El cuerpo como castración del Yo
María Isabel Ortigoza Capetillo
“…El hombre sólo trasciende enteramente a la naturaleza cuando actúa…”
Hannah Arendt
Este trabajo pretende abordar el tema cuerpo desde el punto de vista psicoanalítico, en su relación con el yo y la operación de castración que éste ejerce sobre el yo mismo.
Este estudio estará sostenido fundamentalmente en la teoría psicoanalítica freudiana y se propone reabrir algunas interrogantes ya planteadas por el autor de psicoanálisis en sus últimos trabajos y, desembocar en algunas reflexiones que nos permitan reconsiderar la pregunta acerca del lugar del cuerpo dentro de la sesión analítica, como límite que bordea el psicoanálisis y como pieza fundamental también del proceso analítico.
El cuerpo, en psicoanálisis se sitúa en una encrucijada privilegiada donde convergen lo biológico, cultural y lo psíquico. Unir estas esferas para definir las psique humana sigue siendo una preocupación del psicoanálisis contemporáneo. La pregunta por el cuerpo es una cuestión de frontera, donde lo biológico y lo psíquico no se separan, pero tampoco se reconcilian.
Se tratará en estas reflexiones, de evidenciar la relación del cuerpo con el yo y las desavenencias que éste provoca frustrándolo, debilitándolo y transgrediéndolo a su vez por las limitaciones que como cuerpo humano inevitablemente posee como ser que se caracteriza de ser finito.
Quiero proponer una hipótesis que rinda cuenta, a la vez de cómo el cuerpo asecha al yo con el sufrimiento.
En el Malestar de la Cultura, (1929) Freud, después de haber dado un rodeo por las ciencias naturales, la medicina y la psicoterapia, nos menciona, cuando escribe acerca de su vida en 1935, de su interés de volver a los problemas culturales, que de joven le habían fascinado. En esa época Freud ya es un hombre septuagenario y está preocupado por los problemas existenciales y de la condición del ser humano. Cansado por la edad y agobiado ya por la enfermedad que lo llevaría a la muerte se pregunta acerca del alcance de la felicidad. Esta, la felicidad, nos dice está regida por el principio de placer, se opone al cosmo, a la cultura y a la disposición del ser humano.
“…Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer solo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero solo en muy escasa medida lo estable…” [1]
Así que nuestras facultades de lograr la felicidad están limitadas, el sufrimiento del hombre proviene de tres lados, en primer lugar, desde el cuerpo propio que condenado a la decadencia y a la aniquilación ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia. En segundo lugar procede del mundo exterior, tal como el maestro no los demuestra en dicho trabajo; emana del mundo exterior que es capaz de encarnizarse con nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables y en tercer lugar, de las relaciones con los otros, adversas, tal como son entre nosotros, los seres humanos.
Así, como nos ha sido impuesta -en palabras de Freud-, la vida nos resulta una labor demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones y empresas imposibles. Para soportarla el hombre usa lenitivos: distracciones que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria, satisfacciones sustitutivas que la reducen e incluso, narcóticos que nos tornan insensibles a ellas.
Freud estudia el tema desde esta vertiente, es decir, considerando la cuestión sobre el principio del placer para el alcance de la felicidad y cómo el hombre la rebaja por la influencia del mundo exterior y también por la de lo interior biológico transformándose así, en el más modesto ser conducido a través del principio de realidad. La idea de ser feliz así, es vista como logro al haber escapado de la desgracia.
Freud atribuye un carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria. He aquí el porqué, tantos los individuos como los pueblos han reservado un lugar permanente en su economía libidinal. Los hombres saben que con este aliciente podrían escapar al peso de la realidad refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su sensibilidad.
Son varias las técnicas señaladas a las que recurre el hombre para aliviar el sufrimiento: la reorientación de los fines instintivos de manera tal que eludan la frustración del mundo exterior; la sublimación de los instintos que puedan acrecentar el placer hacia el trabajo psíquico e intelectual; la búsqueda del camino hacia el placer que produzca la belleza y el acercamiento al amor sexual, e incluso a la religión que promete para todos un camino único hacia la felicidad y la reducción del sufrimiento.
Hay un punto débil en todos estos métodos, señala el profesor, reside en que su aplicabilidad no es general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones y aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida suficiente. Y aun a estos escasos sujetos, no puede ofrecerles una protección completa contra el sufrimiento, no los reviste con una fortificación impenetrable a las flechas del infortunio y suele fracasar cuando el cuerpo propio se convierte en fuente de dolor. El cuerpo sufre, ya sea por algún conflicto psíquico que se manifiesta simbólicamente en él, es decir, que como energía emocional desviada de los distintos motivos puede aparecer bajo la forma de trastornos físicos y alterar las funciones de ciertos órganos de nuestro cuerpo o bien, del dolor producido por las enfermedades puramente orgánicas que también son capaces además del sufrimiento inevitable al cuerpo, de provocar modificaciones en la psique. Se trata de la desventura de la condición del ser humano.
El dolor del cuerpo proviene de los arrebatos de la naturaleza, de la caducidad del cuerpo mismo y de la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones con los otros con quienes vivimos.
“…En lo que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a dominar completamente la Naturaleza; nuestro organismo que forma parte de ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta comprobación no es en modo alguno descorazonante; por el contrario señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al menos superar algunos pesares, aunque no todos. Otros logramos mitigarlos: varios milenios de experiencia nos han convencido de ello…”.[2]
El juicio del hombre no puede vacilar, nos vemos obligados a reconocer y a inclinarnos ante lo inevitable. ¿Es esta una meta en el pensamiento freudiano? Jamás llegaremos a dominar la naturaleza y nuestro cuerpo será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Una conjetura hay aquí, de entrada, Freud, nos indica las referencias que nos permiten hablar de la condición del ser humano, como ser mísero, mutilado, castrado simbólicamente y determinado como cuerpo biológico perecedero.
Algo peculiar hay en este dilema existencial del hombre, algo que lo caracteriza y los distingue de los animales, el psicoanálisis ha encontrado que la esencia del hombre es ser, ser de deseo. Como ser de lenguaje, ese deseo ha quedado trazado en su cuerpo por el símbolo. Deseo inconsciente, deseo eminentemente sexual no regulado por el instinto sino por las pulsiones que difieren de estos por ser extremadamente variables y en que se desarrollan de tal manera que depende de la historia de vida del sujeto. Deseo que a su vez se realiza en esas pulsiones como manifestaciones parciales de deseo, por ser este indiviso.
El hombre es tal porque el símbolo lo ha hecho hombre, más su cuerpo físico sigue siendo enigmático. Si bien el hombre tiene una identidad simbólica que lo aparta de la naturaleza, se construye un yo simbólico, se le otorga un nombre de pila y es parte de una historia; Si bien posee un superyó que le ordena gozar, y un ideal del yo que gobierna su posición en el orden simbólico, esta rebasado también por su cuerpo. Por el yo-cuerpo tal como lo denominó Freud. El yo, se lee en El yo y el ello, es ante todo un yo corporal, no sólo ser de superficie sino la proyección misma de una superficie. Esta idea, hace subrayar el ser corporal del yo, que sería ante todo un cuerpo físico.
De un yo derivado de las sensaciones corporales, principalmente las que tienen su fuente en la superficie del cuerpo que si bien lo aparta de la naturaleza por su identidad simbólica, lo determina también porque se encuentra atado a ella y al mismo tiempo, indefenso. En el hombre hay esa dualidad: puede viajar a la luna y sin embargo se encuentra dependiente a un corazón que palpita, a un cuerpo que respira, a un estómago que exige ingerir y desechar el alimento. Se halla dentro de una envoltura carnal extraña a él en muchos aspectos y en distintos momentos del ciclo de la vida humana. Francoise Dolto distingue el esquema corporal de la imagen del cuerpo, esta última por supuesto considerada del lado del deseo y no referida a la mera necesidad:
“…El esquema corporal es una realidad de hecho, en cierto modo es nuestro vivir carnal al contacto del mundo físico. Nuestras experiencias de la realidad dependen de la integridad del organismo, o de sus lesiones transitorias o indelebles, neurológicas, musculares, óseas y también de nuestras sensaciones fisiológicas viscerales, circulatorias, todavía llamadas cenestésicas…” [3]
Ese esquema corporal, lugar de la necesidad, del cuerpo en su vitalidad orgánica constituye y se entrecruza con la imagen del cuerpo, lugar del deseo. Y Será este tejido de relaciones el que permitirá al niño estructurarse como ser humano. Que esto sea así se entiende que en esa esencia del ser como ser de deseo, el cuerpo esté presente en su finitud y el deseo del hombre esté, también signado por éste.
El hombre está literalmente dividido, tiene conciencia de su singularidad espléndida, porque sobresale a la naturaleza con una majestad altiva. Sin embargo, cuando pone los pies en la tierra, sabe que va a morir y que unos cuantos metros bajo la superficie, yace el lugar donde su cuerpo se desintegrará y desaparecerá para siempre. Este un dilema terrorífico con el que hombre vive y sufre también. Se trata de la angustia hacia la vida y hacia la muerte que acompaña el hombre en su devenir por el mundo.
Si bien, lo dijo Freud, nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal, hay un juicio de verdad sobre ella, llegará. El hombre inconscientemente no cree en ella, más puede vivir toda la vida con presencia de la muerte obsesionando sus sueños, marcando sus pasos, angustiando sus días felices o acrecentándolos por la suerte de estar vivo. El hecho de que nuestro inconsciente no quiera saber nada de ella, hace la vida más soportable.
Dice Freud en Consideraciones sobre la guerra y muerte, “…es demasiado triste que la vida pueda pasar como en el ajedrez, en el cual una mala jugada, puede forzarnos a dar por perdida la partida, con la diferencia de que en la vida no podemos empezar luego una segunda partida de desquite…” [4]
El símbolo marca al cuerpo, más el yo-cuerpo hace al símbolo. El hombre posee esa virtualidad de simbolizar, por ser, ser de lenguaje. Lo permite esquivar esa parte su naturaleza animal. Hay límites para comprender totalmente la condición humana: el que nazcan niños con cuerpos deformes, mutilados o grotescos, con enfermedades heredadas, niños ineptos para adaptarse y enfrentarse a la vida; el que el ser humano nazca con un cuerpo que va evolucionando filogenéticamente, que va transformándose por efecto de la naturaleza biológica humana, los químicos y la edad misma; el que el hombre posea un cuerpo que depende del aire, del alimento, de la salud; el que posea un cuerpo que se infecta, que es indefenso a no solo conocidas enfermedades sino a otras nuevas surgidas al unísono de los avatares del desarrollo de la humanidad; un cuerpo que se hace evidente ante el dolor: cuando un órgano duele, el cuerpo se eleva a la categoría de primacía, el yo se recoge en el yo-cuerpo mismo, y el ser es, solo cuerpo. Recordándonos así, nuestra falibilidad al estar sujeto a naturaleza; a esa esencia enigmática e irrefrenable ante la que nos sentimos impotentes. Todo esto es bastante suficiente para enloquecer como dijo Pascal “Los hombres están necesariamente locos, y no estar loco sería otra manera de estar loco”. Necesariamente porque el dualismo existencial hace la situación insoportable, un dilema penosísimo. Loco, porque el hombre cualquier cosa que hace en su mundo imaginario y simbólico es un intento de negar y superar para nada lo sempiterno.
En sus últimos escritos, Freud también trabajo sobre la angustia del hombre, no solo el neurótico, la consideró más bien como una reacción al desamparo total, al abandono y al destino. Al respecto expresa:
“ Suprimida la civilización, lo que queda es el estado de naturaleza, mucho más difícil de soportar…posee un modo especial de limitarnos: nos suprime, a nuestro juicio, con fría crueldad y preferentemente con ocasión de nuestras satisfacciones…parece burlarse de toda coerción humana: la tierra, que tiembla, se abre y sepulta a los hombres con la obra de su trabajo; el agua, que inunda y ahoga; la tempestad, que destruye y arruina, y las enfermedades, en las que sólo recientemente hemos reconocido los ataque de otros seres animados; está por último, el doloroso enigma de la muerte, contra la cual no se ha hallado aún, ni se hallará probablemente, la triaca. Con estas poderosas armas se alza contra nosotros la Naturaleza, magna cruel e inexorable, y presenta una y otra vez a nuestros ojos nuestra debilidad y nuestra indefensión, a las que pretendíamos escapar por medio de la obra de la cultura…como para la humanidad en conjunto, también para el individuo la vida es difícil de soportar… Esta situación ha de provocar en el hombre un continuo temor angustiado y una grave lesión de su narcisismo natural…”[5] La angustia esta señalada por el profesor, como parte del vivir cotidiano del ser humano y esa lesión grave a su narcisismo natural no es otra cosa que la afrenta del cuerpo sobre el yo, supuestamente autónomo e ideal.
Por consiguiente, Freud sostiene que el temor a la muerte puede considerarse análogo al temor a la castración, y que el ego reacciona cuando se ve abandonado por el superego protector y por las fuerzas del destino, lo que pone fin a la seguridad ante el peligro.
El hombre busca soportes dice Freud, muletas para vivir, trata de someter a la naturaleza, como miembro de la comunidad, empleando la técnica dirigida por la ciencia o bien, inhibe su deseo. La nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son las mismas cosas, y esta es la base de la fe que el ser deposita, en un ser supremo.
Busca olvidar mediante juegos sociales, sugestiones, preocupaciones personales alejadas de esa realidad humana vive en una forma de locura, compartida, disfrazada y dignificada. El hombre vive detrás de las máscaras con lo labios apretados, detrás de las máscaras sonrientes, de las serias, de las satisfechas que la gente usa para engañar al mundo y para engañarse a si mismo sobre sus locuras secretas. Valdría la pena preguntarse, porque el hombre no se vuelve loco ante estas contradicciones existenciales entre un yo simbólico que parece dar al hombre un valor infinito en un esquema intemporal de cosas y un cuerpo castrado que lo determina en su ser y en su acción. ¿Cómo él psicoanálisis reconcilia estos dos hechos? Es parte del fin de la cura analítica.
Por otro lado también la esencia más profunda del hombre consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, iguales en todos y tendientes a la satisfacción de ciertas necesidades primitivas, así lo trabaja Freud en 1915:
“…Estos impulsos instintivos no son en si ni buenos ni malos, los clasificamos y clasificamos así sus manifestaciones, según con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Debe concederse desde luego, que todos los impulsos que la sociedad prohíbe como malos, – tomemos como representación de los mismos los impulsos egoístas y los crueles- se encuentran entre tales impulsos primitivos…”. [6]
Para comprender el peso del dualismo de la condición humana recordemos como explica Lacan que el niño no puede manejar ninguno de estos factores. Lo más característico de él su precocidad, puede acceder al mundo de lo simbólico con un mundo ya estructurado y que a través del lenguaje lo constituye como ser humano. Es inteligente y aprende rápidamente el lenguaje, es sensible y finamente perceptivo de todo lo que le rodea. Es una cría humana, indefensa, incapaz de sobrevivir por sí mismo, un cuerpo que siente, llora, produce secreciones incontinente y no diferenciado de si mismo y el mundo cuando ve reflejado su propio cuerpo en el espejo. El pequeño indefenso queda cautivado y se identifica a esa imagen especular, así construye en el orden de lo imaginario, su yo.
Que el yo sea imaginario lo coloca en el reino de la imagen en la imaginación, el engaño y el señuelo. Las principales ilusiones de lo imaginario son las de totalidad, síntesis, autonomía, dualidad y sobre todo semejanza. De modo que lo imaginario es el orden de las apariencias superficiales que son los fenómenos observables, engañosos, y que ocultan estructuras subyacentes. Es entonces que en el hombre el orden imaginario está estructurado por lo simbólico, y esto significa que en el hombre, la relación imaginaria se ha desviado del reino de la naturaleza.
El sujeto recibe de esa imagen los atributos de la unidad, de la presencia y la perfección. Los recibe de una imagen exterior y en consecuencia, el sujeto se pasa la vida corriendo tras de ella, esperando la realización de esos atributos, e intentando desafiar su debilidad. Puede decirse que ese movimiento, que es también el de un abismo, establece una igualdad: yo igual a yo ideal; igualdad en donde se conjugan algo de lo real del cuerpo y de lo ideal más bien como dos esferas que se excluyen mutuamente, pero que sin embargo la estamos resaltando para suscribir la tesis según la cual en el cuerpo algo de lo real escapa o mejor dicho falta algo de los simbólico “adecuado” que diga de manera significante lo imposible de decir cuando algo de eso real del cuerpo hace función de separación, corte y restricción al yo.
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Más el que sea un juicio, como dijo Freud -recién lo mencioné-, no implica que sea solo un pensamiento, lo real del cuerpo es irrechazable. Lo real del cuerpo cuando el bebé sin poder evitarlo deberá abandonar no sin angustia el cuerpo de la madre de una manera cortante y al mismo tiempo en su crudeza real tal como lo mencionó Freud en El malestar de la cultura: “nacemos entre la orina y las heces”. Se trata de un cuerpo que por espasmos instintivos hace un corte para contornearse en la vida; de un cuerpo que a los pocos meses de vida se mutila al destete, como huella permanente de una relación biológica que se interrumpe, no sin consecuencias; de un cuerpo que nace conociendo la angustia provocada por una amenaza de pérdida corporal real in simbolizable en un resto, misma que será re significada ante la percepción de la diferencia anatómica de los sexos y por la valoración narcisista del infante hacia su propio cuerpo. Se trata de la angustia de castración. Crisis psíquica, crisis vital, crisis biológica, vivida cuando el cuerpo del infante mismo empieza a reaccionar haciéndose sentir en él, el deseo sexual.
Lacan en 1938, habla de la imagen del cuerpo fragmentado, como una fantasía de mutilación vinculado al estadio del espejo. Espejo que le devuelve una imagen de un yo ideal, cuando el bebe carece de coordinación motriz, es indefenso no puede alimentarse solo e incluso no posee aún lenguaje. La angustia provocada por esa sensación de fragmentación que no es solo sensación sino el carácter de la cría humana lo impulsa a la identificación con la imagen especular que lleva a formar el yo. Imagen que permanentemente va a estar amenazada por el recuerdo de esa sensación de fragmentación, que los cambios biológicos, la enfermedad, la mutilación, la ancianidad y la muerte nos amenazan cotidianamente.
Sensación de fragmentación que se manifiesta en las “imágenes de castración, emasculación, mutilación, desmembramiento, dislocación, evisceración, devoramiento, estallido del cuerpo que acosan la imaginación humana. Estas imágenes, aparecen, típicamente en los sueños, y asociaciones del analizante en una fase particular de la cura: en el momento en que surge su agresividad en la transferencia negativa. A propósito dice Lacan, entonces esto es un signo temprano de que la cura progresa en la dirección correcta, es decir hacia la desintegración de la unidad rígida del yo.
El yo definido por Lacan como la sede de la resistencia está estructurado como un síntoma, un síntoma privilegiado que habla de la enfermedad mental del hombre. El yo es la sede de las ilusiones, es la ilusión narcisista del dominio, de la autonomía y fortaleza del yo. Pero sus pretensiones de ser un ser puramente simbólico, son frustradas. Observamos que hay dos dimensiones de la existencia humana, el cuerpo y el yo, aunque simbólica e imaginariamente se integran, no se conciliarse totalmente, estigmatizando de angustia la vida del sujeto.
Para mencionara un momento más en donde se refleja el dualismo de la condición humana de su yo y su cuerpo, me referiré a la analidad, no solo como una fase de desarrollo pregenital sino como un conflicto que surgen cuando el niño hace el alarmante descubrimiento de que su cuerpo es algo extraño y falible y que tiene una ascendencia definitiva sobre él por medio de sus demandas y necesidades. Puede elevarse hasta la cumbre de la fantasía pero siempre regresar al cuerpo. El descubrimiento más extraño e innegable es que el cuerpo tiene, situado en la parte inferior y fuera de la vista, un orificio del que surgen olores y excremento. Este hueco y su producto representa no sólo el fatalismo físico y la esclavitud de la materia, sino el destino de todo lo que es físico: la decadencia y la muerte. De lo que no quiere saber el hombre de lo nimio de su condición humana El yo trata de dominar los procesos misteriosos de la naturaleza que se manifiestan dentro de su propio cuerpo. No puede permitir que el cuerpo tenga preponderancia sobre el hombre. Defecar muestra al hombre su abyecta condición finita, su ser físico, la posible irrealidad de sus esperanzas y sueños. Esto habla de la limitación de condición humana primitiva, del incomprensible misterio del cuerpo y del mundo.
En la sexualidad, si bien Eros marca al cuerpo, los amantes se enfrentan a la realidad del cuerpo humano en su manifestación contradictoria: fantasía y corporeidad, ensoñación y realidad, atavío, y desnudez, etc. ¿Qué son los amantes en la alcoba sino dos cuerpos desprovistos de máscaras, guiados por su deseo? Hay ahí además, piel viva, olor, sudor, humor, secreción y función biológica en el acto sexual. Los amantes se ven obligados también a desempeñar un papel, común, biológico e incluso mecánico. En el acto sexual el cuerpo se encarga completamente del yo.
El hombre vive en un mundo simbólico en donde predomina el poder del cuerpo, sobretodo en nuestra época donde lo visual ocupa importancia en la relación entre el sujeto y el otro. El cuerpo del niño muestra su pequeñez e indefensión ante los adultos y querrá un cuerpo mayor para enfrentar la vida, cosa imposible pues estará sujeto a la bondad o no del adulto. Y el ser maduro querrá también un cuerpo joven y fuerte para continuar en el intercambio cultural. Siempre un hueco y una falta de algo que se pierde en el cuerpo representa el determinismo y su limitación. El hombre aprende que su libertad, como ser único se ve frenada por el cuerpo y sus apéndices que determinan lo que él es. Síntesis futura hacia la cual tiende el yo.
El yo ideal siempre acompaña al yo como un intento incesante de recobrar la omnipotencia de la relación dual preedípica. ¿Lo imaginario y lo simbólico han dominado al cuerpo o el cuerpo lo dominará? Es evidente que el yo puede surgir victorioso independientemente de lo que suceda en el esquema corporal. Evidente pero no definitivo. El cuerpo pone sus límites, marca con sus pulsiones primitivas, con la enfermedad, la ancianidad y la muerte a ese yo. Problema que no es fácil resolverlo, no puede haber una victoria clara o un solución franca para este dilema existencial.
El yo trata de dominar a ese cuerpo, recuerdo aquí esa referencia Freudiana al caballo y el jinete. El jinete intenta controlar al caballo y éste termina yendo a donde quiere. Como sucede con el seductor en la novela de Sören Kierkegaard. El hombre trata de dominar su cuerpo, pretender que no está ahí, pero de pronto ese cuerpo le hace fisuras, se vomita, se desmaya, cansa, sangra, exige alimento, excreta, adelgaza, engorda, crece, se debilita, pierde su belleza y sus facultades mentales por efecto de la edad.
Hay que ver aquí la naturaleza de la angustia. En Inhibición, síntoma y angustia,[7] (1925) Freud cita una temprana impresión emocional manifestada como un estado afectivo caracterizado por angustia en el acto mismo del nacimiento donde se presentan un conjunto de afectos de displacer- separación brutal del cuerpo de la madre- y de sensaciones físicas que constituyen el prototipo de la acción ante un grave peligro que se cierne sobre el niño recién nacido, cifrándolo con el evidente destino de que dicho temor se repetirá en su vida futura. La causa de la angustia que acompañó al nacimiento fue el enorme incremento de la excitación, incremento consecutivo de la interrupción de la renovación de la sangre, (de la respiración interna) resulta pues que la primera angustia fue de naturaleza tóxica. Se trata de una opresión o dificultad para respirar que en el nacimiento existió como consecuencia de la situación real y se reproduce luego casi regularmente en el estado afectivo homólogo, es también muy significativo que este primer estado de angustia corresponda al momento en que el cuerpo del nuevo sujeto a ser se separa de otro del que formó parte.
Es entonces, el acto del nacimiento el que constituye el prototipo del estado afectivo caracterizado por la angustia. Es el acto mediante el cual la naturaleza arranca al cuerpo de las entrañas de la madre. Y el acto mediante el cuerpo viviente instintivo se impulsa a la vida exterior porque sus pulmones requieren nuevos aires. Es el cuerpo que rebasa en su necesidad el confort en el que se halla el bebé. Es un acto de angustia de castración signado retroactivamente, que indica la pérdida de un objeto. La angustia abre y deja aparecer lo inesperado, lo que no engaña, lo que está fuera de duda, lo que no puede aparentarse del cuerpo mismo que es irrechazable. Es la incertidumbre sobre el devenir del cuerpo enfermo, o la certidumbre del devenir del cuerpo en fase terminal. Inevitablemente hay alteración en el yo. Algo tendrá que ser resignado y yo se erige como objeto mismo. Cada vez que la angustia se presenta, debe haber algo que la provoque, depende de ciertos procesos de la vida sexual o más exactamente de ciertas aplicaciones de la libido. Cuerpo, libido y angustia están articulados.
Hay una relación entre la libido y la angustia. Hay un influjo ejercido en la producción de las enfermedades caracterizadas por la angustia, por aquellas fases de la vida en que, como en la pubertad y la menopausia favorecen la exaltación de la libido. El cuerpo transformándose reclama, exige su requerimiento sin que el yo pueda controlarlo. Lo toma por sorpresa, algo de lo real del cuerpo aparece y el yo sorprendido, encolerizada, humillado, se inhibe, o se reprime, se acomoda, o bien ser rebela y no se conforma con lo perdido en el cuerpo mismo cuando por la edad y la enfermedad marca límites a su esencia como ser de deseo en busca de ese deseo. El yo se apoca, se empobrece, se restringe y las consecuencias se viven en carne propia: hay la cesación del interés hacia el mundo exterior, inhibición en las funciones del yo, disminución del amor propio e incluso pérdida de la capacidad de amar y amarse.
La angustia es la condición soberanamente humana del hombre en la tierra. La angustia es estructural y estructurante. Hay un hecho que el sujeto no puede negar, el de ser un ser un ser vivo. Es la angustia del hombre, la ansiedad producto de la paradoja humana de que el hombre es en parte un ser biológico y en parte “consciente” de lo que ello le limita y se interpone entre el yo y el deseo humano. La angustia es el resultado de la percepción de la verdad de la propia condición, la de poseer un cuerpo demandante y castrador. La idea es monstruosa. ¿Qué significa ser un ser vivo? Significa saber que surgimos de la nada y que en polvo nos convertiremos.
La angustia no es el fin para el hombre. Más bien después de enfrentarse a ella, nos revela la verdad de nuestra situación, y solo considerando esta verdad se puede abrir una nueva posibilidad sobre si mismo. El yo debe destruirse para llegar a ser un yo. Nuestro yo debe ser destruido, reducido a la nada, para empezar a trascender. El yo tiene que relacionarse con los poderes que se encuentran más allá de él, tiene que combatir la finitud, para ver más allá de ella. Se trata de una sublimación.
Quiero cerrar este trabajo citando el texto de Freud de 1915 sobre Lo perecedero. Hay de parte de Freud un sentimiento hacia lo sublime y lo bello coincidente al que Inmmanuel Kant expresa en su libro acera del mismo tema. En el curso de nuestra vida vemos menguarse para siempre la belleza y en nuestro cuerpo vivimos la merma de nuestro rostro y cuerpo. Hay ante esto, nos dice Freud, una rebelión psíquica contra esta aflicción, contra este duelo de algo perdido que malogra el goce de lo bello en la vida. La idea de que toda belleza se pierde, produce una sensación anticipada de la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, las personas sienten inhibido el goce lo bello por la idea de su índole perecedera. Hay un desprendimiento de la libido de sus objetos, proceso que es necesariamente doloroso. Quiebra nuestro orgullo, muestra la cruda desnudez de nuestra vida instintiva, desencadena los espíritus que moran que se suponía domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles y muestran la propia caducidad.
Nuestra libido empequeñecida va a ocupar con una intensidad tanto mayor aquello que nos queda, puede ser ocupada dice Freud, por ejemplo, por el amor a la patria o el orgullo que inspira lo que se posee. Es posible también que nuestra libido quede en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquellos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y conservemos nuestra vitalidad.
“ La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime conmueva, lo bello encanta. La expresión del hombre dominado por el sentimiento de lo sublime es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime … a veces le acompaña cierto terror o también melancolía… y en otros un sentimiento de belleza extendido sobre una disposición general sublime…” Emmanuel Kant.
BIBLIOGRAFÍA:
Dolto Françoise: La imagen inconsciente del cuerpo, Ediciones Paidós, México 1984.
Freud, Sigmund: Obras completas, tomo II y III, Cuarta edición, Biblioteca Nueva, Madrid 1981.
-“El yo y el ello” y “El yo y el super-yo (ideal del yo) en el yo y el ello.1923
-“Inhibición, síntoma y angustia. 1925 (1926).
-“El malestar en la cultura”, 1929 (1930).
-“Duelo y melancolía”, 1915, (1917)
–“Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, 1915.
-“Lo perecedero”, 1915 (1916)
Lacan, Jacques: Seminario 4, la relación de objeto. Ediciones Paidós, México 1973.
[1] Freud, Sigmund: El malestar de la cultura, p. 3025
[2] Freud, Sigmund, El malestar de la cultura, p. 3031..
[3] Dolto Françoise, La imagen inconsciente del cuerpo, p. 18
[4] Freud, S, Consideraciones sobre la guerra y la muerte, p. 2122
[5] Freud, S: El provenir de una ilusión” p. 2969.
[6] Freud, S: Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, p. 2107
[7] Freud, S: Inhibición, síntoma y angustia, Lección 25, p. 2367-2379.