El atizador de Wittgenstein y el Agalma de Sócrates a Lacan

El atizador de Wittgenstein y el Agalma de Sócrates a Lacan  Néstor Braunstein Me propongo comparar dos reuniones de filósofos. La primera es de conocimiento universal y su relato es, quizás, el más bello de los textos filosóficos. No podría hablar, por lo tanto, de la reunión de los filósofos sino tan sólo del informe…


El atizador de Wittgenstein y el Agalma de Sócrates a Lacan

 Néstor Braunstein

Me propongo comparar dos reuniones de filósofos.

La primera es de conocimiento universal y su relato es, quizás, el más bello de los textos filosóficos. No podría hablar, por lo tanto, de la reunión de los filósofos sino tan sólo del informe de esa reunión, del compte-rendu, del acta, de algo que, por lo que se ha escrito, sucedió en Atenas en un lugar que se puede fijar con precisión, la casa de Agatón. La fecha de la memorable reunión no deja lugar a dudas porque esa noche se celebraba el triunfo de Agatón en un certamen poético: estamos en 416, a. C[1]. El informe filosófico es el diálogo El Simposio de Platón, escrito en el año 384 a.C., conocido generalmente en español como El banquete o Del amor. Platón dice limitarse a transcribir los discursos; actúa, según su inveterada costumbre, como un cronista o como un periodista pretendidamente «objetivo» que se borra como sujeto del enunciado y deja a los personajes el cuidado de expresar sus ideas y los acontecimientos que tuvieron lugar, en este caso, cuando los participantes hubieron terminado de pronunciar sus discursos y llegó intempestivamente el heroico borracho que era Alcibíades.

La segunda asamblea filosófica, objeto hoy en día de un múltiple y quizás pasajero interés, tuvo lugar en la fría noche del 25 de octubre de 1946 en la británica Universidad de Cambridge y fue relatada por uno de sus protagonistas, Sir Karl Popper, en su autobiografía Unended Quest[2] (Búsqueda inconclusa) publicada en 1974. No sólo la fecha sino también el lugar de esta segunda reunión son inequívocos. Fue en el salón H 3 del King’s College de la Universidad. En esa noche se reunieron, por única vez en su vida, tres de los más influyentes filósofos del siglo XX. El mencionado (después Sir) Karl Popper, otro filósofo que también sería luego ennoblecido (Sir), Bertrand Russell, y un noble que renunció a su título de «von» que traía de Austria: Ludwig Wittgenstein. De esta segunda reunión de filósofos no queda tan solo el único testimonio de Popper (como sucede con el Simposio de Platón) sino una curiosa y animada serie de relatos que pueden consultarse en un ágil libro debido a la pluma de dos periodistas ingleses de la BBC, David Edmonds y John Eidinow: Wittgenstein’s Poker. The Story of a Ten-minute Argument Between Two Great Philosophers[3]. (en adelante, E&E)

Nunca podremos saber el número exacto de los asistentes a ninguna de esas dos reuniones ni tendremos una lista completa de los participantes. Alrededor de treinta estuvieron en Cambridge y podríamos arriesgar, sin argumentos, por puro afán de simetría, una cifra parecida para el cónclave de Atenas.

La historia del Simposio y de lo que en él se dijo y pasó es conocida con extraordinario detalle, cosa sorprendente pues quien nos la transcribe (Platón) no fue un testigo presencial del famoso debate sobre el amor. La estructura de este diálogo es asombrosa desde un punto de vista literario y es una demostración de su carácter ficticio, camuflado bajo una vasta acumulación de detalles verosímiles. Un «amigo» (¿el propio Platón, el escritor, el autor de la crónica del Simposio?) le pide a Apolodoro de Falero que le cuente de la reunión que tuvieron Agatón, Sócrates, Alcibíades y otros más. Apolodoro replica que precisamente el día anterior había sido interrogado sobre el mismo asunto por un tal Glaucón (muy posiblemente un hermano de Platón que, según se sabe, llevaba ese nombre) y que tenía fresca la respuesta que había dado, si bien Apolodoro mismo, en persona, no hubiera podido estar en el Simposio pues, al igual que Glaucón, era un niño en los días en que Agatón recibió sus laureles como poeta trágico y ofició el ritual sacrificio de la victoria. El dramaturgo invitó para el día siguiente a sus amigos a esa reunión en la que, según costumbre, se comió y luego se bebió mientras se dialogaba en una suerte de torneo de ingenios. ¿Cómo podía Apolodoro saber y relatar (a Glaucón primero, a Platón después) lo que sucedió aquel día? Por haber él oído a su vez el relato que de aquellos lejanos discursos le hizo Aristodemo quien había participado del banquete sin haber sido invitado por Agatón sino haciéndose presente como acompañante de Sócrates.

Relatos y relatos de relatos, en una mise en abîme que parece no tener fin. Más aún cuando sabemos que en el centro de los discursos filosóficos está el momento en que le toca hablar a Sócrates mismo y éste, en lugar de pronunciar el encomio del amor que le piden, relata un diálogo que tuvo en Mantinea con una sabia mujer del lugar, Diotima, su maestra en las cosas del amor «y cuyo discurso voy a intentar repetíroslo». (201b[4], itálicas agregadas) Nos queda entonces la secuencia: Diotima – Sócrates – Aristodemo – Apolodoro – el «amigo» – Platón – los lectores. Podríamos decir que, si en un relato interviene la memoria, ese relato es seguramente una ficción. En esa ficción es esencial tomar en cuenta «la escena» de la narración (aquella en la que otros participan como destinatarios) para entender «la escena» que es narrada. La «historia» del año 416 a. C. fue escrita, después de pasar por muchos intermediarios, cada uno agregando sus propias lagunas y sus propios rellenos, según las necesidades de la nueva escena de la narración, treinta y dos años después. ¿Qué prima en nuestro conocimiento de ella? Es evidente que la magia de la escritura de Platón, relatando con todo detalle la situación, el ambiente, los argumentos que se intercambiaron y, muy especialmente, los hechos que se sucedieron a partir de la llegada de Alcibíades ebrio hasta el final en que todos quedaron dormidos excepto Sócrates que se dispuso a vivir la jornada siguiente sin haber conciliado el sueño, como uno más en los días de su vida, hasta que cayó la tarde. ¿El Simposio? Una rara combinación de filosofía, novela y teatro protagonizada por personajes inmortalizados por la pluma ligera de un filósofo riguroso.

Apolodoro es quien lleva la palabra que el «amigo» escucha y esa palabra de Apolodoro está permanentemente puntuada por la aclaración «me dijo Aristodemo», «prosiguió Aristodemo», etc. ¿Fue eso que cuenta Aristodemo lo que sucedió y lo que se dijo? Nunca podremos saberlo; a lo sumo se nos dice que Sócrates, todavía vivo, no hacía objeciones a ese relato. Pero la reconstrucción de Platón tiene lugar unos quince años después de la muerte de Sócrates y más de treinta años después de lo supuestamente dialogado en el simposio. El mantel de esa mesa está desgarrado y Derrida mostró sus hoyos, su estructura lacunar en «La tarjeta postal»[5] cuando compara el texto de Platón con la referencia mucho más lacunar aún que hace Freud al aislar el discurso de Aristófanes como único punto de referencia que toma del Simposio para decir lo que a él le interesa decir en Más allá del principio del placer. Nueva puesta en abismo: Derrida comenta, de manera lacunar, lo que Freud comentó en forma lacunar de lo que Platón escribió en forma lacunar. ¿Qué podremos agregar nosotros si no es un suplemento de lagunas que, a fuerza de horadaciones y trepanaciones, configuran nuestro propio texto?

Hay un momento en el diálogo (esto es, en lo que Platón escribió) donde aparece de modo inequívoco la marca de la duda. Apolodoro le habría dicho al «amigo»: «Cierto es que Aristodemo no se acordaba de todo lo que dijo cada uno, ni, a mi vez, yo tampoco recuerdo todo lo que éste me contó. Diré, empero, las cosas que me parecieron más dignas de recuerdo y el discurso de cada uno de los oradores que estimé más dignos de mención». (178ª)[6] Derrida comenta: «Cada uno se hace cartero de un relato que transmite conservando lo ’esencial’: subrayado, recortado, traducido, comentado, editado, enseñado, repuesto en una perspectiva escogida»[7]. ¿La verdad? ¡Tiene estructura de ficción! ¿La ficción? Ella es el «cartero de la verdad».

Hemos de dar fe al relato platónico pero, conociendo el contexto y conociendo al autor, no podemos dejar de pensar que estamos ante una maravillosa construcción que inventa un episodio cuya «verdad histórica» es mínima y que, por eso mismo, es más verdadero, es el crisol en el que nos venimos modelando todos, durante siglos sin cuenta, a través de nuestras concepciones sobre el amor, imbricadas todas ellas en el calidoscopio de los discursos que se habrían proferido esa noche. Como de costumbre, no es a Sócrates a quien escuchamos sino a Platón a quien leemos. La palabra escrita corre tras la palabra hablada tratando de captarla en el momento mismo de su surgimiento. Y, como Aquiles con la tortuga, nunca la alcanza. La crónica escrita por Platón no será jamás lo dicho en el banquete ofrecido por Agatón; estará necesariamente marcada por excesos y deficiencias. Platón no cuenta lo que pasó: lo fabrica. Donde la memoria del cronista diría «laguna», el lector encuentra un suplemento que es «montaña». La tela faltante es sustituida por zurcidos. Así sucede, también, con las trascripciones de los seminarios de Lacan. Todo registro es infiel, deficitario, semblante de un objeto perdido. Lacan comentó el Simposio en el seminario VIII[8] dedicado a la transferencia. Es menester conocer las desventuras de ese seminario, las infinitas correcciones que hubo que hacer a quien pretendió ser el cronista (Jacques-Alain Miller en 1991) de lo que se dijo en 1960-61 (¡igual que con el Simposio, más de treinta años después!) para ver la repetición del empeño imposible por rescatar en su integridad la palabra hablada. Los modernos aparatos de registro que pretenden reducir el ancho de las lagunas muestran con lupa magnificadora la imposibilidad del empeño. Imposible transmitir, de un discurso, la verdad. Como no se la transmite, se la fabrica.

Más sorprendente es, quizás, la manera en que llegamos a conocer el segundo episodio, el de Cambridge. Partiendo del relato del ya para entonces fenecido Sir Karl Popper, que había merecido objeciones de otros testigos, Edmonds y Eidinow, ya citados, consiguieron en 1999 los recuerdos de nueve sobrevivientes de la disputa entre Wittgenstein y Popper. Los periodistas británicos nos cuentan, también ellos, una escena que sucedió cuando eran niños, en tiempos en los que no hubieran podido asistir al acontecimiento. Saben de él por escritos de alguien que ya murió (Popper) y por testimonios de algunos ancianos (Toulmin, Braithwaite, etc.) que recuerdan aún lo sucedido. Todos ellos, ya muy entrados en años, en sus setenta y en sus ochenta, recordaban muy bien lo que pasó… pero no había dos que tuviesen la misma memoria de lo que podían evocar con tanta claridad. Ninguno de los sobrevivientes había olvidado la disputa entre esos dos pensadores venidos de Viena. La pasión del momento, lo encendido, lo atizado del debate entre los filósofos había quedado en todos como una de esas flashbulb memories («memorias de fogonazo») que se registran indeleblemente en los que viven el episodio traumático y no pueden luego dejar de recordar y contar esas situaciones excepcionales. Todos ellos son y eran filósofos, profesionales de la verdad, epistemólogos, especialistas en la crítica del lenguaje, dueños de impresionantes curricula académicos. Sin embargo, no podrían, no sabrían, producir un relato único y coherente de lo que pasó aquella noche entre Wittgenstein y Popper ante la mirada de Russell.

Es así como, investigando sobre la memoria y sobre sus determinantes inconscientes y sobre la intervención del fantasma en la tramitación de los recuerdos, llego caer en estas dos asambleas filosóficas y a interesarme en compararlas.

La escena de Cambridge merece un sucinto relato cuyos datos tomo de las dos fuentes disponibles y ya mencionadas: la autobiografía de Popper y la investigación de E&E. A poco tiempo de terminar la guerra, en el otoño de 1946, se reúne el Moral Science Club, que tendrá una más de sus habituales sesiones semanales en las que participan maestros y alumnos de filosofía. El coordinador de tales reuniones es Ludwig Wittgenstein y el invitado para ese día es Karl Popper, que había pasado los años de la guerra como un oscuro profesor de filosofía en Nueva Zelanda mientras escribía los dos volúmenes de un libro que finalmente fue publicado en Londres en 1945: La Sociedad Abierta y sus Enemigos. El libro le ganó un éxito de ventas y la rápida adhesión de selectos admiradores tales como el propio Bertrand Russell, Ernst Gombrich y A. J. Ayer y también bastantes objetores por los despiadados ataques que dirigía contra Platón y contra Marx. Con la aureola de esa fama reciente y con su flamante designación como profesor en la Escuela Londinense de Economía se presentó aquella noche Popper y se dispuso a dictar una conferencia titulada «¿Hay problemas filosóficos?». El título podría parecer inocente e inocuo pero no para quien conociese que era una alusión directa y un ataque solapado a la propuesta wittgensteiniana de que en filosofía no hay propiamente problemas sino, a lo sumo, meros enigmas.

Popper había sido invitado, precisamente, para hablar sobre algún «enigma [puzzle] filosófico» en una misiva que le enviara el Secretario del Club, Wasfi Hijab. Para Popper era claro que se trataba de una formulación de Wittgenstein, a quien él consideraba su rival y su enemigo sin que el otro, desde su soberbia, contemplase a Popper de la misma manera, sin que le otorgase la jerarquía de alguien que pudiera estar a su nivel como filósofo. Simplemente, no le importaba. La invitación del club de Cambridge era para Popper una oportunidad de manifestar su animadversión hacia la filosofía crítica del lenguaje, la del Círculo de Viena, en la que él no había sido ni admitido ni invitado y contra el cual luchaba. El reconoce que la expresión «enigma filosófico» constituía una de sus «aversiones íntimas» (la expresión en español es ligera en comparación con la de Popper: a pet aversion) y de allí el título escogido para su exposición «¿Hay problemas filosóficos?» Cuando tuvo Popper el uso de la palabra comenzó expresando su sorpresa porque el Secretario lo había invitado a hablar de «enigmas»: «Ni tengo que decir que mis palabras implicaban un desafío (challenging)», confiesa. A esto «saltó Wittgenstein» (en las palabras de Popper) y dijo que el Secretario había cumplido con las instrucciones recibidas de él mismo. Popper sostiene que él no se inmutó y siguió hablando pero sí se alarmaron algunos admiradores de Wittgenstein que estaban escuchando y pretende que sus palabras habían intentado ser una «broma» (joke). El lector del incidente, tal cual lo cuenta Popper, tiene todo el derecho a quedar perplejo: ¿»desafío» o «broma»? Siguió Popper diciendo que la única razón que él tenía para ser filósofo era el interés por resolver «problemas» y que si sólo se tratase de «enigmas» se dedicaría a otra cosa. A lo cual nuevamente habría «saltado» Wittgenstein, interrumpiéndolo, hasta que, en un cierto punto, el autor del Tractatus, que jugaba nerviosamente con un atizador, lo desafió «¡Déme un ejemplo de una regla moral!» y Popper habría respondido: «No amenazar a los profesores visitantes con un atizador», después de lo cual «Wittgenstein, furioso, arrojó el atizador y salió tempestuosamente del salón azotando la puerta detrás de él»[9].

Nadie puede decir a ciencia cierta qué pasó porque todos los testimonios son divergentes, pero hay acuerdo en que Wittgenstein interrumpió a Popper poco después de que éste comenzase su disertación, que la discusión subió rápidamente de tono, que Wittgenstein esgrimía o tenía en sus manos un atizador del hogar que estaba encendido para caldear el salón H 3 y que en un determinado momento abandonó el recinto y dejó el atizador. Tras la muerte de Popper, en 1994, estalló una agria disputa entre los participantes de la reunión que sobrevivían, algunos diciendo que Popper había embellecido los hechos para hacerlos favorables a su imagen, otros que el relato era fidedigno y otros más afirmando, lisa y llanamente, que Popper había mentido y había hecho una narración falsa de principio a fin.

Los puntos de discrepancia entre los relatos son prácticamente todos: «la secuencia de los eventos, la atmósfera, el comportamiento de los antagonistas…, el que el atizador estuviera al rojo vivo o frío, el uso del atizador por parte de Wittgenstein como una batuta o como un apuntador usado por un maestro, si lo sacudía de modo amenazante o si jugaba con él, si se fue del salón antes o después de que Popper enunciase su pretendida regla moral del atizador, si sale tranquilamente o de manera abrupta, azotando la puerta, si cuando Russell habló lo hizo en tono alto o de manera rugiente». (E&E, 20) Nadie se extrañará al saber que el único discípulo vivo de Popper tiende a avalar su recuerdo del incidente, mientras que los de Wittgenstein consideran que el informe de Popper es exagerado y mentiroso. La memoria es una función del sujeto memorioso. Como en Rashomon, ese clásico del cine japonés.

Así como la fama de Sócrates era la de un ser atemperado del que se conocen pocos episodios coléricos[10], impasible y desapasionado incluso en el momento de su propia muerte, la de Wittgenstein es precisamente la contraria. Todos lo recuerdan como si hubiese estado afectado por una especie de locura mística, intolerante ante las opiniones que estimaba divergentes de las suyas, capaz de atacar a otros, incluso a niños, incluso a sí mismo en los muchos momentos en que calibró la conveniencia o no de suicidarse. Quienes lo trataron coinciden en señalar una característica del personaje: inspiraba miedo, más aún, era aterrador. El famoso principio o regla moral de Popper con relación a los conferencistas visitantes puede haber sido enunciado, como él pretende, antes de que Wittgenstein saliese enfurecido o después de la salida tranquila pero intempestiva del analista del lenguaje. En todo caso, lo que resulta evidente, es que Popper se sintió amenazado por el uso wittgensteiniano del atizador. Sus razones tendría.

¿Y la fama de Popper? La de un polemista, un provocador, siempre dispuesto a tomar la discusión de ideas como una batalla en la debía haber un triunfador y ese triunfador debía ser, siempre, Karl Popper. Había planteado el sano principio de que las proposiciones deben ser sometidas a la prueba de la «falsificación», de la demostración de su eventual falsedad, pero nadie recuerda que haya accedido a clasificar como «falsa» a una de sus tesis después de una discusión. Antes bien, atacaba perrunamente y sin tregua a cualquiera que hablando o por escrito se opusiese a opiniones de las que estaba convencido. Alguien dijo que su obra de filosofía política La sociedad abierta y sus enemigos debiera haberse llamado La sociedad abierta por uno de sus enemigos. Tal era la fama de intolerancia que se desprende de su escritura y de las anécdotas conocidas de su vida. Gilbert Ryle hablaba, al reseñar ese libro, de su carácter «vehemente y hasta ponzoñoso (venimous[11].

Estos son los dos personajes que tuvieron ese breve y acalorado encuentro, el único momento compartido en sus vidas. La explicación que da Popper del incidente puede figurar en una antología de la racionalización y la argumentación del «alma bella»: «Yo realmente me sentía muy triste. Admito que había ido a Cambridge esperando provocar a Wittgenstein a que defendiese su posición de que no había genuinos problemas filosóficos y a combatir con él sobre este punto. Pero no pretendía de ningún modo irritarlo y me sorprendió ver que no era capaz de entender una broma. Sólo más tarde caí en cuenta de que tal vez él sí vio que se trataba de una broma y fue precisamente eso lo que le ofendió… Puede que el incidente fuese, en parte, atribuible a mi costumbre de que, cada vez que soy invitado a hablar en algún sitio, desarrollo mis opiniones hasta el punto en que espero que se hagan inaceptables para esa audiencia en particular. Me parece que hay una sola excusa para una conferencia: la del desafío. Es ese el único modo en que un discurso puede ser mejor que un artículo impreso. Por eso escogí mi tema como lo hice»[12].

Hasta aquí tenemos la presentación de la situación en lo que podríamos llamar, por analogía con un sueño, el contenido manifiesto. Tenemos el esqueleto de la verdad y ha llegado el momento de vestirlo y comprender los fundamentos pasionales involucrados. Vale la pena que recordemos el final del Simposio. Alcibíades pronuncia su encendido discurso en el que ensalza las virtudes amatorias de Sócrates y cuenta hasta el impudor todo lo que hizo para ganarse el amor del maestro. Sócrates escucha y deshace el engaño: Alcibíades se presenta como un éroménos, alguien que quiere ser el objeto amado por Sócrates, pero lo hace ocultando su motivo fundamental y es que desea que Agatón, viendo esa entrega amorosa, aspire a ser el amado de él, de Alcibíades. Es una táctica para seducir y conquistar al poeta vencedor, al dueño de casa. Sócrates interpreta la maniobra del joven guerrero y se dirige a su pareja: «¡Ea, querido Agatón!, que no triunfe en su intento y toma tus precauciones para que nadie nos enemiste a los dos»[13].

El contenido latente  del Simposio es develado en ese final nocturno del que faltan las conclusiones porque el relator, Aristodemo «no se acordaba, pues no había asistido a ella desde el principio y estaba somnoliento, pero lo capital fue que Sócrates los obligó a reconocer que era propio del mismo hombre saber componer comedia y tragedia y que el que con arte es poeta trágico, también lo es cómico». (223d)[14] Es una nueva puesta en abismo: ante las lagunas del recuerdo y del relato «([Aristodemo] no se acordaba)» pero el texto todo del Simposio es esa combinación de la tragedia y la comedia de la escena final. Q. E. D.

Cuando volvemos a Cambridge y a la reconstrucción de la historia del atizador ¿no encontraremos también el elemento de comedia? ¿No estará también el motor del drama en un elemento erótico desatendido por los protagonistas y por los testigos que creyeron ver un drama cuando se estaba desarrollando una comedia? Así lo sugieren E&E cuando hablan de una trama latente, un subplot que ilustra toda la acción y que pasa por la intervención de la dritte Person, la tercera persona. Se rompe así la idea del drama imaginario del enfrentamiento entre dos austriacos vieneses de origen judío, noble el uno, de clase media y arribista el otro, en una torre de marfil inglesa. Como en todo duelo que se respete el objeto es el tercero, la Dama. La apuesta, con ella presente, entra en el terreno de lo simbólico.

El objeto codiciado por Popper y al que esperaba ganar a través de los ataques a Wittgenstein no era otro que el allí presente Bertrand Russell. Con este «tercer hombre» en acción es que la tragedia se transforma en comedia. Repongamos en la memoria las fechas y edades de los tres protagonistas: B. R. (1872 -1970, 74 años en 1946), L. W. (1889 – 1951, 57 años) y K. P. (1902 – 1994, 44 años).

Russell enseñaba en Cambridge y allí llegó, en 1911, el primaveral Wittgenstein, que buscaba un mentor en lógica y en filosofía, por recomendación del eminente lógico Gottlob Frege a quien había visitado y pedido consejo sobre el particular en Jena. En un principio la relación entre ellos fue de cautivación recíproca. Wittgenstein era extremadamente tímido y tartamudeaba ante su maestro. Russell pudo haber dudado cuando lo conoció («Al principio me preguntaba si tenía por delante a un genio o a un tarado, pero muy pronto adopté la primera de las hipótesis»)[15] . A poco andar, el célebre filósofo liberal que ronda por ese entonces los cuarenta años, personificación de Sócrates, desesperando ya de la posibilidad de tener descendencia física, encuentra que este maravilloso Wunderkind de 22 podría ser su sucesor a la manera de un hijo. Experimenta fuertes sentimientos de protección y ternura y una clara idea de continuidad: «Siento que él hará la obra que yo debería cumplir y que lo hará mejor» (carta a su amante, Lady Ottoline Morrell, 1º de junio de 1912)[16]. Uno podría aventurarse a decir que, si Russell hubiera tenido que tomar cicuta poco después, Wittgenstein hubiese llegado a ser su Platón. Pero los duendes del destino quisieron las cosas de modo distinto y Russell fue quien llegó a nonagenario mientras que el joven discípulo tuvo una muerte temprana. Además, Wittgenstein pronto se decepcionó y nunca llegó a sentir una admiración desmedida por Russell mientras que era el viejo quien estaba seducido por el joven. En el obituario que escribió para Mind, Russell anotó: «haber conocido a Wittgenstein fue una de las aventuras más excitantes de mi vida»[17]. A medida que Russell envejecía Wittgenstein se iba desencantando de él y, para los tiempos del incidente del atizador, ya no quedaban carbones ardientes que atizar en el seno de su relación. Para decirlo francamente, Wittgenstein había llegado a sentir desprecio por su maestro, por sus supuestas debilidades éticas, por sus ambigüedades en la relación con los demás, por la tendencia a la superficialidad de los temas y de las obras que le valían un éxito mundano a costa del rigor que Wittgenstein siempre esperaba de sí mismo y de los demás. Para 1946 las relaciones entre ambos eran un montón de cenizas inertes. Esto no significa mucho en lo particular: nadie, ningún contemporáneo, pudo decir que gozó sostenidamente de la estima intelectual de Wittgenstein.

Muy distinta es la situación de quien se planteó como duelista desafiante en 1946 y se encontró con un atizador en vez de una espada. Popper era treinta años menor que Russell, un anciano ya, con quien el inverecundo politólogo y epistemólogo no podía sentir celos ni rivalidad. Por el contrario, representaba una figura de autoridad para todos los demás y era «importante», para un recién llegado al difícil panorama de la institución filosófica inglesa, tenerlo de su lado. Russell, que había sido tan sensible al genio de Wittgenstein, era indiferente ante las acrobacias que Popper podía realizar para impresionarlo, incluyendo la descarada imitación de su estilo como prosista en su nueva lengua, el inglés. E&E comentan que, pese a todas sus expectativas, Popper nunca llegó a conseguir un lugar cerca de Russell. El ataque a Wittgenstein en el salón H 3 no lo hizo un héroe, según él hubiera querido, ante los ojos del viejo filósofo. La suya fue una maniobra fallida, un intento de seducción que tropezó con la irónica indiferencia socrática en la aguileña nariz de Russell. Wittggenstein había sido aceptado por Russell como hijo putativo y renunció a esa posición. Popper quería ganarla, treinta y cuatro años después y no lo conseguía. Wittgenstein estaba harto de Cambridge, Popper quería impresionar a todos allí y dejar una impronta. Popper iba a desafiar, a combatir y a derrotar a Wittgenstein. A éste no le interesaba el choque y no tenía nada que ganar. Si hemos de creer a E&E[18], lo que interesaba al filósofo de los juegos del lenguaje era un joven estudiante de medicina, totalmente alejado del Moral Science Club, Ben Richards, de quien se había enamorado, según se puede leer en sus cuadernos personales. Sufría, no sabía si la relación podía durar y tampoco si podría soportar tanto dolor. Curiosamente aparece en ese cuaderno, en relación con Richards, la referencia al daimon del que Diotima habló a Sócrates, el amor como un intermediario entre los dioses y los hombres. Son esos «demons» -escribe -los que han entretejido los lazos y los que los guardan en sus manos. Son ellos los que pueden romperlos o permitirles continuar anudados. Al día siguiente de la reunión que culminó con el incidente del atizador, Wittgenstein, permitiéndonos vislumbrar lo que le interesaba por entonces, escribió:

«El amor es LA perla de gran valor que sostienes junto a tu corazón y que nunca cambiarás por otra cosa y que reconocerás como el objeto más valioso. Además nos muestra si uno la posee y qué gran valor es (sic) Llegas a saber lo que significa y a reconocer su valor. Entiendes entonces lo que significa extraer piedras preciosas»[19]. En otras palabras, Wittgenstein habla de la esencia del amor y compara a éste con un objeto valioso e invisible, perla, pìedra preciosa, que se guarda fuera de todo comercio o trueque. Extrañamente resuenan estas palabras para todo conocedor del Simposio. A Wittgenstein es un cierto agalma el que lo mueve. Sólo que el agalma está lejos del banquete de los filósofos; está guardado en un mancebo que no pertenece a la corporación.

Popper, a sus 44 años, se plantea seducir espiritualmente a un viejo maestro, Russell. Wittgenstein, no muy lejos de los 60, sufre por no poder atraer a un joven estudiante. El modo popperiano de agradar es, de acuerdo a su inveterada compulsión de repetición, el de atacar con ferocidad a quien tiene por delante y al que ha elegido como blanco. «Es por ti, maestro, por quien lucho y por quien rompo armas». ¿Qué puede haber entendido Wittgenstein de la maniobra de su aspirante a rival? Es posible que nada y que, llamado por otros intereses, haya resuelto que no tenía interés en la discusión como se venía planteando y, por eso, dejase el atizador, con violencia o sin ella, y se fuese del salón. Que Wittgenstein fuese inconsciente del significado de lo que sucedía no desmerece el hecho de que su respuesta, desde una perspectiva ética, hubiese sido la justa. Es lo que veremos.

En el Simposio, Sócrates interpreta la maniobra de seducción de Alcibíades que, tomando como blanco al propio Sócrates, apunta en realidad a Agatón. Wittgenstein, por su parte, no interpreta a Popper ni espera que Russell lo haga; él actúa y se va del salón, arrojando el atizador al piso, cual diciendo: «arréglense entre ustedes». Tal es esa respuesta que trataremos de analizar.

Popper siente que ha ganado la batalla puesto que su enemigo ha desertado el campo, pero ¿qué victoria es esa? ¿Filosófica? No; Wittgenstein no ha cedido sobre el punto de los enigmas filosóficos ni sobre la utilidad del estudio del habla cotidiana. ¿Política? No; los participantes de la reunión, en su mayoría adeptos de Wittgenstein, siguen pensando lo mismo que antes. ¿Amorosa? Tampoco; Russell, el objeto de sus anhelos, sigue tan lejano como siempre. Mas le queda una compensación: la elaboración de un recuerdo mítico del incidente en donde sería una frase punzante y magistral (a punchline) dicha por él la que habría puesto a su adversario en fuga. El saldo de la operación es el relato que se puede leer, escrito justo treinta años después en la autobiografía. Es el único punto en que condesciende a narrar in extenso un episodio de su vida. Popper vive la anécdota y la cuenta como si se tratase de un combate trascendental en donde él, el héroe, habría derrotado, en la persona de Wittgenstgein, a la filosofía del lenguaje. Podía jugar a ser a un tiempo Odiseo y Homero, el héroe y el rapsoda.

Treinta años pasaron hasta que Popper redactó sus memorias y veinte más hasta que se murió. Los periodistas apresurados para redactar la nota cronológica recurrieron a ese sabroso relato y los testigos sobrevivientes intervinieron para decir que no había sido de tal manera, que Popper había embellecido los acontecimientos en su favor y que había mentido de cabo a rabo. Sólo uno de los nueve ancianos da un relato que se aproxima al de Popper, aunque dice que Wittgenstein no dio ningún portazo. ¿Qué acceso tenemos los lectores del Simposio a los discursos en la casa de Agatón? Ninguno; excepto el que nos brinda el lenguaje plagado de confesas lagunas del texto de Platón. ¿Qué acceso tenemos a la fogosa discusión de Cambridge? Sólo la que nos brindan discutibles testimonios usando y abusando del lenguaje, constructor de ficciones.

Nos sentimos en este punto convocados a interpretar lo que sucedió para extraer las consecuencias de la anécdota trascendiendo lo anecdótico. Allí, con algunas cartas más, rescatadas por E&E, se abren nuevas posibilidades. Al día siguiente de la caída del atizador, Popper escribe una carta a Russell en la que recuerda lo sucedido la víspera: «He gozado de la tarde que pasamos juntos y de la oportunidad que tuve, en la noche, de cooperar con usted en la batalla contra Wittgenstein…» y más adelante agrega «… Es por eso que tuve que escoger (y por eso es que, aconsejado por usted, finalmente acabé por escogiendo este tema». Quienes nos cuentan la historia, E&E[20], señalan las ambigüedades y buscan las contradicciones que aflorarían en el texto de esta carta y se fundan especialmente en que no es esta secuencia la que se deriva de la lectura de La búsqueda inconclusa. En efecto, en la autobiografía Popper señala claramente que él escogió el tema y el título y lo hizo como un desafío. Pero, ¿por qué conceder más autenticidad a la narración de los setenta, como lo hacen E&E, que a la carta escrita al día siguiente y que ellos mismos nos dan a conocer? Nos enteramos, además, que un día después Russell[21]contestó a esa carta ratificando su complicidad con Popper: «Yo estuve totalmente de su lado pero no tomé una parte mayor en la discusión por ser usted tan plenamente competente para luchar en su propia batalla». Popper admite que al principio había titulado a su exposición «Métodos en filosofía» pero que acabó por escoger «¿Hay problemas filosóficos?». ¿Lo habría hecho inducido por Russell?

Todo indica, a nuestro parecer, que hubo una pequeña conspiración entre Popper y Russell para atacar a Wittgenstein y que ambos se pusieron de acuerdo en la tarde, a la hora del té. Cuando Popper planteó sus argumentos para la noche, recibió el respaldo de Russell y «en su ansiedad para robustecer la relación con su héroe, queriendo quizás adularlo, exageró la importancia de la conversación vespertina. Con su mezcla de argumentación meticulosa y ansiedad por agradar, la carta de Popper apuntaba indudablemente a construir una relación duradera con ese hombre de quien había dicho que el nombre debía mencionarse en el mismo golpe de aliento que los de Hume y Kant. Pero entonces, y siempre en lo sucesivo, Popper habría de decepcionarse por la falta de reciprocidad de Russell y por el carácter desigual de la relación entre ambos»[22].

Personalmente creo que es muy factible que Russell se hubiese servido del ímpetu del joven venido de Nueva Zelanda para atacar a ese hijo desleal que había decidido seguir por sus propios caminos y que ostentaba una actitud de desprecio hacia su antiguo mentor. Nunca sabremos qué hablaron mientras tomaban su té (five o’clock) Russell y Popper antes de la hora de la reunión. Tenemos todos los datos para sospechar que lo sucedido en la noche estuvo influido por esa conversación informal.

¿Qué hay detrás de un diálogo filosófico? Una erótica, un desplazamiento de investiduras libidinales, tradicionalmente homosexuales, que constituyen la trama recóndita de las escenas que registran las crónicas. El choque de los «dos grandes filósofos» sólo tiene sentido a partir de la comprensión del lugar del tercero, Russell. El objeto precioso escondido en el dios, en la caja del sileno, desconocido para él mismo, fue Wittgenstein para Russell en 1911, año de su primer encuentro («¿habrá algo valioso en este «alemán» de quien no sé si no es un idiota?»). El encuentro fue completamente espiritual tal vez porque en las pascuas de ese año Russell había iniciado su relación amatoria con Lady Ottoline. Nadie puede decir qué hubiera pasado si el caso hubiese sido diverso y también nosotros nos libraremos del pecado de especular. No obstante cabe recordar que Russell consideraba a su discípulo como «un tesoro«[23] y que puede dar lugar a esa especulación que hemos querido evitar estas frases de una carta de Russell a Lady Ottoline (1º de junio de 1912): «Creo que él está apasionadamente prendado de mí. Sufre enormemente por cualquier malentendido entre nuestras maneras de ver. Yo estoy apasionado por él, pero como ciertamente mi mente está absorbida por ti, mis sentimientos hacia él tienen para mí menos importancia de lo que los suyos (hacia mí) la tienen para él». El biógrafo agrega en un comentario: «Estas dos relaciones (de Russell con Lady O. y con L. W.) fueron las más intensas que él había conocido y constantemente comparaba a la una con la otra»[24]. Como dijimos, no especularemos acerca de lo que hubiera pasado sin la presencia de Lady Ottoline.

Para Russell, en 1911 y 1912, el joven vienés de 30 años es un «tesoro», las cartas que le escribe son «adorables», es «un artista de la inteligencia», etc. Lo dicho, Sócrates creyó haber encontrado a su Platón. Pero…

… la fascinación de Wittgenstein por el lord inglés duró lo que un suspiro. Brian McGuinness, el biógrafo al que venimos siguiendo, cita esta frase del filósofo incipiente: «Russell era en ese entonces asombrosamente brillante«, pero a poco andar Ludwig notó que ya había perdido toda su inventividad y que había una diferencia ética entre ambos que era irreductible. Ya a comienzos de 1914 le escribe: «He llegado finalmente a la conclusión de que no estamos hechos para entendernos… una verdadera relación de amistad es imposible entre nosotros. Te estaré reconocido mientras viva, pero nunca volveré a escribirte y ya nunca me verás» (subrayado de LW). Por cierto que volvieron a verse muchas veces pero ya nunca hubo de parte del vienés una valoración positiva del anciano Bertrand.[25] Desde allí en adelante fue creciendo el desdén. Cuando, después de la Primera Guerra, Wittgenstein quiso publicar su Tractatus recibió del editor la condición de que sólo sería posible si Russell escribía la Introducción; éste la redactó pero cuando Ludwig vio lo que había escrito se encolerizó porque opinaba que todo lo que Russell decía estaba equivocado. Finalmente, Russell acabó por escribir otro prefacio.

«Tesoro», «adorable», «brillante»… ¿cómo no introducir en esta apasionada relación la cuestión de los agálmata y sus relaciones con la transferencia entendida en sentido analítico? ¿Cómo no advertir la destitución por el éroménos, por el amado (Wittgenstein), del érastés, del amante (Russell), que había sido puesto fugazmente en el lugar del sujeto supuesto saber? Téngase en cuenta que este drama y comedia amorosa tiene lugar 34 años antes de la representación teatral que conocemos como el incidente del atizador (los 34 años que van de 1912 a 1946).

Para Karl Popper, desconocedor de esta prehistoria erótica de los otros protagonistas, Russell no era un objeto de amor aunque sí de una admiración hiperbólica no exenta de envidia. Popper no pretendía alcanzar un objeto maravilloso y oculto. Su aspiración no tendía al agalma que Russell podría haber tenido en su interior sino a algo mucho más prosaico, a algo que está en el terreno de los bienes y del cálculo; del placer y no del goce. Quería ser reconocido por el influyente filósofo porque eso sería bueno para su carrera. Podríamos decir que así se colocaba en una posición de demandante de signos del deseo del otro idealizado. Para decirlo en otros términos, «hacía semblante» de poseer él un objeto valioso, su inteligencia y su posición contraria a toda filosofía del lenguaje, para despertar la atención y conseguir el amor de Russell. Quería seducirlo, ser amado, ser el éroménos de Russell, poder ostentar la posesión de agálmata extraídos del hirsuto sileno quien, por su parte, asistió impasible al enfrentamiento de los dos vieneses «porque -tal como le dijo a Popper – tú solo podías llevar muy bien la batalla contra Wittgenstein».

Por su parte, en 1946, Wittgenstein estaba harto por igual de Russell y de Cambridge (meses después dejó su puesto de profesor y se mudó, of all places, a Irlanda), mientras que Popper esperaba que tanto el célebre filósofo como la prestigiada universidad lo ayudasen a consolidar su carrera. Mas no lo consiguió. Como bien lo señalan E&E, en los libros de Popper pululan las referencias a Russell mientras que éste, en su autobiografía, no hace ninguna mención de Sir Karl Popper (y sí las hay, abundantes, a Wittgenstein). Sócrates Russell no hacía caso del impetuoso Alcibíades Popper que se presentaba como su paladín, aunque quizás, por qué no, pudiese utilizarlo contra su ingrato éroménos, contra ese discípulo díscolo, Agatón Wittgenstein. que tan pronto lo había destituido del lugar de sujeto supuesto saber.

Al igual que en el discurso de Lacan, tampoco a nosotros nos interesan los aspectos psicológicos del enfrentamiento del 26 de octubre de 1946 (¿quién sentía qué hacia quien?) sino ubicar los puntos de reparo estructural, lo que está en juego en un debate que gira aparentemente en torno a las ideas filosóficas. La comparación entre las dos escenas dista de ser una asimilación. Es, muy por el contrario, el señalamiento de las diferencias entre el teatro del Simposio y el teatro del atizador y eso nos lleva ahora a ver de cerca el lugar y la posición adoptada por Wittgenstein. Como ya hemos dicho, el noble Ludwig despreciaba a los otros dos, a Russell y a Popper, por igual.

Lacan dice varias veces en su seminario[26] que Sócrates, porque sabe qué es el amor (es de lo único que sabe), se deja engañar, es decir, se hace dupe, pues no alcanza a reconocer la función esencial del objeto al que se apunta y que es el agalma. Sócrates sigue cogido en el juego entre los érastés y los éroménos y se sostiene en el lugar de érastés de Agatón, denunciando las intenciones de Alcibíades para desplazarlo. El discurso de Alcibíades no llega a iluminarlo sobre lo que está sucediendo, sobre la función del objeto parcial, y su legendaria impasibilidad no se sostiene en el momento en que pide seguir siendo el amante, el érastés del dueño de casa. Diríamos que Sócrates sigue enredado en la lógica del discurso, en el goce fálico ligado al encadenamiento de los significantes, en el blablablá.

Russell, a diferencia de Sócrates, no presta atención a los homenajes amorosos que le ofrenda Popper, ansioso por hacerse amar, y asiste impávido a la escena que protagoniza Wittgenstein con su atizador. Russell verdaderamente no se engaña; simplemente se coloca al margen de la situación. Y tampoco se engaña Wittgenstein que guarda su perla en lo más íntimo de su corazón y sufre, sí, pero por su adhesión al ausente, al reticente estudiante de medicina. Wittgenstein advierte que está siendo provocado por un advenedizo y se retira de la escena dejando un objeto, el famoso atizador, como signo de su desdén. Ante la arrogancia fálica, de gallo de riña, de Popper que hace, en verdad, una exhibición femenina cuyo efecto es mostrar el deseo de ser amado por Russell, Wittgenstein comienza por esgrimir ese objeto también cargado, fuertemente cargado. de resonancias fálicas, como si estuviera puntuando que él también tiene con qué responder. Al acentuarse la provocación, sale de la escena y les deja un signo, no de su amor sino de su desprecio, que afecta y deroga a todos los equivalentes y a todas las metáforas del falo. Si Sócrates seguía siendo dupe, Wittgenstein cierra la puerta detrás de sí y se manifiesta como el non-dupe. Puede que en eso yerre, pero esa es la característica de su vida entera, un desprecio absoluto por lo que se ubica en el campo de los bienes y por los objetos del deseo del Otro, así como una acción completamente imprevisible en el campo del amor.

Tal fue Wittgenstein a lo largo de su vida; un ser desapegado de los objetos de la codicia por los que se enajenan sus semejantes y un sujeto indiferente a todo lo que se presentase con revestimiento fálico. Un denunciante por omisión de todas las locuras que se consideran normales. Los datos son conocidos: nunca tuvo una relación estable con nadie, sus amoríos son más objetos de especulación de los historiadores que hechos fehacientemente documentados, renunció a la ingente fortuna familiar, jamás apreció de manera duradera a ningún pensador viviente, no tenía objetos personales que quisiese conservar, lo dejó todo para ser estudiante de filosofía, se hizo soldado raso voluntario en la Primera Guerra, renunció a cualquier posible privilegio cuando fue hecho prisionero, se ausentó para profundizar en su pensamiento en los fiordos de Noruega, trabajó como maestro de primaria en una escuela tirolesa, se negó a publicar sus investigaciones, hizo un misterioso viaje a la Unión Soviética para ver si la vida en el stalinismo podía aportarle algo, trabajó como ordenanza, enfermero y asistente de laboratorio en la Segunda Guerra, dejó su puesto de profesor en Cambridge para irse a Irlanda y cuando supo que tenía un cáncer de próstata no hizo nada para detener el avance de la enfermedad y se dejó morir sin proferir ninguna queja ni reclamación. Es de ese hombre de quien hemos de pensar el gesto de arrojar el atizador y relacionar ese gesto con lo que llegamos a saber sobre los agálmata.

Para ello debemos seguir el ejemplo de Lacan y comprender filológica y semánticamente qué son estos agálmata, más allá de la versión corriente que los define como «ornamentos». Lacan aisla y destaca la raíz gal, ligada a lo brillante, a lo que deslumbra, a lo que puede atraer la atención de los dioses. El seminario entero del 1º de febrero de 1971 está dedicado a ese estudio filológico y es un modelo de investigación que nos habrá de permitir una comprensión más amplia de la idea y, finalmente, una interpretación nueva de la escena de Cambridge.

Lacan[27] recurre a su primer recuerdo de tropiezo con la palabra griega agalma y aclara que ello no sucedió en la lectura del Simposio sino en el momento de estudiar la Hécuba de Eurípides. ¿Adónde iría a parar la derrotada reina de Troya, la infortunada madre de Héctor y Paris? Se dice que a Delos, la pequeña isla donde nació Apolo, y entonces alude a un objeto célebre, a la palmera datilera bajo la cual, con dolor, Leto dio a luz al dios después de un parto que duró nueve días. La palmera es, para Eurípides, ódinos agalma días, el agalma del dolor de la divina. De inmediato Lacan relaciona este «tronco, árbol, objeto mágico erecto y conservado a través de los tiempos» con la función del falo tal como se desprende del lugar esencial que toma en la doctrina de Freud. La siguiente referencia evocada por Lacan[28] corresponde también a Hécuba de Eurípides y es cuando Polixena ofrece su propio pecho como agalma, hecho que lleva a Lacan a relacionar los agálmata con los exvotos. Pasa luego en su revisión de los clásicos a Homero y encuentra que nada menos que el caballo de Troya es llevado dentro del recinto de la ciudad y tratado por los troyanos como un mega agalma[29]. Llega entonces a la conclusión de que el agalma, sin dejar de ser el objeto precioso y brillante evocado por Alcibíades en su discurso es, fundamentalmente, el oscuro objeto del deseo, el objeto parcial descubierto por la experiencia psicoanalítica (pecho, heces, falo), el objeto que es eje, centro y clave del deseo humano, un objeto recóndito y misterioso alrededor del cual gira el sujeto en el fantasma. Lacan recuerda (y dice que podría dar mil ejemplos), que para los antiguos el agalma es, también, cualquier cosa con la cual se puede atrapar la mirada de los dioses, un truco que pueden usar los mortales para que los habitantes del Olimpo caigan en sus trampas[30]. Este objeto de las mil caras, infinitamente variable, que es el agalma significa, pues, no sólo el sileno (Sócrates), no sólo la estatuilla dorada de los dioses que él contiene, no sólo la maravilla de sus virtudes, sino también lo que puede despertar la cólera, los celos, la envidia. Lacan relaciona agalma conagaiomai, que significa «estar indignado»[31]. En última instancia ese agalma encuentra su encarnación en las películas de Hitchcock, tal como lo ha demostrado S. Zizek, allí donde el mago del suspenso hace intervenir un objeto cualquiera, no necesariamente valioso, el «macguffin«, y organiza una trama donde todos los personajes empiezan a girar y a danzar en torno a él, temiéndolo, queriendo apoderarse y dominarlo, encontrándolo y perdiéndolo, etc. Es el himen en la película de Buñuel, el pañuelo en el drama de Otelo, el anillo en la tetralogía wagneriana. Y, ¿por qué no? el atizador en la escena del salón H 3 de Cambridge.

Wittgenstein desaparece, el atizador yace en el piso, la puerta se cierra tras él. ¿Qué ha hecho con su salida de la escena, con su «no va más», con su escansión? Ha mostrado (en lugar de decir), ha callado acerca de lo que no se podía hablar, ha exhibido la vanidad de las arrogancias fálicas de ese provocador que llegó animado por el designio de combatir y ganar una batalla, haciéndose de paso amar por el profesor a quien él antes admiraba y que ahora es, para él, un adorno irrisorio. ¿Era el falo lo que estaba en juego y lo que había que exhibir? ¿Serviría ese hierro para reavivar los calores de un antiguo amor? La respuesta de Wittgenstein es derogatoria del falo tomado como supremo bien: «Ahí lo tienen, a mí no me interesa; hagan con él lo que mejor les parezca. Yo me reduzco a ’nada’ (rien); soy la ausencia que queda en la estela de mi desprecio, soy la sonrisa de un gato que se va. ¿Se sienten amenazados por un atizador? Mucho más terrible es mi ausencia; mucho más aterrador es mi silencio que mi canto. ¡Arréglense con él!». Arrojar el atizador en medio del cónclave de los profesores es poner en acto la filosofía de Wittgenstein y mostrar esos límites del lenguaje que ya no son los límites del mundo como había sostenido en un principio. Hay un más allá del lenguaje que se alcanza en el silencio y en la acción, un punto de contacto con lo real indecible. De ahí la elocuencia del atizador que cae más allá de toda interpretación.

Una vez que conocemos el contexto erótico y los antecedentes y una vez que sabemos la pequeña intriga tramada entre Popper y Russell y que oímos la confesión de Popper de que fue a Cambridge para desafiar y provocar a Wittgenstein, con esos elementos en la mano, podemos comprender la naturaleza ética del acto de Wittgenstein y la función del atizador. ¿Tenía sentido quedarse a discutir, a argumentar, a interpretar? Definitivamente, no. Se imponía un acto, algo equivalente a un cierre de la sesión, una escansión analítica. Lacan[32] lo notaba en la posición filosófica de Wittgenstein y nosotros lo vemos reflejado en este episodio que trasciende el marco de lo anecdótico: «Lo que el autor tiene de próximo con la posición del analista es que él se elimina completamente de su discurso».

«El atizador de Wittgenstein» es un título muy inteligente. Está preñado por las resonancias del genitivo. El atizador es lo que enciende a Wittgenstein y es lo que Wittgenstein usa para encender a los demás. Es el indicador material de su perseverancia en afirmar una trayectoria en el campo de la lógica que está más allá de los espejismos del Yo y del falo. Por eso Lacan pudo hablar de una subordinación de Wittgenstein a la búsqueda de la verdad que lo coloca en una actitud de «ferocidad psicótica»[33]. El diagnóstico es preciso: quien puede llegar a ese punto de des-ser, de desubjetivación, de renuncia al mundo compartido de la competencia por los bienes, quien hace de la filosofía un terreno a desbrozar de toda maleza y hasta de toda hierba para dejar la prístina pureza de una escritura lógica y precisa, quien se propone hacer una terapia del lenguaje mandando a las palabras a limpiarse en la tintorería y por eso se considera un discípulo de Freud, quien vive el amor más allá de los espejismos del objeto, es alguien que ha renunciado al falo y a su representante, el yo. Por eso es que Wittgenstein, más allá del principio de realidad, es, en su vida y en su obra, un psicótico, el huésped de una locura que denuncia la alienación de todos los demás, un extraterrestre, un incapaz para dialogar civilizadamente con los eminentes futuros caballeros del Rey que asisten esa noche a la discusión en el Club de Ciencias Morales. El atizador en el suelo expresa ese «¡Al diablo con todos vosotros! ¡Quitaos las máscaras! ¡O seguid usándolas! Yo estoy en otra parte, no con vosotros.»

El agalma, proponía Lacan en sus incursiones por el griego, podía relacionarse con agaiomai , que significaba «estar indignado», a lo que se llegaba pasando por agasho «soportar con pena»). El agalma  no es necesariamente un adorno; es el objeto que puede atraer la atención de los dioses pero esa atención no es por fuerza ni una bendición ni una mirada deslumbrada. Para Wittgenstein este objeto fálico, el atizador, es la concreción de su desprecio, de su sufrimiento en la sociedad de los hombres, de su indignación, de su rechazo a los valores que ensombrecen la búsqueda de la verdad y que cambian, como le señala Sócrates a Alcibíades, el oro por cobre. El agalma de Wittgenstein, por eso, es muy posiblemente platónico, no pertenece a este mundo sino al topos uranos. Es un objeto parcial sin imagen especular, el objeto a de Lacan, objeto causa del deseo, objeto plus de goce, objeto al que todo rostro traiciona y por eso, mejor que dando la cara, se le muestra obstruyendo su vista con una puerta cerrada. El atizador es el semblante de ese objeto, lo que queda sobre el piso como residuo y desecho y cuyo nombre más propio es «nada», le rien, el nada.

E&E acaban su fascinante investigación del incidente con estas palabras perspicaces[34]: «¿Y qué fue del sine qua non de esta historia? Lo sucedido en el H 3 puede estar ahora más claro, pero el destino del atizador sigue siendo un misterio total. Muchos lo han buscado en vano. De acuerdo a cierto informe, Richard Braithwaite lo hizo desaparecer para poner término a la codicia de los académicos y de los periodistas».

Que me sea permitido decir que están todos equivocados. Les diré lo que pasó con el atizador. Hay una isla, cuyas coordenadas y mapas precisos yo tengo, donde funciona un curioso museo de la filosofía. El museo está ubicado en el fondo de una caverna donde la única fuente de luz es una fogata que está siempre encendida. Cuando las cenizas amenazan con cubrir a las brasas viene alguien, yo sé quién, que se acerca a la hoguera y usa el atizador de Wittgenstein para reavivar el fuego y evitar que se extinga. Eso viene pasando desde hace cincuenta años.

1º de septiembre de 2003

 El autor deja expreso reconocimiento de gratitud a Tamara Francés, Ricardo O. Moscone y Daniel Koren lectores perspicaces y autores de útiles objeciones a la primera versión de este texto. 

[1] Ricardo O. Moscone: Sócrates: Sólo sé de amor. Biblioteca Nueva, Madrid, 2002. Este libro es de lectura esencial para quienquiera que aspire a documentarse sobre la persona y los tiempos de Sócrates. El autor, psicoanalista argentino, trasciende la mera historiografía y se adentra en una investigación de las complejas relaciones del filósofo con su familia y con los personajes de los diálogos de Platón.

[2] Karl Popper:  Unended Quest. An Intellectual Autobiography. Open Court, La Salle y Londres, 1974, Fourth Impression, with corrections, 1978. El relato del incidente con Wittgenstein, pp. 122-125.

[3] David Edmonds y John Eidinow. Wittgenstein’s Poker. Ecco (Harper – Collins), Nueva York, 2001.

[4] Platón. Obras Completas. La numeración es la correspondiente a la paginación internacional estándar. (Traducción de Luis Gil), Aguilar, Madrid, 1979, p. 583.

[5] Jacques Derrida: La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá. (traducción de Patricia Reyes Baca) Siglo 21, México, 1ª ed., 1986, 2ª ed. en español, aumentada, 2001, p. 352.

[6] Platón. Op. Cit., p. 567

[7] Jacques Derrida, Op. Cit., p. 352..

[8] Jacques Lacan. Le Séminaire. Livre VIII. Le transfert. París, Seuil, 1991(Texte établi par Jacques-Alain Miller. La edición está plagada de errores al punto que es inutilizable. Jacques-Alain Miller, ante el escándalo suscitado por esa publicación, retiró del mercado los ejemplares que quedaban y luego dio a conocer otra versión. La paginación aquí indicada corresponde a esa primera versión de 1991. Referirse a Le transfert dans tous ses errata. EPEL, Paris, 1991.

[9] Karl Popper, Op. cit., p. 123.

[10] Al respecto, cf. nuevamente Sócrates: sólo sé de amor de Ricardo O. Moscone (cit., pp. 260-63)

[11] Citado en E&E, p. 262.

[12] Karl Popper, Op. cit., p. 124.

[13] Platón, Op. Cit., p. 597.

[14] Ibíd.., p. 597.

[15] Brian McGuinness, Wittgenstein. I – Les Années de Jeunesse (1889-1921), París, Seuil, 1991, p. 120. Cita y traducción de ese autor.

[16] Ibíd.., p. 135.

[17] Citado en E&E, p. 52.

[18] E&E., Op. Cit., p. 264-265.

[19] Ibid., p. 265.

[20] E&E, Op. Cit., p. 282.

[21] Ibid., p. 283.

[22] Ibid., p. 285.

[23] Brian McGuinness, Op. cit., p. 134.

[24] Ibid.

[25] Ibid., p. 239.

[26] Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre VIII., cit., p. 190 y p. 194.

[27] Jacques Lacan, Op. cit., p. 168.

[28] Ibid., p. 172.

[29] Ibid., p. 171.

[30] Ibid.

[31] Ibid., p. 170.

[32] Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre XVIII. L’Envers de la psychanalyse, Seuil, París, 1991, p.71.

[33] Jacques Lacan, Ibid.,  p. 69.

[34] E&E, Op. Cit., p. 294.