Rodrigo López Flores
Resumen
Hablar del nombre propio en la teoría psicoanalítica resulta de gran importancia, en tanto que en éste reside un factor fundamental con respecto a la constitución de la subjetividad. Empero, ese nombre se torna como algo problemático, dado que no es el sujeto que lo (so)porta quien lo ha elegido.
La elección del nombre proviene siempre de Otro, mientras que el sujeto nombrado habrá de recibir los imperativos y ser alienado al deseo del primero, por lo cual, se puede anticipar que el nombre no es propio, sino que es nombre-del-Otro.
Es por ello que consideramos pertinente realizar un recorrido sobre la manera en la que el nombre funge como un constituyente de la subjetividad, así como de la forma en la que el sujeto asimila su nombre para, posteriormente, aproximarnos a la manera en que el sujeto puede pasar del nombre del Otro a un nombre propio.
Palabras clave: Nombre; Otro; subjetividad; identificación; alienación.
From the Other’s name to the proper name
Abstract:
Talking about the proper name in the psychoanalytic theory is highly important, as it comprises a fundamental factor regarding the constitution of subjectivity. However, that name becomes problematic because it is not the Subject that owns it who has chosen it.
The choice of name always comes from the Other, while the named Subject will receive the imperatives and alienate himself to the desire of the first. Hence, it can be anticipated that the name does not belong to the self but to the Other.
Given that, we consider pertinent making a review about how the name serves as a constituent of subjectivity, as well as the way in which the Subject assimilates his own name. Subsequently, this text will look into the way in which the Subject could pass from the Other’s name to a proper name.
Keywords: Name; Other; subjectivity; identification; alienation.
El nombre y el Otro
Ya lo señala García (2016) al decir que “… lo que origina el nombre, aunque existiera ya como palabra que podría significar cualquier cosa, es el deseo de quien nombra. El nombre responde en última instancia al deseo del Otro” (p. 30).
Ese Otro (im)pone sobre el sujeto la carga de encarnar ciertos ideales, referidos al nombre que éste (so)porta. Hay Otro que habla al sujeto, que le dice algo por medio de ese nombre y lo mandata. Define su deseo y lo hace encaminarse hacia cierta dirección.
El hecho de que el nombre se encuentre atravesado por el deseo del Otro, lo (su)pone ya como algo problemático. Esto nos vendría a indicar que el mandato del Otro esté presente en todo momento, en tanto que el nombre se (so)porta durante toda la vida.
Así pues, será de gran trascendencia para la teoría psicoanalítica analizar la forma en que el Otro se encuentra implicado en el nombre, y de ésta manera, hablar de la relevancia que tendrá en el espacio analítico, que el sujeto haga pasar por la palabra el nombre que se le ha a-signado.
El nombre propio en la constitución de la subjetividad
Para llegar a dimensionar la importancia que tiene para el sujeto el nombre que se le a-signa, y cómo es que éste influye en la subjetividad, nos es imprescindible iniciar por hablar de la manera en que ésta se constituye.
Para Lacan (1963), el sujeto es “… definido como el sujeto que habla, que se funda y determina en un efecto del significante” (p. 69). Así que, siguiendo por esa línea, nos encontramos con que “… todo verdadero significante es, en tanto tal, un significante que no significa nada” (1955-1956, p. 264). Y ya que no significa nada, “… es capaz de dar en cualquier momento significaciones diversas” (ibídem).
Por otra parte, hemos de señalar que el sujeto no existe a partir de que nace en el plano físico. Es decir, su existencia no queda definida por el hecho de que haya o no un cuerpo orgánico que lo permita habitar el mundo, sino que su existencia se funda a partir del momento en que es traído a presencia por medio del lenguaje. Sobre esto, Lacan (1964) apunta:
Para nosotros lo importante es que en esto vemos el nivel donde – antes de toda formación del sujeto, de un sujeto que piensa, que se sitúa en él –algo cuenta, es contado, y en ese contado ya está el contador. Sólo después el sujeto ha de reconocerse en él, y ha de reconocerse como contador (p. 28).
Es decir, tal como lo señala Lacan en la cita anterior, podemos hablar de que un sujeto es fundado en el mundo significante, en el momento en el que la madre lo ha contado, aun cuando dicho sujeto no pueda contarse a sí mismo en ese contador.
De esta manera, vamos a recordar algo fundamental que plantea Lacan en su seminario Las formaciones del inconsciente: “… no hay sujeto si no hay significante que lo funda”. Así que la condición para que haya sujeto, es que haya alguien que lo inserte en el campo del lenguaje: el Otro con mayúscula.
Por su parte, el nombre puede concebirse como un significante que forma parte de esa cadena de significantes. Es entonces un significante que por sí solo no significa nada, lo cual implica que puede tener diversas significaciones.
Ahora bien, en un primer momento, este sujeto se ha de encontrar inserto en el S1, que se refiere al deseo materno. En un principio, la relación del niño se encuentra estrechamente vinculada con el deseo de la madre, en una primera alienación. Es esa primera simbolización en la que el deseo del niño se afirma, ya que tal como lo señala Lacan “… su deseo es deseo del deseo de la madre” (Ibídem).
Pero el deseo de la madre no es precisamente ese hijo; lo que la madre desea es que ese hijo se convierta en el falo que le dé “completud”. En el mismo seminario, Lacan comenta que el padre es quien priva a la madre de su objeto de deseo, que es el falo. La función que cumple el padre en el complejo de Edipo, es la de ser un significante que sustituye a otro significante. Ese significante primordial, que es el S1, para que aparezca el S2.
Ahora bien, en esa cadena, los significantes primordiales se pueden encontrar como una ley. En primer lugar, es el deseo de la madre el que que viene a imponer al sujeto la ley de ser el objeto que ella desea, y el propio sujeto ha de colocarse a merced de tal deseo, inaugurándose así una primera alienación. Será hasta el momento en el que se introduce el Nombre-del-Padre, cuando esa ley ha de dejar de ser la del deseo veleidoso de la madre, para convertirse en la ley impuesta por el padre. Pero tal como lo señala Lacan (1963):
Es claro que Freud encuentra en su mito un singular equilibrio de la Ley y el deseo, una especie de co-conformidad entre ellos […] debido a que ambos, unidos y con necesidad uno del otro en la ley del incesto, nacen juntos (p. 88).
Entonces, el deseo es ley, y la ley es deseo. De la misma manera en el nombre propio – en tanto que significante y deseo que proviene de los padres como Otro con mayúscula, que nombra, que a-signa un nombre, que (im)pone ese nombre – llega a convertirse en el imperativo por parte del Otro de aquello que se debe llegar a encarnar, y a su vez, tal imperativo ha de convertirse en el deseo propio.
Es por ello que hablamos del nombre no como nombre propio, sino como nombre del otro. Y más aún, como nombre del Otro con mayúscula, en tanto que es éste quien (im)pone sobre el sujeto la carga de encarnar eso que dicho nombre señala.
Pero ¿de qué Otro es el nombre? Hablaremos del nombre como impuesto por esos primeros objetos de amor: la madre y el padre. Entonces, podríamos llegar a pensar que no sólo existe un Nombre-del-Padre; pensemos en que también hay un Padre-del-Nombre. Con este reacomodo de las palabras, entenderemos que hay un Padre simbólico, como ese que impone la ley en el complejo de Edipo, que impone la ley al momento de (im)poner un nombre.
Lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario del nombre propio
Según Braunstein, podemos encontrar una relación entre el nombre propio y los tres registros: real, simbólico e imaginario. El autor señala que:
El nombre, los varios nombres de cada uno, pertenecen, en tanto que significantes, al registro de lo simbólico. Pero es claro que no se trata de significantes como los demás. Son significantes por medio de los cuales el sujeto podrá aspirar a ser reconocido y habrá de serlo, el cuerpo será el referente real y también el referente imaginario de este significante del nombre (p. 71).
Lacan (1974-1975) comenta que justamente dar-nombre forma parte de lo simbólico. Es por ello que Braunstein apunta (1997) que “… con el nombre propio el sujeto recibe un lugar en un espacio simbólico que es el de la cultura” (p. 71). El nombre propio, como ya hemos mencionado, le da al sujeto existencia. Es por medio de éste, que existe para los otros.
… el nombre es la condición preliminar de la existencia. Inserta al individuo en el árbol genealógico y se convierte así en la esencia del sujeto marcando incluso el ideal que deberá llegar a encarnar. El sujeto no solo es su nombre sino que además tendrá que serlo. Sobre el nombre recaerán la dignidad o la indignidad, la fama o la infamia de su existencia (Braunstein, 1997, p. 75).
Podemos decir entonces que “… en suma, el nombre es el punto de unión del sujeto y el lenguaje” (Ibídem). Y podemos considerar que “… el nombre aparece en la medida en que eso real requiere una nominación” (Quintanar, 2015, p. 191). El nombre pretende también, entonces, nombrar ese resto que es lo real. En palabras de García (2016), el nombre anuda un imposible-de-decir de lo real del ser.
Es así que hay algo de lo real en el nombre. Y en ese sentido, cabe resaltar lo que Lacan (1974-1975) señala: que lo real es un saber. Y no sólo eso, sino que, además, habla. Lo real habla y se manifiesta en el sujeto.
Así, “… el nombre propio se escribe, pero lo que el fantasma del Otro ha sobreimpreso en él es del orden de lo real, de lo que no deja de no escribirse” (Braunstein, 1997, p. 81). De ésta manera, podemos encontrar lo real del nombre propio, inscrito como una marca imborrable.
Por otra parte, está ese cuerpo como imaginario, y sobre ello, Braunstein (1980) señala que “… lo imaginario del sujeto se estructura en esa juntura de lo real del cuerpo y del deseo con lo simbólico que preexiste y preside a la existencia del sujeto” (p. 113). Ese nombre propio se encuentra atravesado por lo imaginario, que se articula en relación al deseo del Otro, y se inscribe en el cuerpo. Para el sujeto, nunca es posible saber con exactitud cuál es el deseo del Otro y, por tanto, sólo puede especular.
Es importante recordar que Lacan, citado en Braunstein (1980), habla del yo como “… el resultado de una alienación del sujeto en la imagen y en la palabra de otro que está consagrado al desconocimiento del sujeto en el sujeto” (p. 184).
El yo es el lugar en el que se encuentran inscritos una serie de enunciados que el sujeto ha recibido por parte del Otro, y ha asimilado como parte de lo que “él es”. Y en ese sentido, “… en la cura analítica este ‘yo’ es lo que el sujeto nos trae como máscara que muestra según una idea que él, o que los demás, tienen de lo que él es” (Braunstein, 1980, p. 185).
Freud (1913) por su parte, habla acerca de las especulaciones que el niño hace sobre el nombre, para quien, si dos cosas se llaman de manera similar, es preciso que entre ellas haya una relación. De ésta manera, nos percatamos de que hay ciertas fantasías que el sujeto crea en torno a su nombre y al origen del mismo.
Lacan (1974/1975) apunta que “… la cogitación permanece pegoteada por un imaginario que está enraizado en el cuerpo, que es imaginario del cuerpo” (p. 91). Todo eso que el sujeto puede pensar de sí, lo introduce cada vez más en lo imaginario.
¿Qué función cumple entonces lo imaginario cuando hablamos del nombre propio? La respuesta la podríamos encontrar en Lacan (Ibíd) cuando dice que lo imaginario es lo que posibilita que la palabra se pegue a la cosa. Podemos apuntar que lo imaginario es el pegamento que une a la cosa con la palabra. En este caso, al sujeto con su nombre.
La identificación con el nombre propio
Como ya mencionábamos con anterioridad, es el Nombre-del-Padre el que introduce la ley. Previamente el sujeto queda alienado a lo imaginario por medio del estadio del espejo que ocurre desde la temprana edad de los seis meses. Lacan menciona que ese estadio del espejo debe verse como una identificación.
Es de llamar la atención que para este tiempo por lo regular el infante ya ha sido nombrado. Ya antes los padres habían elegido un nombre, pero en muchas ocasiones, éste cambia y se decide el definitivo hasta el momento en el que se ha de registrar legalmente al infante – y aquí, llama la atención que un ser humano tenga que “registrarse”, como si se tratase de una propiedad de la que debe darse fe que es propia. Una vez hecho el registro, socialmente será ese el nombre que portará el sujeto.
Encontramos entonces que el estadio del espejo no es otra cosa que la asimilación de ese nombre propio, que ha de integrar al sujeto como uno distinto a los otros. Lacan en su texto La Familia (1938), hablando sobre el estadio del espejo, menciona que “… antes de que el yo afirme su identidad, se confunde con esta imagen que lo forma, pero que lo aliena de modo primordial…” (p. 56). Esa imagen le da unidad; esto es que la madre, como ya lo veíamos con anterioridad, aliena el deseo del sujeto a su deseo. De tal manera que cuando ella lo llama con ese nombre que se le ha asignado, él considera que ese nombre se refiere a él, que tiene relación con él.
Así que, “… cuando el sujeto llega a hablar lo hace ya desde una identificación (libidinal y jurídica) alcanzada con cierto lugar de sujeto y con un cierto significante, su nombre propio …” Braunstein, 1980, p. 77). Para cuando el sujeto puede asirse del lenguaje y establecer un discurso, ya se habrá identificado con esa imagen que se ha construido de él a partir del nombre propio. Con la imagen que veía reflejada en la madre como espejo.
Podríamos pensar que es ese el motivo por el cual el sujeto dice “ser” ese nombre cuando se presenta ante los demás. Porque ha sido alienado al deseo de la madre, en esta ocasión por la voz de ella. Así como ese sujeto es ese nombre ante la mirada de la madre, también considera serlo ante la mirada de los demás. Ha sido visto como ese nombre, y, por lo tanto, él mismo se ve como tal.
El estadio del espejo se convierte en ese referente para la constitución del yo, y es aceptado por el sujeto, dado que esa imagen “… lo salva de la dispersión; por eso lo cautiva. Es más, a partir de esa unificación, retroactivamente, es como puede dar sentido a la confusa experiencia de fragmentación que había antes en ella” (Braunstein, 1980, p. 109). Por tal motivo el sujeto asume como propia esa imagen que viene del Otro. Supera de ésta manera la angustia que produce el estar fragmentado.
En este punto podemos anticipar entonces que el nombre propio es una parte fundamental de ese estadio del espejo; en tanto que diferencia al sujeto del otro, le concede la posibilidad de mirarse a sí mismo como unidad. Unidad en tanto que tiene un nombre, no importa si le han asignado dos o más nombres, ya que cuando ese sujeto es llamado con ellos, se convierten en un solo nombre.
Pero para ello, “… hay que nacer dos veces, una cuando el nombre le es al humano impuesto y otra cuando, sin saberlo ni quererlo ni darse cuenta, el nombre es aceptado, asumido por un yo” (Braunstein, 1997, p. 72).
Con respecto a esa identificación con el nombre propio, lo que es necesario apuntar es que “… uno sólo reconoce que la identificación aspira a configurar el yo propio a semejanza del otro tomado como modelo” (Orozco, 2012, p. 155). De ahí que el sujeto, por medio del nombre propio, intente convertirse en aquella imagen que lo ha cautivado.
Pero como es sabido por la teoría y la experiencia analítica, “… lo que hay en el espejo representa al sujeto, pero no es él, no es todo él…” (Braunstein, 1980, p. 110). Entonces, advertimos que esos significantes en torno al nombre y el fantasma que aparece sobre dicho nombre, no son en realidad el sujeto.
Un aporte interesante que hace García (2016) con respecto a esta identificación con el nombre propio, es apuntar que a los sujetos se les puede “enganchar” su nombre o, por el contrario “resbalársele”. Ya antes hemos comentado que Lacan habla de lo imaginario como aquello que sirve de pegamento para unir a la palabra con la cosa. Así que será ese imaginario, el que permite la identificación del sujeto con su nombre.
Del nombre del Otro, al nombre propio.
Ahora bien, como ya lo hemos señalado con anterioridad: de la misma manera en que el deseo de uno es deseo del Otro, también podemos decir que, en tanto que el Otro se encuentra implicado en el nombre, el nombre de uno es, en realidad, el nombre del Otro.
Esto lo comenta Chávez, al señalar acerca del sujeto que el “… valor en que se representa no es una nominación que se haya realizado en sí-misma, sino que el Otro lo ha cautivado en tal designación y que ésta le ha hecho tanto sentido que se ha tornado de orden natural” (2016, p. 79).
El nombre, es nombre del Otro. De Otro que (im)pone ese nombre e inscribe en torno a él sus deseos, que han de ser tomados como un imperativo por el sujeto que lo (so)porta. ¿Cómo pasar, entonces, del nombre del Otro, a hacer de éste el nombre propio?
Esto nos hace recordar las palabras de Lacan, cuando señala que “… el arte del analista debe ser el de suspender las certidumbres del sujeto, hasta que se consuman sus últimos espejismos” (1953, p. 241).
En el espacio analítico, el sujeto tendrá la posibilidad de resignificar ese nombre que le ha sido (im)puesto por el Otro, de tal manera que deje de ser nombre del Otro para efectivamente convertirse en nombre propio.
Y justamente el mismo Chávez (2016) ha de hablar acerca de ese nombre propio como una sutura en el sujeto, por lo cual el autor apunta que hay que producir ese desgarro y que “… producir este desgarro de la sutura, permite reordenar el valor del significante original y captar la dialéctica del deseo del sujeto en tanto el Otro” (p. 79).
Sobre esto, García (2016) comenta que “debido a que nombrarse puede constituir un acto en el pleno sentido psicoanalítico, entonces después de un análisis el sujeto estará advertido de lo que su nombre le anuncia al nombrarlo” (p. 122).
Por lo tanto, el hecho de que un sujeto enuncie su nombre en el espacio analítico, habrá de posibilitar que caiga aquella imagen con la cual el Otro le ha cautivado, llegar al sin-sentido del nombre que se (so)porta: al vacío de ese significante. Será así como se posibilitará al sujeto hacer un reanudamiento de ese significante del nombre con otros significantes, que no serán ya los impuestos por el Otro, sino aquellos que el sujeto irá insertando desde su lugar como sujeto deseante.
Conclusiones:
Es a partir de que el sujeto logra enunciar su propio deseo con respecto a ese nombre que efectivamente podemos hablar acerca de un nombre propio, en lugar de un nombre del Otro. De tal manera que un análisis vendría a ser de gran trascendencia ya que, al atravesar por la experiencia analítica, el sujeto estará advertido de aquellos deseos e imperativos que le han sido impuestos por medio de su nombre, y le será posible posicionarse desde un lugar distinto y dirigirse de manera diferente con ese nombre que porta.
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