Editions Gallimard, París, 1975, pág. 319.

30 Op. cit., págs. 325 y 327.

31 Op. cit., pág. 328.

32 En el modelo edípico dominante, lo máximo que se le concede a la madre es que permita que se instaure la ley del «padre simbólico», en general vehiculizada por el padre empírico. Sin embargo, de entrada se supone que lo que desea espontáneamente es quedarse simbiotizada con su producto, cerrándole la vía a una tercera instancia. Una manera de reproducir el machismo, esta vez en la teoría.

33 Que cruzan a los fundadores, sin importar el género.