El sujeto y las trampas de lo visible
Josafat Cuevas S.
I
La cuestión del sujeto es central en el psicoanálisis. Aunque Freud nunca habló en sentido estricto de un «sujeto del inconsciente», es indudable que sus descubrimientos e invenciones singulares afectaron de manera radical la concepción del sujeto clásico instaurado desde Descartes. Tocó a Lacan recoger el guante de cierto desafío lanzado por el fundador del psicoanálisis: ¿Qué noción de sujeto conviene a ese descentramiento y desplazamiento producido por la invención freudiana?
Ligada a esta cuestión, encontramos en Lacan varios momentos de problematización del estatuto del psicoanálisis respecto de su ubicación en el terreno de las ciencias.
En cierto momento ubica al psicoanálisis como formando parte de una disciplina más amplia que englobaría a las «ciencias del signo». O dentro del paradigma de las «ciencias conjeturales». Otro momento de este recorrido lo encontramos hacia los años 60, cuando ubica la experiencia del psicoanálisis y su saber, respecto a esas otras prácticas y saberes singulares de occidente: la magia, la religión y la misma ciencia (lo que indica que no lo ubica sin más en este territorio).
Pero quizá el momento que retendremos, tiene que ver con su formulación y crítica de las llamadas «ciencias del hombre», en las que también se ha querido ubicar al psicoanálisis. A este respecto, Lacan decía: «No hay ciencia del hombre, porque el hombre de la ciencia no existe, sino únicamente su sujeto» [1] .
Si hay una experiencia enclavada de lleno en el ámbito de la subjetividad, ésa es precisamente la práctica del psicoanálisis. Se ha dicho, y lo repetimos: el análisis es una vía de subjetivación.
Para evidenciar el desplazamiento del sujeto aludido antes, Lacan acuña una serie de enunciados, entre los que podemos citar los más célebres: «el sujeto se constituye como segundo respecto del significante» y «el significante representa al sujeto para otro significante». Este último encontrará su articulación más rigurosa en la fórmula de la transferencia, que vertebra su «Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela»; se pone así en evidencia que el sujeto que concierne al psicoanálisis es aquél sujeto afectado por una Spaltung fundamental , tal como «el psicoanalista lo detecta en su praxis», que implica el sostenimiento de un enigma y una pregunta radical acerca del deseo suscitado por aquélla:
El sujeto subjectus, «puesto debajo»: «…el sujeto está allí bien supuesto, muy precisamente bajo la misma barra trazada bajo el algoritmo de la implicación significante. El sujeto es el significado de la pura relación significante. ¿Y al saber, donde asirlo? El saber no es menos supuesto, acabamos de advertirlo, que el sujeto . Dos sujetos no son impuestos por la suposición de un sujeto, sino únicamente un significante que representa para otro cualquiera, la suposición de un saber como adyacente a un significado…» [2] .
Volveremos después a los elementos de esta fórmula, aunque en otro contexto; por ahora recordemos que Lacan establece, sin más, la homología de los mecanismos freudianos fundamentales del funcionamiento del inconsciente, condensación y desplazamiento, tal como los muestra en acto la Traumdeutung, con los mecanismos básicos de producción de significación -aislados por la lingüística estructural, y en particular por R. Jakobson- metáfora y metonimia, respectivamente. Lacan da las fórmulas, organizadas por los ejes sincrónico y diacrónico, en el corazón mismo del texto La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud [3] ; escrito Manifiesto, si todavía los hay, pues ya el título indica que para Lacan se trata de una razón no kantiana, aunque sus límites no le sean ajenos; menos aún se trata de la razón cartesiana.
Precisemos: Lacan sigue el camino que inicia con una pregunta radical acerca de las relaciones del sujeto con el saber; cuestión que al mismo tiempo atañe al problema de la verdad, que apunta al deseo. El viaje cartesiano pone en evidencia que existe una escisión irreductible, de la que el sujeto es un efecto, entre el saber y la verdad. En La ciencia y la verdad escribe: «El estatuto del sujeto en el psicoanálisis, ¿diremos que lo hemos fundado el año pasado? Llegamos al final a establecer una estructura que da cuenta del estado de escisión, de Spaltung en que el psicoanalista lo detecta en su práctica» [4] . Lacan se refiere al hecho de haber tomado «como hilo conductor el año pasado cierto momento del sujeto que considero como un correlato esencial de la ciencia: un momento históricamente definido del que tal vez nos queda por saber si es estrictamente repetible en la experiencia, aquel que Descartes inaugura y que se llama el cogito« [5] . Para Lacan, esa escisión, esa hendidura fundamental del sujeto está centrada en una división constituyente entre el saber y la verdad.
Según él, es esta Spaltung la que articula de cabo a rabo el inconsciente freudiano, que oculta revelando el deseo. Y es para ubicar en sus términos el descentramiento del sujeto producido por Freud, que en 1960, en los «Coloquios Filosóficos Internacionales», en el marco del Congreso de Royaumont, a invitación expresa de Jean Wahl, Lacan presenta su Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano.
Digamos de pasada que esa idea «posmoderna» de una anulación, una aniquilación del sujeto es, desde el psicoanálisis, insostenible. No se trata en absoluto de la «disolución» del sujeto, sino, justamente, de su subversión, como lo indica con todas sus letras el título de la alocución. El psicoanálisis no anula al sujeto por la sencilla y elemental razón de que con él tiene que vérselas en su práctica cotidiana, como acaba de decir también Lacan.
Para ubicar entonces su subversión propone Lacan partir de la necesidad de situar a ese sujeto en relación con el saber, no sin apuntar de entrada que esa relación está marcada por la ambigüedad. En su intento por despejarla, Lacan hace explícita una doble referencia: al sujeto absoluto de Hegel y al sujeto abolido de la ciencia. El primero concebido por el filósofo como un sujeto omnisciente y omniconsciente, idéntico a sí mismo, autotransparente; el segundo pura y simplemente anulado por el ideal no menos absoluto de objetividad de la ciencia positiva.
Después de esta doble referencia que sitúa los límites de la cuestión, Lacan plantea que el sujeto con el que tiene que vérselas el psicoanálisis está escindido entre el saber y la verdad. Para articular esa «división constituyente» del sujeto construye el llamado «grafo del deseo» [6] , es decir la posición de ese sujeto en un topología de relaciones, cuyos principales elementos desplegaremos en lo que sigue.
El primer nivel del grafo atañe a la dependencia del sujeto con respecto al orden significante. Es en ese nivel que encuentran su lugar las diversas formulaciones de Lacan acerca del lugar capital del lenguaje en la estructuración subjetiva, por ejemplo: «el inconsciente está estructurado como un lenguaje», «el inconsciente es el discurso del Otro», y «el inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de significantes que en algún sitio (en otro escenario, escribe él) se repite e insiste para interferir en los cortes que le ofrece al discurso efectivo y la cogitación que él informa» [7] . Fórmulas todas solidarias del lugar del registro simbólico, del lugar del Otro como propio del significante.
Sin más trámite, Lacan homologa, como se dijo antes, las estructuras freudianas de formación del sueño (y de todo síntoma neurótico, pues ellas son un «paradigma» de toda formación del inconsciente, de todo síntoma), condensación y desplazamiento, con la metáfora y la metonimia aisladas por el estructuralismo lingüístico.
Después de horas y horas de su célebre seminario dedicado a asentar, desplegar, confirmar y fundamentar esta tesis, añade Lacan en el texto que venimos desgranando: «Una vez reconocida en el inconsciente la estructura del lenguaje ¿qué clase de sujeto podemos concebirle?» [8] .
En este punto Lacan se apoya nuevamente en un par de articulaciones producidas en el terreno de la lingüística. La primera atañe a la función del yo [je], designado por los lingüistas como shifter, que es un índice que en el sujeto del enunciado designa al sujeto en tanto que habla en el momento (o sujeto de la enunciación); es decir -añade Lacan- «que designa al sujeto de la enunciación, pero que no lo significa» [9] .
La otra tiene que ver con un intento de ubicación más precisa de ese sujeto de la enunciación, del sujeto que enuncia, y es aquí que Lacan se refiere al llamado ne «expletivo» de los gramáticos: lo que éstos consideran una función de cierto «completamiento» de la frase, casi ornamental, para él, por el contrario, es el significante que indica justamente el lugar de ese sujeto de la enunciación, aunque borrando su huella. Cuestión que de inmediato remite a la clínica, pues de ella se desprenden las preguntas ¿quién habla en el análisis? y ¿desde qué lugar?. Lacan concluye que ese lugar «es el mismo donde se divide la transparencia del sujeto clásico para pasar a los efectos de fading que especifican al sujeto freudiano con su ocultación por un significante cada vez más puro» [10] . Cuestión evidenciada con la mayor nitidez en el lapsus, caída, desfallecimiento del discurso, y emergencia del deseo inconsciente. Es por los cortes en ese discurso que se produce esta emergencia, el advenimiento de ese «ser de no-ente» que especifica para Lacan al sujeto del inconsciente: ni atemporal, ni apriorístico, ni sustantificado, sino produciéndose cada vez en una escansión temporal, pues «este corte de la cadena significante es el único que verifica la estructura del sujeto como discontinuidad en lo real. Si la lingüística nos promueve el significante al ver en él el determinante del significado, el análisis revela la verdad de esta relación al hacer de los huecos del sentido los determinantes de su discurso» [11] .
Después de asentar lo anterior, Lacan propone que hay una hiancia, una separación radical entre las concepciones del sujeto hegeliano y el freudiano, en relación con el saber. Y el punto donde se anuda precisamente esa hiancia tiene que ver, de manera no menos radical, con el problema del deseo, «pues en Hegel, es al deseo, a la Begierde, a quien se remite la carga de ese mínimo de nexo que es preciso que el sujeto conserve con el antiguo conocimiento para que la verdad sea inmanente a la realización del saber. La astucia de la razón quiere decir que el sujeto desde el origen y hasta el final sabe lo que quiere», gran mentira evidenciada hasta la náusea por la más mínima puesta en acto de la experiencia del psicoanálisis. Freud vuelve a abrir, añade Lacan, «la juntura entre verdad y saber», pues el deseo no une al saber con la verdad -como en Hegel-, para rematar «que el deseo se anuda en ella al deseo del Otro, pero que en ese lazo se aloja el deseo de saber» [12] .
Pero el punto más determinante de la irreconciliable separación entre Hegel y Freud, respecto del sujeto, atañe de modo directo al hecho de que, mientras para el primero el saber absoluto comanda toda su dialéctica, lo que para Freud articula la dialéctica del inconsciente, es el anudamiento del deseo no con el saber, sino con la muerte, amo absoluto. Se reconoce aquí entonces el lugar capital que Lacan le conserva a la pulsión de muerte freudiana, en contra de toda esa tendencia del psicoanálisis, que actualmente se regodea en su liviandad, que desconoce lisa y llanamente su lugar absolutamente central en el pensamiento de Freud y en la praxis psicoanalítica. No sobra aquí decir que ese desconocimiento sistemático, hijo de las buenas conciencias, es el responsable de la proliferación apabullante de técnicas ortopédicas de la subjetividad, de las más diversas raleas: terapias de toda laya que prometen la felicidad garantizada, siempre y cuando el sujeto esté dispuesto a negar más radicalmente aún, lo que su deseo debe a la muerte. Y que no se piense que nos referimos solamente a las diversas técnicas del cachondeo sistematizado (masajes, olores, esencias y ritmos orientales, etc.), o a los mágicos tarotistas, mánticos y adivinadores que desde las capitales del «primer mundo» nos invaden y se instalan en ciertos lugares «magnéticos» de nuestra geografía. No. Nos referimos a la casi totalidad de «corrientes» psicoanalíticas (tampoco se piense que excluimos de esta lista ciertos modos de «lacanismo») que, bajo la égida de Freud, se entregan sin recato a esa manipulación y adaptación de las conciencias; del inconsciente ni hablar, les resulta de lo más molesto…
Pero volvamos a lo nuestro. Después de articular así ese primer momento del grafo, que escribe las relaciones del sujeto, su sujeción al significante, desplegando los lugares del código y del mensaje, sobre los que se anudarán los de la demanda al Otro y la pulsión (niveles superiores del esquema), el recorrido por los diferentes momentos se cerrarán -ubicando al grafo entero como signo de interrogación- con la fórmula de la fantasía àa, correlativa de la estructuración del deseo: «el grafo inscribe que el deseo se regula sobre la fantasía, así establecida, homólogo a lo que sucede con el yo con respecto a la imagen del cuerpo» [13] . Estas correlaciones se ubican en los diferentes niveles:
Es preciso aquí repetir aquí que durante un buen trecho de su enseñanza en el célebre seminario que Lacan sostenía semana a semana, se dedicó a construir y desplegar la estructura del registro simbólico, conformado por el orden significante; y aunque había dedicado un tiempo no menor al registro imaginario, marcado por el estadio del espejo, en el cual se funda el yo imaginario, solidario del narcisismo, con su tesis correlativa del conocimiento paranoico, absolutamente fecundo en su abordaje clínico de las psicosis, parece que a la intelligentsia del momento y aún a los mismos analistas les resultó más aprehensible la conformación del registro simbólico. Se pensaba que Lacan era una rara avis con una idea fija en el lenguaje y sus funciones. Al grado de que todavía hoy se habla, erróneamente a nuestro juicio, de una «primacía del significante». Nada más falso. Esa pretendida primacía sólo alcanza hasta el punto en que es preciso para Lacan remachar el descentramiento del sujeto producido por Freud: del papel preponderante de la conciencia en el sujeto, que había marcado toda la tradición moderna, al inconsciente.
Todo su trabajo con los nudos, que se inicia hacia la década del setenta, marca claramente que Lacan se percató del riesgo que implicaba esa promoción al primer plano de la estructura simbólica. El nudo borromeo de tres consistencias, Real, Simbólico e Imaginario, está construído sobre la constatación de que ninguna de esas consistencias tiene un papel más relevante que los otros en el mantenimiento del nudo: los tres son estrictamente equivalentes: «no he encontrado, por decirlo así, más que una sola manera de dar a e esos tres términos: Real, Simbólico e Imaginario una medida común, que anudarlos en ese nudo bobo, bobo, borromeo» [14] .
Pero a pesar de que Lacan se dedicó con ahínco durante sus últimos años a trabajar con los nudos, al grado de introducir después una cuarta consistencia [15] , ello no impidió que esa famosa «primacía del significante» se impusiera y reinara entre los analistas «lacanianos». Aún hoy se repiten a diestra y siniestra, convertidas en clichés, sin la menor consistencia clínica, sus diversas formulaciones sobre el lenguaje. Error garrafal; ya en los años cincuenta, mucho antes de haberse topado con el borromeo, Lacan advertía claramente a sus discípulos que su referencia al lenguaje era solamente «propedeútica». Si la experiencia del análisis -decía- pasa de manera privilegiada por la palabra, es entonces imprescindible establecer su estructura y funciones; de ahí su famoso Discurso de Roma, publicado en los Escritos como «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis».
II
Pero incluso antes de la aparición de los nudos, ubicamos un momento de viraje capital en la enseñanza de Lacan, durante los años 1962-1963, en el transcurso del seminario sobre la angustia. En él, y a partir de la cuestión de los objetos parciales (seno, heces, falo) propuesta por Freud y desplegada de manera especial por Karl Abraham [16] , Lacan produce algo que a nuestro juicio todavía no ha alcanzado su justa dimensión en el análisis: la invención del objeto a, definido por él como el «objeto causa de deseo». A partir de ella, Lacan propone la reformulación de una serie de cuestiones capitales; en primer lugar sus consecuencias en la clínica del psicoanálisis: El objeto a desplazará el acento del significante como causa del sujeto.
Para llegar ahí Lacan discute el lugar mismo de la causa tal como se ha abordado en la tradición filosófica, e incluso científica, pero no se detiene ahí. Una de las principales especificaciones del objeto a es su carácter no especular, vinculado estrechamente con la función del corte sobre una estructura topológica llamada cross-cap. Para Lacan el espacio no es un dato dado a priori, sino un efecto de ese corte, lo que le lleva a plantear incluso la necesidad de reformular la estética trascendental kantiana.
No desarrollaremos aquí esta cuestión. Para lo que nos ocupa destacaremos en cambio lo siguiente: a la lista de objetos parciales nombrados antes, Lacan añade dos: la mirada y la voz. Nos ocuparemos ahora de la primera.
Como hemos dicho antes, es en el seminario de 1962-1963 donde Lacan introduce la mirada como objeto a. Durante varias sesiones ha mostrado de qué modo la angustia es correlativa de cada uno de los momentos de relación del sujeto con los objetos parciales, relación marcada, incluso instaurada, por la dimensión de la pérdida [17] : seno, heces, falo…En la sesión del 15 de mayo de 1963 dice: » Si partimos de la función del objeto en la teoría freudiana, objeto oral, objeto anal, objeto fálico -como saben, pongo en duda que el objeto genital sea homogéneo a la serie- todo lo que ya he bosquejado (…) les indica que ese objeto definido en su función por su lugar como a , el resto de la dialéctica del sujeto con el Otro [18] , que la lista de esos objetos debe ser completada. En cuanto al a, objeto que funciona como resto de dicha dialéctica, ciertamente tenemos que definirlo en el campo del deseo en otros niveles, de los que ya les indiqué lo bastante como para que sientan, si quieren, que groseramente es cierto corte que sobreviene en el campo del ojo y del que es función el deseo fijado a la imagen» [19] . Y esta imagen no es otra que la que se instaura desde el momento constituyente del estadio del espejo, núcleo del registro imaginario. Resulta absolutamente sorprendente constatar la audacia de Lacan, pues para ubicar esa función de corte en la imagen, retoma su antigua formulación del estadio del espejo, caracterizado precisamente por su función totalizadora; es precisamente esa función de totalización de la imagen especular, la que brinda al sujeto la ilusión narcisista de un dominio que aún no posee. De ahí el carácter ilusorio del yo (ideal) que en ese momento se coagula alienándose en la propia imagen reflejada [20] . Cito: «El investimiento de la imagen especular es un tiempo fundamental de la relación imaginaria, fundamental por el hecho de que tiene un límite y es que no todo el investimiento libidinal pasa por la imagen especular. Hay un resto. Ya he intentado (…) hacerles concebir cómo y por qué podemos caracterizar ese resto bajo un modo central, pivote en toda esta dialéctica (…) bajo el modo, digo, del falo. Y esto quiere decir que desde ese momento, en todo lo que es localización imaginaria el falo llegará bajo la forma de una falta, de un – j . En toda la medida en que se realiza en i(a) [21] lo que llamé la imagen real, la constitución en el material del sujeto de la imagen del cuerpo funcionando como propiamente imaginaria, es decir, libidinizada, el falo aparece en menos, aparece como un blanco. El falo es sin duda una reserva operatoria, pero ella no sólo no está representada a nivel de lo imaginario sino que se halla delimitada y, digámoslo, cortada de la imagen especular» [22] . La función del corte se revelará fundamental en la causación del deseo, correlativa de la causa misma del sujeto, aunque implicando otro registro, real, en su incidencia en la imagen especular: «les enseño a localizar, a enlazar el deseo con la función del corte, a ponerlo en cierta relación con la función del resto. Ese resto lo sostiene, lo anima, y aprendemos a localizarlo en la función analítica del objeto parcial» [23] . Precisando: Lacan va a ubicar, en la dialéctica de la imagen total, identificatoria, del espejo, aquello que se hurta, que escapa. Y eso es la mirada: función de hueco, de agujero, de falta en el espejo, de mancha irreductible… Un paso imprescindible en esta demarcación de Lacan, es el axioma de una distinción radical entre el campo de la visión, comandada por el ojo, y la función de la mirada operando en el lugar, como ya se dijo, de objeto a, resto caduco…Por eso habla en la misma sesión del espejismo incluido «desde el primer funcionamiento del ojo, el hecho de que el ojo es ya espejo e implica ya en cierto modo su estructura, el fundamento, por así decir ’estético trascendental’ de un espacio constituido, debe ceder el sitio a esto: que cuando hablamos de esa estructura trascendental del espacio como un dato irreductible de la aprehensión estética de cierto campo del mundo, esa estructura no excluye más que una cosa: la de la función del ojo mismo, de lo que él es. Se trata de encontrar las huellas de dicha función excluída que ya se indica lo suficiente para nosotros como homóloga de la función del a en la fenomenología de la visión misma» [24] . Antes de explicitar aún más esta operación de Lacan, de colocar en dos planos radicalmente distintos la visión (del ojo) y la mirada, refiriéndose y apoyándose en la fenomenología desplegada por M. Merleau-Ponty, citemos todavía este pasaje de la siguiente sesión a la que venimos comentando: «El origen, la base, la estructura de la función del deseo como tal es, en un estilo, en una forma que debe precisarse, ese objeto central, a , en tanto que está no sólo separado sino además elidido, siempre en otra parte que allí donde el deseo lo soporta y sin embargo en profunda relación con él. Dicho carácter de elisión en ninguna parte es más manifiesto que en el nivel de la función del ojo. Y por eso el soporte más satisfactorio de la función del deseo, la fantasía, está siempre marcado por un parentezco con los modelos visuales en los que comúnmente funciona, en los que, por así decir, da el tono de nuestra vida deseante»[25] .
Después de establecer estas primeras, capitales puntualizaciones sobre la mirada como objeto a en el seminario sobre la angustia, Lacan volverá con mayor detenimiento al tema en su seminario del año siguiente 1963-1964, llamado «Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis»; en la sesión del 19 de febrero de 1964 alude nuevamente al «camino del sujeto» y dice: «este camino, en tanto es búsqueda de la verdad ¿habrá que desbrozarlo con un estilo de aventura con su trauma reflejo de facticidad? ¿o localizarlo donde siempre lo ha hecho la tradición, a nivel de la dialéctica entre lo verdadero y la apariencia, tomada a partir de la percepción en lo que tiene de fundamentalmente ideica, estética, digamos, y acentuada mediante un centramiento visual?» [26] . Después de estas palabras, Lacan reconoce ante su público su relación de amistad y de diálogo fecundo con Maurice Merleau-Ponty, cuyo libro póstumo Lo visible y lo invisible acaba de aparecer, gracias al cuidado de Claude Lefort: «Lo visible y lo invisible puede señalar para nosotros el punto de llegada de la tradición filosófica -esa tradición que empieza en Platón con la promoción de la idea, de la que podemos decir que, de un punto de partida tomado en el mundo estético, se determina por dar al ser un fin, el bien supremo, alcanzando así una belleza que es también su límite. Y no en balde Maurice Merleau-Ponty reconoce en el ojo su rector» [27] . En un escrito homenaje a la memoria del filósofo, titulado simplemente Maurice Merleau-Ponty, Lacan se refiere al «ojo tomado aquí por centro de una revisión del estatuto del espíritu, comporta sin embargo todas las resonancias posibles de la tradición donde el pensamiento permanece empeñado. Es así que Maurice Merleau-Ponty, como cualquiera en esta vía, no puede hacer más que referirse una vez más al ojo abstracto que supone el concepto cartesiano de la extensión, con su correlato de un sujeto, módulo divino de una percepción universal» [28] . Como ocurre con otras muchas de sus referencias, Lacan toma las formulaciones de Merleau-Ponty como punto de partida de sus elaboraciones; así, destaca la vocación anti-idealista del filósofo al promover al primer plano la «función reguladora de la forma», tal como éste la había expuesto en su Fenomenología de la percepción, pues esta obra «nos remitía por tanto a la regulación de la forma, que preside no sólo el ojo del sujeto, sino toda su espera, su movimiento, su aprehensión, su emoción muscular y aún visceral -en suma, su presencia constitutiva, señalada en su así llamada intencionalidad total« [29] . Lacan señala a continuación la manera en que Merleau-Ponty «fuerza los límites» de su propia fenomenología, al plantear que, antes de que el sujeto vea, «es mirado desde todas partes»; es decir, se plantea la preexistencia de una mirada, o de otro modo, «de la dependencia de lo visible respecto de aquello que nos pone ante el ojo del vidente. Y aun es demasiado decir, pues ese ojo no es sino la metáfora de algo que más bien llamaría el brote del vidente -algo anterior a su ojo. El asunto está en deslindar, por las vías del camino que él nos indica, la preexistencia de una mirada -sólo veo desde un punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes» [30] . En esta formulación, para nada idealista, Lacan confluye con el Sartre de El ser y la nada, y con las sugerentes indicaciones de Roger Caillois acerca de la función de los ocelos en la naturaleza, que más que referidos a una cuestión «mimética», poseen todo el estatuto de una mirada ciega, cuyo objetivo es aterrar al depredador.
Pero a la vez que reconoce la pertinencia del punto de partida de su amigo filósofo, Lacan se deslinda de la vía fenomenológica: «En el campo que nos brinda Maurice Merleau-Ponty, más o menos polarizado, por cierto, por los hilos de nuestra experiencia, el campo escópico, el status ontológico se presenta por sus incidencias más facticias, e incluso más caducas. Pero nosotros no tendremos que pasar entre lo visible y lo invisible. La esquizia que nos interesa no es la distancia que se debe al hecho de que existan formas impuestas por el mundo hacia las cuales nos dirige la intencionalidad de la experiencia fenomenológica, por lo cual encontramos límites en la experiencia de lo visible. La mirada sólo se nos presenta bajo la forma de una extraña contingencia, simbólica de aquello que encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia, a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración. El ojo y la mirada, esa es para nosotros la esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo escópico» [31] . Como veremos enseguida, esta distinción que Lacan establece entre el campo de la visión, centrado en el ojo, y la función de la mirada resulta capital para la formulación de ésta como objeto a. Añade enseguida: «En nuestra relación con las cosas, tal como la constituye la vía de la visión y la ordena en las figuras de la representación , algo se desliza, pasa, se transmite, de peldaño en peldaño, para ser siempre en algún grado eludido -eso se llama la mirada» [32] . Lacan va a ubicar a continuación lo que llama «función de la mancha», punto focal, escotoma en el cuadro total de la «representación». Antes de abordar ese punto, asentemos ahora que para él el ejercicio cartesiano del cogito, en el que el sujeto se capta como pensamiento, y que a la vez instaura la conciencia en su relación con la representación, es correlativo de la formulación me veo verme: Je me voyais me voir, cita Lacan a la Joven Parca de Valéry. Y avanza: «Esta captación del pensamiento por sí mismo aísla un tipo de duda, llamada duda metódica, que incide sobre todo lo que puede dar apoyo al pensamiento en la representación»[33] . Pero lo que muestra Lacan es que en el enunciado me veo verme, no es seguro ni palpable que yo sea invadido por la visión; más bien es un momento que funda cierta certeza del sujeto ligada a una representación. Para Lacan el momento inaugural de la experiencia cartesiana del sujeto es correlativo, históricamente, del establecimiento de un modo del espacio que marca de manera rotunda la episteme de varios siglos: «en la misma época en que la meditación cartesiana inaugura en su pureza la función del sujeto, se desarrolla una dimensión de la óptica que, para distinguirla, llamaré geometral» [34] . Esta óptica geometral basada fundamentalmente en el gradual desarrollo de la perspectiva, es, por así decir, el sustrato que va a posibilitar el surgimiento del sujeto en sentido moderno; el sujeto de la ciencia que, aunque suene paradójico, es también el sujeto del psicoanálisis, aunque no sin la subversión que, con Lacan hemos venido desplegando. Citaremos a continuación un pasaje un tanto extenso del seminario, pero que condensa muy bien su posición: «El arte aquí se liga con la ciencia. Leonardo da Vinci, por sus construcciones dióptricas, es un sabio a la par que artista. El tratado de Vitrubio sobre la arquitectura no está muy lejos. En Vignola y en Alberti encontramos la indagación progresiva de las leyes geometrales de la perspectiva, y en torno a las investigaciones sobre la perspectiva se centra un interés privilegiado por el dominio de la visión -es imposible no ver su relación con la institución del sujeto cartesiano, que también es una especie de punto geometral, de punto de perspectiva. Asimismo, en torno a la perspectiva, el cuadro -esa función tan importante de la cual tendremos que hablar más adelante- se organiza de una manera completamente nueva en la historia de la pintura» [35] . Recordemos que para da Vinci y compañía, el cuadro es una metáfora de la ventana; es este un motivo que insiste en su célebre Tratado de la pintura, así como en el de Alberti, en Durero, y lo encontramos profusamente ilustrado en Vasari, testigo privilegiado de la época. El marco de la ventana es equivalente al marco del cuadro, por el que confluyen los rayos luminosos focalizándose en el ojo del espectador-vidente. Este es el espacio geometral que para Lacan aloja y es correlato del sujeto cartesiano; podemos precisar todavía más que es el mismo espacio enmarcado por el espejo, en el cual el yo ideal se coagulará en una forma que lo aliena desde su origen.
Y tanto en el espejo, como en lo que Lacan llamará la «función del cuadro», encontraremos un escotoma, un punto ciego resistente a la proyección en la imagen; como vimos antes, Lacan escribe – j para indicar eso que se hurta a la dialéctica totalizadora de la imagen. En cuanto al cuadro, va a hablar de la función de la mancha, punto en el que de nuevo ubicará aquello que agujera la superficie representada en él: «Si la función de la mancha es reconocida en su autonomía e identificada con la de la mirada, podemos buscar su rastro, su hilo, su huella, en todos los peldaños de la constitución del mundo en el campo escópico. Entonces nos daremos cuenta de que la función de la mancha y de la mirada lo rige secretamente y, a la vez, escapa siempre a la captación de esta forma de la visión que se satisface consigo misma imaginándose como conciencia« [36] . Es decir que, así como antes Lacan había cuestionado a Descartes por hacer del momento terminal del cogito un momento de coagulación en la certidumbre, fundadora del ser, y no como sostiene él, un punto de «puro desvanecimiento», de fading, de caída del sujeto, así ahora propondrá un momento homólogo, en el cual la mirada-mancha horada la representación-cuadro-«espectáculo del mundo». Agujero de la mirada que implicará una caída no menos radical del sujeto en su función de resto: «La mirada, en cuanto el sujeto intenta acomodarse a ella, se convierte en ese objeto puntiforme, ese punto de ser evanescente, con que el sujeto confunde su propio desvanecimiento« [37] . Entonces todo aquello que permite al sujeto de la conciencia volverse «hacia sí mismo», implica un escamoteo radical de la función de la mirada; por eso Lacan puede afirmar que «en esta materia de lo visible todo es trampa«.
Concluyamos refiriéndonos a un trayecto que ha marcado de manera contundente el arte del siglo XX: el de Marcel Duchamp. En un trabajo en curso, intentamos desplegar el lugar central de la mirada como resto, en el sentido expuesto antes, en varios de sus objetos, -«cosas», como él las llamaba-: del Gran vidrio, en línea recta hasta esa fascinante instalación que es Etant donnés.
Coyoacán, septiembre de 2003
[1] Lacan, J. Escritos. Siglo XXI Ed. México, decimoquinta edición, 1989, p. 838.
[2] Lacan, J. Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela. Ornicar? No. 1, Ed. Petrel, Barcelona, 1973, pp. 16-17. Para un despliegue de este punto, remitimos al lector al artículo De un genio al otro (lecturas de Descartes), Cuevas, J. Revista de psicoanálisis «Me cayó el veinte», no. 3, México, D.F., primavera de 2001.
[3] Lacan, J. , en Escritos. Op. cit., pp. 473-508. Las fórmulas en cuestión, p. 495.
[4] Lacan, J. La ciencia y la verdad. Op. cit., p. 834.
[5] Ibidem, p. 835.
[6] Cfr.Infra, p. 8.
[7] Lacan, J. Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. Op. cit., p. 779.
[8] Ibidem, p. 779.
[9] Ibidem.
[10] Ibidem, p. 780.
[11] Ibidem, p. 781.
[12] Ibidem, p. 782.
[13] Ibidem, p. 796.
[14] Lacan, J. Seminario R.S.I., 10 de diciembre de 1974. Inédito (traducción nuestra).
[15] En el seminario Le Sinthome, inédito.
[16] Abraham, K. Psicoanálisis clínico. Ediciones Hormé, Buenos Aires, 1980 (segunda edición).
[17] «En cada nivel, en cada etapa de la estructuración del deseo, si queremos comprender de qué se trata en la función del deseo, debemos localizar lo que llamaré el punto de angustia». Seminario del 15 de mayo de 1963.
[18] Puede verse aquí claramente el desplazamiento aludido antes. No se trata tanto del significante (y el saber adyacente) en la relación del sujeto con el Otro, sino del objeto que para Lacan es un índice del resto irreductible de esa relación.
[19] Lacan, J. Seminario La angustia. 15 de mayo de 1963. Inédito. Subrayado nuestro.
[20] Lacan, J. «El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», en Escritos, op. cit., pp. 86 ss.
[21] Desde el grafo del deseo, i(a) es «imagen de a«. Cfr. Supra, p. 9.
[22] Lacan, J. Seminario La angustia, 28 de noviembre de 1962.
[23] Ibidem, sesión del 15 de mayo de 1963.
[24] Ibidem.
[25] Ibidem, 22 de mayo de 1963.
[26] Lacan, J. Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Paidós, Barcelona, 1987, p. 79, subrayados nuestros.
[27] Ibidem.
[28] Lacan, J. «Maurice Merleau-Ponty», en Autres écrits. Ed. Du Seuil, París, 2001, p. 176.
[29] Lacan, J. Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Op. cit., pp. 79-80.
[30] Ibidem.
[31] Ibidem, pp. 80-81.
[32] Ibidem.
[33] Ibidem, p. 81.
[34] Ibidem, p. 92.
[35] Ibidem, p. 93.
[36] Ibidem, p. 82, subrayado nuestro.
[37] Ibidem, p. 90, subrayado nuestro.