Ego y Orden Social
Horacio González
El Problema.
La violencia humana y social, patente ya en el siglo XIX y quizá antes, pero desbordada durante las últimas décadas en nuestro país, ha terminado por ocultar el problema del orden social, entendido este último, no como una condición jurídica dada, ni como resultado de la aplicación de esa misma condición, ni como resultado de la aplicación de normas explícitamente formuladas e instituidas, sino como un arreglo o una configuración surgida de, y adoptada a partir de las interacciones de los individuos humanos; surgida de, y adoptada a partir del inter-ejercicio de los poderes de los Egos.
Podemos atribuir el concepto de configuración social a Jacob Moreno, quien concebía las configuraciones como estructuras sociales, formadas a partir de elecciones interpersonales y de distintos —e incluso opuestos— tipos de relaciones interpersonales (Moreno y Jennings, 1938; Scott, 1992, cap. 2).
El orden social, en tanto que arreglo o configuración, puede ser pensado como el resultado de los encuentros repetidos, frecuentes y constantes entre el Ego y su Otro; entre el Ego y sus Otros. Este Ego es un individuo apenas conciente de sí y de sus Otros inmediatos. Él estaría más cerca de un Ello; de un Id freudo-nietzschiano dominado por sus impulsos básicos, que de un individuo dominado y cubierto por una conciencia relacional de sí mismo y por una conciencia relacional del mundo físico y social, las cuales implicarían, en tanto que conciencias relacionales, al Otro, a los Otros, e implicarían también sus ubicaciones y sus atribuciones dentro de ese mundo físico y social.
Aunque el pronombre indefinido alemán Es, fue sugerido a Freud por Groddeck, podemos pensar que este último lo tomó de Nietzsche. Respecto de Groddeck, recomiendo la discusión ofrecida por Lazslo Antonio Avila (2003), respecto de la relación entre el trabajo de ese autor, Freud y el psicoanálisis. Por otro lado, de acuerdo con Thöma y Kächele (1987, pp. 40-41), el propio Freud reconoce en Nietzsche el origen de ese mismo término. Por su parte, Harriman (1952, p. 416) apunta que el término Id, en tanto que versión latina del pronombre alemán Es, quizá tuvo su origen en la traducción al inglés, realizada por Joan Riviere, del artículo de Freud de 1923 “El Yo y el Ello”. Harriman apunta que en sus días, por convención, ese término significaba impulsos primigenios (inchoate), desorganizados e indisciplinados, propios de un “cyrenaicismo elemental o de un craso hedonismo”. Con la expresión “cyrenaicismo” Harriman alude a la posición hedonista y egoísta, sostenida por el filósofo griego del siglo IV a.c., Aristippus de Cyrene.
El concepto de Ego aquí avanzado se ubicaría, no obstante, entre el concepto de Yo propuesto por Hegel en esos distintos escritos que se conocen como Lecciones de Jena, Lógica y Lógica Subjetiva[1], y el concepto psicoanalítico de Id.
Así, el concepto de Ego que estas notas buscan esbozar, integra el concepto de Yo y el concepto de animal ofrecidos, ambos, por Hegel en sus Lecciones de Jena y en su Lógica Subjetiva:
El animal es verdadero uno mismo excluyente, que accede a la individualidad, que excluye, se aparta y se separa de la sustancia general de la Tierra, la cual tiene para él una existencia externa. Accede al movimiento arbitrario; lo externo, que su uno mismo no ha llegado a dominar, es para él lo negativo de sí mismo, neutro; la absoluta neutralidad es la subsistencia espacial. Esta es una relación determinada por él mismo, con lo que demuestra su libertad frente a lo neutro (Hegel, 1984, p. 122).
El animal así visto es, dice Hegel:
…un singular que se relaciona con lo singular como tal, una unidad de diversas singularidades reflexionada en sí; existe como fin que se produce a sí mismo, es un movimiento que vuelve a este individuo, el proceso de la individualidad es un circuito cerrado (Hegel, 1984, p. 122).
Ese animal no encuentra en el mundo, según Hegel, ni instancias particulares de conceptos universales, ni mucho menos estos últimos. Cada objeto e incluso cada sensación por él experimentada, es un objeto o una sensación individual, singular y efímera. Sólo el ser humano es capaz de ‘desdoblarse’, a partir de su corporalidad, en una conciencia de sí mismo, y en una conciencia simultánea de lo particular y de lo universal. Así, sólo el ser humano reconoce en las cosas su dimensión de particularidad y de universalidad; sólo el ser humano ve en un árbol, por ejemplo, el árbol particular y la clase o categoría de cosas o de objetos de los cuales forma parte:
Por esto el hombre se conoce como yo. Cuando yo digo yo, quiero decir yo en tanto que soy tal persona individual, completamente determinada, Pero de hecho, nada digo que me sea particular. Cualquier otro es también yo, y designándome como yo, creo, es cierto, hablar de mí, de este individuo que yo soy, pero designo al mismo tiempo un ser absolutamente universal (Hegel, 2002, p. 37).
Sin embargo, esta perspectiva no nos autoriza a pensar que este yo es una auto-conciencia terminada, avasalladora y estática. Para Hegel, todo concepto es resultado dinámico del juego constante de cuando menos dos dimensiones, su identidad y la negación de tal identidad. Así, este yo integra dos ‘momentos’ opuestos. En el primero, el yo es una ‘unidad primariamente pura que se refiere a sí misma’, pero fuera de toda determinación y contenido, en la plena libertad que le aporta el tener una igualdad consigo mismo, libre de los límites que le impondrían las determinaciones y el contenido. En el segundo, el yo tiene contenido, está determinado por este contenido que también lo somete a la determinación de lo que le es exterior, y a otras determinaciones. Este yo es, así, negatividad respecto del yo del primer momento, lo enfrenta y lo excluye. Él ya es conciencia de sí, ‘personalidad individual’ (Hegel, 1956, pp. 257-258[2]).
En el momento en el que el yo se instaura en conciencia de sí, en tanto que ‘individuo viviente’, ‘…se pone en tensión con su presuposición originaria, y se coloca como sujeto en sí y por sí, frente al presupuesto mundo objetivo’ (Hegel, 1956, p. 490). El yo instaurado en sujeto, es ‘el fin para sí mismo’. Él tiene su medio y su realidad subjetiva en esa objetividad que le queda sometida. Aunque el mundo se presenta frente a él como una objetividad carente de independencia, este mundo y el yo anterior al yo en conciencia de sí, se presentan ante este último como un Otro que reta su propia objetividad; su propia identidad; su propio ser-igual-a-sí-mismo:
En su propio sentimiento de sí el viviente tiene esta certeza de la nulidad, existente en sí, del ser-otro que se halla frente a él. Su impulso es la necesidad de eliminar este ser-otro y de darse la verdad de aquella certeza (Hegel, 1956, p. 490).
Aunque esta contradicción sirve de base a la constitución de la identidad del yo, ella está también detrás del encuentro del yo con ese que será objetiva y efectivamente su Otro y con esos que serán, también objetiva y efectivamente, sus Otros.
En los encuentros humanos, los Egos se presentan investidos de respectivos poderes[3], construidos a partir de sus esferas más inmediatas de influencia[4]. Del orden social, entendido como una configuración de los poderes individuales, surgen significados y símbolos que la marcan. De hecho, tal configuración implica, por sí misma, significados y símbolos que así la identifican: la pareja tal, el grupo tal, la familia tal, el clan o la tribu tales, etc. Tales significados y símbolos identifican las ubicaciones de sus integrantes en la configuración de los poderes individuales: el amo, el padre, la madre, el jefe, el viejo, la hija, el hijo, el esclavo, el sirviente, el advenedizo, etc. Esa configuración sirve de base a la conformación de grupos humanos o de colectividades sociales mayores; hace posible los procesos de sus estructuraciones sociales; y hace posible el mantenimiento de estructuras y procesos.
Más allá de las familias y de los grupos primarios entendidos como configuraciones; como órdenes sociales implicados en las configuraciones de los poderes individuales de sus integrantes; más allá de sus significados y símbolos, se tejen otras configuraciones; otros órdenes; otros significados y otros símbolos. Algunos de estos órdenes vienen a superponerse y a impregnar a los primeros. Otros órdenes más vienen a ser sometidos.
En principio y en teoría, ese orden socialmente instituido que conocemos como Derecho Positivo, como derecho institucionalmente vigente, viene a superponerse y a impregnar los órdenes implicados en esas configuraciones que son las familias y los grupos primarios. En principio y en teoría, ese orden socialmente instituido que conocemos como Derecho Positivo, viene a moldear las subjetividades de sus miembros, esta es una de las tesis sostenidas por Foucault en La Verdad y las Formas Jurídicas:
Las prácticas judiciales; la manera a través de la cual se arbitra, entre los hombres, los equívocos y las responsabilidades; el modo por el cual, en la historia del occidente, se ha concebido y definido la manera por la cual los hombres podrían ser juzgados en función de los errores cometidos; la manera por la cual uno ha impuesto a ciertos individuos, la reparación de algunas de sus acciones y el castigo de otras; sodas esas reglas o si Ud., quiere, todas esas prácticas regulares por supuesto, pero modificadas sin cesar a través de la historia, me parecen ser una de las formas por las cuales nuestra sociedad ha definido los tipos de subjetividad, las formas del saber y, por consecuencia, las relaciones entre el hombre y la verdad, relaciones que merecen ser estudiadas (Foucault, 2001, p. 1409)[5].
Sin embargo, la violencia señalada al principio de este escrito, deja ver que esas configuraciones que son las familias y los grupos primarios, han sido inmunes al orden socialmente instituido en el Derecho Positivo y también son inmunes al moldeamiento que ese mismo Derecho debe ejercer sobre ellos. El Derecho Positivo, el orden por él instituido, sus significados y sus símbolos son ignorados o hechos de lado, talvez porque históricamente nunca fueron puestos al alcance del conocimiento de todos; talvez porque históricamente los individuos nunca fueron preparados para acceder a tal conocimiento; talvez porque nunca fueron claramente ejercidos; o talvez por todo ello.
En el desconocimiento de un orden instituido o en su ausencia, el orden implícito en esas configuraciones que son la familia o el grupo primario, se ejerce fuera de ellas como el poder de un Ego cuando las configuraciones se sustentan en una autoridad central; se ejerce como el poder de las configuraciones entendidas como comunidades tönniesianas; o se ejerce como el poder de ambos.
Para Habermas (1999, p. 329-330), ese orden socialmente instituido que podemos encontrar en el derecho contemporáneo, es lo que ha quedado del derruido cemento de la sociedad. Cuando todos los mecanismos de integración social se han acabado, el derecho puede aún constituir el medio que mantendría unida a una sociedad centrífuga y compleja, que de otra manera se desintegraría. Aquí la pregunta es: ¿Qué pasa cuando ese Derecho es desconocido y cuando los únicos órdenes sociales que parecen estar vigentes, son esos que están implícitos en esa configuraciones que reconocemos como ‘familias’ o ‘grupos primarios’?
La amplitud y profundidad social de la violencia aquí señalada, hacen que su análisis requiera no una separación, pero sí una distinción, entre ese orden social que ha sido instituido como tal y que es tratado también como tal por la filosofía y por la teoría del Derecho, y ese orden social que está implícito en los grupos humanos desde su origen mismo, en tanto que configuraciones sociales primigenias.
Entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, tanto la naciente teoría social, como la también naciente psicología social, se plantearon la interrogante del origen y naturaleza de las primeras configuraciones sociales: el grupo humano, la familia, la tribu, la comunidad, la horda, la asociación, la colectividad indiferenciada, etc. Esa misma teoría y esa misma psicología, también se plantearon la interrogante de cuál de esas configuraciones habría de dar lugar a la estructuración de la sociedad, como la conocemos actualmente.
Fuera de las configuraciones basadas en la dominación y en el sometimiento, el egoísmo de Hobbes no podía dar lugar a formación social alguna, porque el ejercicio egocentrado de los poderes individuales interferiría con el surgimiento y mantenimiento de cualquier configuración estable. Los instintos sociales de Darwin simplemente congregarían a los individuos, sin por lo tanto hacer de su congregación una formación social estructurada.
Independientemente de la naturaleza del origen de las formaciones sociales primigenias, la característica esencial de esas formaciones, comparadas con las meras congregaciones humanas de vida efímera, sería su relativa continuidad y estabilidad, las cuales se reflejarían en sus configuraciones. Estas últimas serían el resultado del manejo, expresión y ejercicio de los poderes de individuos en interacción. El manejo, ejercicio y expresión de los poderes individuales, en interrelación, va a configurar, a arreglar o a ordenar, las relaciones mismas entre los individuos, para así dar lugar a la formación de grupos humanos o de colectividades sociales dotadas de una cierta estabilidad y continuidad, y para así también dar lugar al proceso mismo de sus estructuraciones sociales.
Violencia y Orden Social.
La agresión y la violencia advertidas en la convivencia humana desplegada en espacios privados, parece continuarse en la agresión y en la violencia advertidas en la convivencia humana desplegada en espacios públicos. Algunos han supuesto que tal continuidad es resultado del aprendizaje y así, la agresión y la violencia serían adquiridas[6]. Lo aprendido en los espacios privados es exportado a los espacios públicos y viceversa. Con estas exportaciones se diluyen las separaciones entre algunos de los espacios psicosociales.
La visión anterior olvida que la violencia y la agresión son inherentes al ser humano, en particular al ejercicio del poder individual, sea tal poder, por el momento, lo que sea. Esa visión también olvida que el individuo humano se desenvuelve en espacios sociales diferenciados, de límites variables y difusos: el espacio doméstico, el espacio del trabajo, el espacio del ocio, el espacio de la salud, etc.[7], los cuales son definidos como tales por las acciones y significados ejercidos en ellos o respecto de ellos, y por las relaciones que los individuos y grupos humanos tiene dentro de ellos o respecto de ellos.
Las relaciones humanas son inherentes a la convivencia humana. En ellas se manejan, expresan y ejercen los poderes individuales de quienes están relacionados. Ese manejo, expresión y ejercicio configuran, junto con otros factores, tales relaciones. La configuración, las relaciones, el poder, su ejercicio y su expresión pueden ser conscientes o inconscientes.
Si bien es cierto que la agresión violenta observada en la convivencia pública y privada, ha ocultado la agresión no-violenta presente en esa misma convivencia, esa misma agresión violenta también a ocultado dos importantes diferencias: esa que separa a la agresión ejercida en espacios públicos, de la agresión ejercida en espacios privados o ‘íntimos’, y esa que separa a la agresión ejercida por individuos aislados —si acaso estos últimos pudieran existir— de la agresión ejercida, hacia su exterior, por grupos humanos configurados y cohesionados en mayor o menor grado.
El ejercicio de la agresión, por parte de un individuo hacia su propio grupo de referencia o hacia miembros de él, puede fragilizar la existencia del grupo mismo; puede alterar su configuración, o puede atentar en contra de ambos: la existencia de grupo y su configuración[8].
Los ocultamientos arriba señalados han hecho parecer a la violencia, como la única cara visible de la agresión. Con esto, el análisis social y la opinión pública han terminado por concentrarse en la violencia, la han separado de la agresión o en el peor de los casos, han convertido al concepto de agresión en sinónimo del concepto de violencia y han eliminado al primer concepto y a la problemática por él significada, del mapa de sus atenciones, para sólo conservar el concepto de violencia.
La agresión es una forma relativamente específica de acción: ir-hacia algo o hacia alguien. Compárese las etimologías del término “agredir”: ad-gradi y ad-gressus, con esas del término “progresar”: pro-gradi y pro-gressus[9]. Si bien ese ir-hacia algo o ir-hacia alguien puede ser negativo para ese ‘algo’ o para ese ‘alguien’, ese ir-hacia no necesariamente rompe o aniquila a sus recipientes. Mientras que la agresión puede ser no-violenta, la violencia siempre es agresiva. La agresión detiene, anula, somete, reduce, etc., sin necesariamente romper o exterminar, aunque en sus casos extremos ella rompe y extermina a quien o a quienes la reciben. La violencia implica ruptura y en caso extremo exterminación, como efecto de una acción; como efecto de su fuerza y como efecto de los medios empleados en el ejercicio de la acción[10]. Mientras que la agresión puede ser no-violenta, la violencia invariablemente rompe o extermina y en este sentido, sus resultados opacan lo que a ella puede subyacer.
Podemos suponer que quien ejerce la agresión y la violencia también es impactado por ese ejercicio.
La eliminación del concepto de agresión de la atención del análisis social y de la atención de la opinión pública, ha diluido la dimensión relacional de la violencia y sobre todo, ha diluido el problema del poder individual y grupal, el problema de su manejo, ejercicio y expresión.
Estas diluciones han hecho desaparecer distintos problemas: el problema de la intencionalidad y no-intencionalidad de la interacción humana y de sus modos[11]; el problema de la conciencia e inconsciencia de la acción individual; el problema de la conciencia e inconsciencia del Otro; el problema de la Alteridad; el problema de la relacionalidad del poder individual; y sobre todo el problema del orden social.
Aunque este último problema yace detrás del surgimiento y continuidad de toda estructura social, detrás del orden social yacen esas formas de manejo, expresión y ejercicio del poder personal, que no sólo hacen posible la continuidad de las congregaciones humanas, sino que las convierten en grupos configurados y cohesionados. La configuración llega a constituir una característica básica de la convivencia humana y esta última es una condición fundamentalmente relacional:
Como vida, (la convivencia) es esencialmente unidad, un existir de individuos que actúan uno sobre otros, es decir, que se encuentran en una relación de acción recíproca (Tönnies, 1942, p. 20).
La convivencia implica y exige una continuidad en las acciones recíprocas, la convivencia implica y exige, pues, una continuidad relacional. El aniquilamiento de cualquier individuo involucrado en una convivencia, termina dicha convivencia, termina por lo tanto con las interacciones sostenidas con el individuo aniquilado y transforma radicalmente las relaciones de los aniquiladores y de los sobrevivientes con él. La continuidad relacional hace patentes las configuraciones bajo las cuales se desarrollan las relaciones humanas y bajo las cuales se da la convivencia. Así, si el poder individual se expresa y se ejerce al interior de un grupo humano estructurado y cohesionado, esa expresión y ese ejercicio pueden dan lugar a configuraciones relacionales en las que los poderes individuales son, por decir algo, simétricos o asimétricos; de solidaridad o de sometimiento; de equidad o de jerarquía; etc. (Boon, 1990)
Las configuraciones resultan ser esas formas de arreglo o de orden social, no necesariamente jerárquico, adoptadas por las relaciones humanas a partir de la expresión, del ejercicio y del manejo del poder individual. Algunas de esas configuraciones dan lugar a las formas sociales básicas: los grupos primarios, la familia, los grupos de referencia o las comunidades tönniesianas.
Las configuraciones así entendidas, son resultado de las relaciones humanas y, con la aparición de la conciencia, ellas también son resultado de la forma en la que los unos se ocupan de esos que son significados, por ellos mismos, como sus otros. Esa ‘ocupación’ va a implicar, temprano o tarde, el desarrollo de eso que Winnicott (1996) llama ‘la preocupación por el otro’. En las relaciones, los unos se significan, de una manera u otra, ante esos que para ellos son sus Otros y, así, estos últimos también son significados. En las relaciones, los unos y los Otros se significan respectivamente a ellos mismos, seguramente a partir de sus propios cuerpos, los cuales constituyen la base de la conciencia y de la significación primigenia de sí[12].
La ‘preocupación por el otro’[13] yace en la base psicológica de la configuración de quienes así están relacionados. En las relaciones los unos se significan, de una forma u otra, ante esos que para ellos son sus Otros y así estas últimos son también significados. Psicológicamente, las configuraciones implican eso que Flavell llamó “toma de perspectiva” perceptual y conceptual. Esta última implicaría la activación de un “proceso por medio del cual el individuo, de alguna manera, cognosce (cognizes)… ciertos atributos de otra persona. Los atributos en cuestión son inferenciales… más que directamente perceptibles, por ejemplo, las necesidades del otro, sus intenciones, sus opiniones y creencias, y sus capacidades y limitaciones emocionales, perceptuales o intelectuales.” (Flavell, Botkin, Fry, Wright and Jarvis, 1968; Marvin, Greenberg and Mossler, 1976[14]).
El orden humano y social, entendido como una configuración, no es el resultado de un imperativo: La Orden de Canetti[15]. El orden humano y social así entendido, tampoco es el resultado de un trato recíproco o contrato ―con-trahere― conciente, como el defendido por Hobbes o por Rousseau. En su interior, el orden social implicado en las comunidades tönniesianas, no reposa ni en mandatos de autoridad, ni en relaciones contractuales (Tönnies, 1942; 2001).
Con la eliminación de la agresión del mapa de las atenciones del análisis social y de la opinión pública, se ha diluido el binomio formado, de un lado, por la configuración u orden humano y social que es detenido, anulado, sometido, roto, eliminado, etc., por la agresión y, de otro lado, por la configuración u orden humano y social que de una manera u otra, viene a ser sobre impuesto y/o que viene a remplazar a la configuración u orden detenido, anulado, sometido, roto o eliminado. Este orden impuesto es uno de los tantos impactos que recibe, sobre sí mismo, quien ejerce la agresión y la violencia.
La agresión es una acción de ir-hacia, ejercida por un individuo o conjunto de individuos, sobre su Otro o sobre sus Otros, para detener, anular, someter, reducir, eliminar, etc., no sólo la configuración de ese Otro o las configuraciones de esos Otros, sino las configuraciones relacionales que los enlazan con él o con los agredidos, para así fijar de una manera u otra y efímera o duraderamente, sus poderes individuales y/o de conjunto, y para también así fijar, con tales poderes, nuevas configuraciones u órdenes sociales.
La defensa es la acción humana y social que sirve de contrapartida a la agresión, cuando ésta es sospechada, cuando ya está anunciada o cuando ella ya está en curso. El sentido de esta acción, también relacional, es el de apartar, es el de desviar el golpe de la agresión.
La atención concedida por el análisis social y por la opinión pública a la violencia, dejó de lado el problema de la agresión y sobre todo, el problema del ejercicio del poder individual y grupal. De esta manera, esa misma atención dejó de lado el problema de la relación entre ese poder y las configuraciones u órdenes humanos y sociales que lo limitan.
Esa misma atención también dejó de lado el problema de la relación entre ese mismo poder y las configuraciones u órdenes humanos y sociales que mantienen, alientan y perpetúan ese poder. Ella igualmente dejó de lado los procesos psicosociales que dan lugar a las configuraciones u órdenes bajo las cuales se desarrolla la convivencia humana y social, y que, en su caso, limitan el ejercicio del poder agresivo individual o grupal, antes de dar lugar a la defensa.
La Justificación.
En México, el problema del orden social o el problema de las configuraciones humanas y sociales que reducen, temperan y/o regulan las asimetrías de los poderes individuales, grupales y sociales, es un problema que atraviesa distintos planos de la estructura de la sociedad mexicana. No se trata, para nada, de un problema reciente. Con cada cambio histórico-político, los individuos y sus grupos triunfantes, han buscado “intervenir en la organización del país, unas veces para mantener sus privilegios, otras para conquistar derechos dentro de la convivencia” (González Ramírez, 1965, p. 65). De acuerdo con Manuel González Ramírez, el ‘insigne liberal’ José María Luis Mora esbozó el problema del Orden Social como parte del problema del libre diseño del destino individual y como parte del problema de la educación para la convivencia:
Como cada individuo tiene el deseo de mejorar su suerte si es que la disfruta mala, o de aumentar su felicidad, o de conservarla, debe necesariamente buscar el medio para lograr sus fines. Si carece de instrucción, ¿no será difícil que acierte a fijar las reglas que deben sujetar sus acciones y que al mismo tiempo garanticen derechos también le impongan obligaciones? (González Ramírez, 1965, p.67)
En México, el problema del orden social, como un problema de convivencia en espacios privados y públicos, se hace patente en la violencia familiar; en la violencia contra las mujeres, los niños y los ancianos; en la criminalidad abierta y general; en la corrupción; en la impunidad; en la economía informal; en la abismal disparidad del nivel de los ingresos; en el manejo discrecional de las vías formales e informales para la participación política; etc.
De acuerdo con el INEGI:
La violencia intrafamiliar es un problema que debilita los valores de la convivencia, propicia la desunión, la falta de respeto entre la pareja y los hijos y una baja autoestima de la víctima; además repercute en otros ámbitos de la sociedad como la escuela y el trabajo donde se manifiesta en el bajo rendimiento o en el abandono escolar y en el tiempo de trabajo perdido” (INEGI, 2003, p. 423).
Según esa misma fuente, en el año 2003, el 46.6 por ciento de un total de casi diez y nueve millones y medio de mujeres, con pareja conyugal residente en la misma casa-habitación, reportó al menos un incidente de violencia ejercida hacia ellas, durante los doce meses anteriores a la aplicación de la encuesta[16].
INEGI reportó para los años 2002, 2003 y 2004 porcentajes que oscilaron entre cincuenta y cinco, y sesenta y cinco por ciento de casos comprobados de denuncias recibidas por maltrato infantil[17].
De acuerdo con el Banco Mundial[18]:
El crimen, la prevención de la violencia y la seguridad pública se han convertido en cuestiones sociales torales para la preocupación, tanto de quienes están involucrados en la elaboración de políticas públicas, como de los ciudadanos de Latinoamérica y de la región del caribe. En estas regiones la violencia se encuentra, ahora, entre las cinco primeras causas de muerte y es la principal causa de muerte en Brasil, Colombia, Venezuela, El Salvador y México. Las tasas de homicidios en Latino América están entre las más altas de cualquier región del mundo. Desde principios de los años ochenta y principios de los noventa, han aumentado en un cincuenta por ciento las tasas de homicidios intencionales en Latinoamérica. Las principales víctimas de tales homicidios son hombres jóvenes, 69% de ellos con edades de entre 15 y 19 años.
Durante los últimos veinte años, quizá mas, la violencia, la delincuencia y la criminalidad han formado parte de los principales componentes de la ‘inseguridad social’ y esta última ha terminado por ser vista casi como sinónimo de no-orden social. De acuerdo con el INEGI, en los años 2003 y 2004 el número de delitos denunciados a nivel nacional rebasó el millón y medio. Este último número comprende tanto delitos del fuero común como delitos del fuero federal, con una tasa de más de 14 delitos denunciados por cada mil habitantes. Cada denuncia, dicen esas estadísticas, puede implicar no sólo más de una víctima, sino más de un victimario. Fuera del Distrito Federal y del Estado de México, que junto con Baja California son las entidades con las más altas frecuencias de denuncias a nivel nacional, las entidades que rebasan las cincuenta mil denuncias son Chihuahua, Guanajuato, Jalisco, Nuevo León, Puebla, Tamaulipas, Veracruz y Yucatán. Claro, las tasas varían según la población de cada estado, pero en números absolutos las denuncias registradas en Veracruz son superiores a las registradas en todos esos estados, menos en Jalisco[19].
De acuerdo con el Banco Mundial, para el año 2004 diferentes instancias (Growth Competitiveness Index of the World Economic Forum, California Public Employees Retirement System, etc.) evaluaron a México y apuntaron que el país “está lastimado (hurt) por la debilidad de sus instituciones, por la prevalencia de la corrupción, por la falta de confianza en el sistema judicial y por el débil sistema de protección legal a los inversionistas[20]”
Rodolfo Vázquez[21] reseña históricamente la alusión al problema de la corrupción en México:
En 1952, al término del gobierno alemanista, el líder obrero Vicente Lombardo Toledano afirmaba: “Vivimos en el cieno: la mordida, el atraco, el cohecho, el embute, el chupito, una serie de nombres que se han inventado para calificar esta práctica inmoral (la corrupción). La justicia hay que comprarla. Primero al gendarme, luego al ministerio público, luego al alcalde, luego al diputado, luego al gobernador, luego al ministro, luego al secretario de Estado…”(1). Más cercano a nosotros, en 1995 Gabriel Zaid escribía: “En México, las autoridades pueden actuar como asaltantes, y con mayor impunidad, precisamente por ser autoridades. Pueden robar, humillar, someter y seguir en su cargo. Ni todas, ni siempre, lo hacen, lo cual le da eficacia al abuso: es selectivo, queda al arbitrio de la autoridad. No vivimos en el régimen carcelario de Castro, ni en la dictadura de Pinochet, sino en un régimen de derecho sujeto a excepciones selectivas. No vivimos en un Estado de excepción, pero tampoco en un Estado de derecho sin excepción. En esto, pero no en aquello; aquí, pero no allá; con éste, pero no con aquél; esta vez, pero no todas; rige la arbitrariedad, disfrazada de cumplimiento de la ley”(2). En 1999 Federico Reyes Heroles nos ofrecía la siguiente encuesta a nivel nacional: el 39% de los encuestados considera que es más conveniente “arreglarse” con las autoridades que cumplir con las leyes; 38% está de acuerdo con la frase “un político pobre es un pobre político”; un tercio aprueba la frase “el que no tranza no avanza”; 25% está de acuerdo en que funcionarios se aprovechen del puesto, “siempre y cuando no se manden”; 43% considera que para ascender en el gobierno hay que ser corrupto y muy corrupto; 52% aprueba que se ayude a parientes y familiares si se está en un alto cargo de gobierno; 40% está de acuerdo con la idea de que, en México, “más vale tener dinero que tener la razón”(3).
(1) Citado por Carlos Silva: “La corrupción como sistema”, en el periódico Reforma, 23 de marzo de 2004.
(2) Gabriel Zaid (1995). Adiós al PRI, México: Océano, p. 98. Véase también: Vázquez, R. (2003). Presentación. En: M. Carbonell y R. Vázquez (Coords.), Poder, derecho y corrupción. México: IFE-ITAM-Siglo XXI, pp. 7-8.
(3) Reyes Heróles, F. (1999). Memorial del mañana. México: Taurus, pp. 172-173.
Podemos atrevernos a decir que nuestra sociedad es una sociedad agresiva, en la que cada quien convive bajo su propio riesgo, agazapado tras sus propias estrategias de defensa, confinado a un orden social que, en el mejor de los casos, rige únicamente en la familia.
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[2]. Véase la discusión acerca de este mismo texto y del concepto de Yo contenido en él, ofrecida por Jurgen Habermas (1984. Ciencia y técnica como ideología. Madrid: Tecnos, pp. 14-15).
[3]. Véase el análisis y discusión desarrollado por Gianni Vattimo (1985, Introducción a Nietzsche. Barcelona: Península, pp. 115-116) acerca de la perspectiva sostenida por Nietzsche respecto de la relación entre moral, poder personal y violencia.
[4]. Respecto de este concepto de conciencia y de la relación entre conciencia y poder véase: Hegel, G.W.H. (1984). Filosofía Real. México: FCE. Pp. 153-157.
Ver también: Marcuse, H. (1971). Razón y Revolución. Madrid: Alianza Editorial – El Libro de Bolsillo. Pp. 79-80.
[5]. Foucault, M. (2001). La verité et les formes juridiques. En: Defert, D., Ewald, F. Et Lagrange, J. (Eds.) Michel Foucault: Dits et Écrits, I, 1954-1975. Paris: Quarto – Gallimard., pp. 1406-1514.
[6]. Bandura, 1973; Bevan and Higgings, 2002.
[7]. Armstrong, 1993; Whyte, 1971.
[8]. Podemos atribuir a William Graham Sumner (1840-1910) la diferencia entre grupo propio: in-group, y grupo ajeno: out-group. Después de la publicación del trabajo de Sumner (1906), esta distinción dio lugar a la distinción entre grupo de referencia y grupo de orientación (Schäfers, 1980, p. 27; Gukenbiehl, 1980; Schwonke, 1980)
[9]. Gómez de Silva, 1985. Agredir: ‘atacar, asaltar’: latín aggredi ‘ir hacia (con hostilidad), atacar’, de ad- (con asimilación) ‘hacia’.
[10]. Gómez de Silva, 1985.
[11]. Walther Benjamin nos permite pensar que una acción, en particular una acción implicada en la aplicación de una “causa eficiente”, se constituye en una acción violenta cuando incide en las relaciones morales. Así, para Benjamin la violencia es una problemática relacional, socialmente sustentada. De una sociedad justa podríamos esperar la especificación de los criterios bajo los cuales la violencia (y con ella la agresión) sería aplicable como un medio para alcanzar fines justos. Una sociedad de este tipo no distinguiría medios de medios, sino fines de fines y por lo tanto, fines justos de fines no-justos. Esta concepción jusnaturalista (de derecho natural) admite la violencia como parte de las ‘cualidades genéricas’ de la humanidad, en parte porque para esta concepción la distinción de los medios es irrelevante (Benjamin, 1977, pp. 17-22; Goggans, 2000).
Benjamin (p. 17) subraya que la tesis de la naturalidad de la violencia aparece contenida en los trabajos de algunos biólogos darwinianos, para quienes en la medida en la que la violencia es adecuada a los fines de la naturaleza, ella es jurídicamente legítima.
[12]. Véanse, para el caso, los trabajos de: Bruchon-Schweitzer, 1992; Champy, 1931; Dejours, 1992; Dolto, 1992; Feher, Naddaff y Tazi, 1991; Fintz, 2000; Guiraud, 1986; Guerra González, 2000; Guimón, 1999; Hobbes (1588-1679), 2000; Hornstein, 1991; Keleman, 1987; Lacqueur, 1994; Le Du, 1992; Michel, 1994; Turner, 1989; Varela, 1997; Vigarello, 1991; Sami-Ali, 1989; Schilder, 1994.
[13]. Winnicott, D.W. (1996).
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