Análisis de caso clínico de una paciente con Síndrome de Down
Clinical Analysis of a patient Down Syndrome
Bertha A. Jonguitud Moreno
Lo que necesita una persona con discapacidad para crecer y desarrollarse son referentes de normalidad, por lo tanto necesita lo mismo que cualquier otro bebé
Montobbio, 1955
RESUMEN
Realicé el estudio de un fragmento del tratamiento terapéutico de una paciente con Síndrome de Down. Abordé algunos datos históricos y actuales sobre el diagnóstico y relaté algunas viñetas clínicas. Se propuso como eje teórico el psicoanálisis. El modelo de intervención se derivó desde la interdisciplina en el trabajo de los problemas en el desarrollo.
Palabras clave: Síndrome Down, psicoanálisis, modelo interdisciplinario, problemas en el desarrollo.
ABSTRACT
It’s related a study of a therapeutic treatment of a patient with Down´s syndrome, presenting some historic and actual facts about the diagnosis and I reported some clinical vignettes. Psychoanalysis was proposed as theoretical axis. This model intervention was realized of interdisciplinary for clinical work with development problems.
We performed the study of a fragment of the therapeutic treatment of a patient with Down Syndrome. I covered some historical and current data on the diagnosis and related some clinical vignettes. Psychoanalysis was proposed as the theoretical axis. The intervention model was derived from interdisciplinary work on development problems.
Keywords : Down´s syndrome, psychoanalysis, interdisciplinary, development problems.
Introducción
Al final del imperio romano, una persona con discapacidad era considerada como un monstruo de la naturaleza. La única opción social que tenía la familia era la de matarles. Siglos después, el niño con discapacidad se consideró como un hijo del pecado al que había que internar en instituciones religiosas. En el siglo XIX, la discapacidad se asoció a la desviación social y se construyeron centros psiquiátricos, en los cuales el paciente con “retraso mental” quedaba aislado y tratado como un loco (Montobbio, 1955).
En la actualidad la imagen de la persona con discapacidad es la de niño eterno al que se debe proteger y cuidar. En ocasiones se nombran como “niños ángeles” con propósitos divinos o personas con capacidades diferentes. Sin embargo, si en la antigua Grecia los niños discapacitados eran lanzados desde las alturas del monte Taigeto, en nuestra civilización suelen ser también arrojados a un vacío de significancia desde las alturas de la Ciencia (Jerusalinsky, 2005).
El motivo de este artículo es exponer dentro de un marco recortado, algunos momentos del tratamiento clínico de una paciente con Síndrome de Down y su abordaje desde el psicoanálisis. Cabe aclarar que toda información acerca de los nombres propios y algunas otras particularidades del caso han sido cambiadas por motivos de confidencialidad hacia la paciente y su familia.
Recibí en mi consultorio a la madre de Cora. Era la primera entrevista. La psicóloga escolar me solicitó estar presente en la entrevista ya que después de un largo proceso de sugerencias por parte de ella, la madre había accedido a llevar a su hija a un espacio de análisis. No fue una derivación sencilla, la psicóloga escolar de alguna manera se colocaba de puente con su presencia para acompañar a esta madre a otro espacio que no era ya la oficina escolar sino mi consultorio. Se trataba de una madre a la que le costaban mucho los cambios.
Para mí, era algo nuevo, un encuentro distinto ¿dos profesionistas en la entrevista? ¿una escucha de a dos era posible? Estas y muchas preguntas surgieron antes de realizar la entrevista, sin embargo, mi deseo por escuchar a esta madre y a su hija me colocaron en ese sillón con las orejas abiertas dispuesta al encuentro. Inicié la entrevista. Le pregunté a la madre como se encontraba, me dijo que bien, hizo una pausa y continúo:
M: – Corita tiene Síndrome de Down es muy inteligente, muy bien portada, hace todo lo que le indico, sólo hay varias cosas que me desespera que haga, pero nosotros convivimos bien, casi nunca salimos, vamos a la iglesia todos los fines de semana, pero hay un tema que le digo que deje en paz, es que le gusta un compañerito del salón, está bien si son “noviecillos” de mentiras, nada serio, son compañeritos, yo sé que algún día va a poder tener novio pero ahorita yo creo que no es momento, yo no estoy cerrada a eso, en la escuela me dicen que a veces se ve triste o deprimida, yo a veces creo que sí, también he notado que habla todos los días con un angelito. Que haga eso me da mucha ansiedad, también se pone a vaciar en la sala las cosas que tiene en su mochila y las acomoda en la mesa y luego las guarda una por una, pasa todas la tardes haciendo eso, en la escuela se le dificulta tener amigas, casi no habla con nadie”.
Durante la entrevista, la psicóloga escolar y yo le señalamos que el espacio de terapia le permitiría a su hija platicar sobre las situaciones que le angustiaban y que obturaban la socialización, su desarrollo escolar y laboral.
La madre nos escuchaba, se veía seria, debatiéndose si eso era algo que le podía ayudar a su hija o no, sin embargo, el saber que la psicóloga escolar y yo trabajaríamos de cerca, le tranquilizaba, no era sencillo para esta madre arribar a un nuevo espacio.
¿Por qué en este caso iniciamos dos profesionistas la entrevista? Nos servimos de una práctica interdisciplinar como medio para poner en juego diferentes tipos de intervención, que consigan entretejer en este caso los detalles y sus dificultades, las limitaciones de su cuerpo y la disposición de su deseo para hallar la manera en que los conceptos de las diferentes disciplinas se coloquen al servicio de un sujeto que aun siendo portador de un síndrome demanda ser persona (Jerusalinsky, 1994). Difícilmente la madre de Cora hubiera buscado un espacio de análisis para su hija. A esta madre había que acompañarla muy de cerca y la presencia Real de la Psicóloga escolar al menos durante la primera entrevista fue necesaria.
Después de haber hablado con la madre recibí a Cora yo sola. Entró de inmediato a mi consultorio. Desde la sala de espera, las indicaciones de la madre la acompañaron “dile las cosas a la licenciada, ve al grano, no te pongas frente al clima porque andas enferma, licenciada le encargo que no le dé el clima porque trae tos”.
Cora entró al consultorio, caminaba muy lento. Se sentó en el sillón y comentó:
C: – ¿Quisiera saber qué puedo hacer yo como mujer? Tengo varia información que darle. Inició la primera sesión. Pasó toda la hora hablándome sobre la difícil relación con sus compañeros de clase, el chico que le gustaba y no le hacía caso, el angelito y bruja que le hablaban. No sabía porque le ocurrían estas cosas y eso la angustiaba muchísimo.
Las sesiones posteriores me hablo sobre su vida cotidiana. Transcurría de la misma manera. Al despertarse por las mañanas la madre le preparaba todo; el desayuno, el baño, la ropa, en ocasiones comía diariamente lo mismo porque la madre la tenía en un régimen nutricional, tenía que ser todo lo mismo, sin variaciones.
Los actos de la madre no armonizaban con el discurso de la hija. Le compraba bolsitas y plumas de princesa mientras en las sesiones Cora hablaba sobre los besos que se daban sus compañeros en el salón de clases y lo mal que le caían las chicas que tenían novio. Su madre creía que el tema del noviazgo estaba demasiado lejos y Cora lo añoraba en silencio.
Algunos padres, menciona Jerusalinsky, mantienen al hijo en demorada regestación, literalmente hasta que no caben más en sus brazos, en repetidas ocasiones continúan llamando chiquitos a los adultos con alguna deficiencia, expresando su retención del hijo en un lugar protegido; el de la infancia (Jerusalinsky, 2005).
La madre de Cora mantenía bajo estos términos el vínculo con la hija y entonces, ¿cómo ser mujer ante esta madre que infantiliza todo el tiempo?
Cora no usaba celular, computadora, ni hablaba por teléfono con nadie. Cuando la invitaban a salir los compañeros de la escuela no acudía, la madre no la alentaba a salir y tampoco ella lo pedía. Los fines de semana cumplían con ir a la iglesia en donde era monaguilla, ya que la madre le había dicho que era un angelito de Dios y tenía que servirle.
La vida de Cora estaba pegada a la de la madre. Siguiendo a Jerusalinsky “aquella vida pesada del adulto niño que siempre lleva a otro en sus espaldas” (Jerusalinsky, 1994).Cora cargaba a todos lados una bolsa donde llevaba una carta con palabras de la madre, un rosario y un libro de dios, bajo ninguna circunstancia se separaba de ella.
Cora tiene 37 años. Llegó a una familia que no esperaba a un hijo con Síndrome de Down, era la hija mayor de dos mujeres. Tras varios años de noviazgo de sus padres decidieron tener un hijo. Ambos padres lo esperaban con ilusión, aunque la madre resaltaba la gran diferencia del padre y ella, un hombre que se había emocionado por saber que tendría un hijo pero poco tiempo después la madre lo percibía “distante”.
Nacer tras él o los “diagnósticos” a veces lleva a los padres a ser clientes frecuentes de los médicos y éstos al enunciar algún diagnóstico terminan por ponerles una lápida a los niños junto con sus padres. Y es que si un médico le dice a los padres desde su lugar de “saber” que “su hijo sólo será capaz de hacer esto y no lo otro, o su hijo jamás aprenderá a leer ni a escribir o yo no le doy mucho tiempo de vida” ¿cómo quedan los padres después de escuchar esto? En ocasiones no sólo quedan devastados sino que dejan de mirar ahí a su hijo y comienzan a ver sólo el diagnóstico.
Señala Esperanza Pérez de Plá que no se pueden sustituir los sentimientos que le surgen a cada madre o padre ante el nacimiento del hijo por un montón de recetas sacadas de los
libros, ya que sobre el deseo materno/paterno también influyen la ruptura y la depresión que produce la discapacidad, pero eso puede ser superado (Pérez, 2016).
Recibir a esta hija no resultó sencillo, la madre escondía un dolor profundo y se sentía incomprendida. Cada que tenía oportunidad enunciaba que nadie puede entender a los padres que tienen hijos con alguna discapacidad, salvo otro padre con un hijo “así”. Se sentía muy sola. La mayor parte del tiempo estaba angustiada y nerviosa, le gustaba acudir a rezar los fines de semana a la iglesia y pasar tiempo en silencio con Dios, el santísimo y su hija. Durante todos estos años se dedicó a cuidar la vida de su hija, no realizaba ninguna otra actividad a excepción de sus propias consultas médicas y las de su esposo. Era una madre a la que le se le dificultaba cualquier cambio, le gustaba tener todo planeado en cuanto al tiempo, a los días, a los traslados. Lo improvisado o inesperado le generaba mucha angustia. La madre de Cora aplicaba la ley del nada cambia (Aulagnier, 2014). Infantilizaba a su hija apoyándose en su saber absoluto de madre: “yo soy la única que sé qué quiere, yo sé que necesita”, esta madre “sabía” los pensamientos de la hija.
El padre, un hombre mayor, profesionista, trabajó durante muchos años hasta que sufrió una embolia que le impidió caminar. Pasaba la mayor parte del tiempo en casa en una silla de ruedas y se hacía acompañar por su computadora durante las tardes. Se encontraba en tratamientos médicos que lo llevaban a acudir frecuentemente a consultas y su esposa lo llevaba ya que él no podía manejar. En muy pocas ocasiones acudía a los eventos escolares de su hija. Realizaba pocas salidas. Le gustaba llegar a sus consultas 30 minutos antes, presionaba a su esposa para que lo llevara con tiempo. Se pasaba largas horas frente al televisor y en ocasiones le decía a Cora que le ayudara acercándole algunos objetos que él necesitaba. Cora lo llamaba “el campeón”.
La hermana menor se había mudado a otro país para estudiar la universidad y mantenía muy poca comunicación con la familia, particularmente con su hermana. Se le dificultaba acercarse. En repetidas ocasiones le decía a la madre que le aburría hablar con Cora porque no le platicaba nada nuevo, “siempre me cuenta lo mismo, repite y repite lo mismo”.
Desde el nacimiento Cora había presentado algunas complicaciones médicas. Las convulsiones la llevaron en aquel tiempo a internamientos en el hospital, fueron tiempos
difíciles para los padres; el cuerpo de la hija era nombrado por la trisomía veintiuno por parte de los médicos, anunciado con aquella frialdad que desprende las ilusiones.
El contraste entre el hijo esperado y el que acaba de nacer no es sencillo de asimilar. Si bien, en ningún caso resulta el hijo idealizado. Sin embargo, donde no hay un problema en el desarrollo los padres se reconcilian con la imagen que el bebé les devuelve y con la que se pueden identificar. Pero cuando ese bebé tiene un problema en el cuerpo, los padres ya no saben qué hacer con ese que sí, tiene dificultades constitucionales, pero a su vez tiene resonancias todavía más extrañas en el factor materno (Jerusalinsky, 2005).
La relación de Cora y su madre sostiene un trasfondo de muerte negada que es disfrazado de amor sublime, la madre en las entrevistas decía: “nos amamos demasiado que dormimos juntas”. Cora no puede despegarse de la madre ni ésta de su hija. Cora no lograba tener pensamientos propios, no había lugar para el secreto. Sentía que su madre podía saber lo que ella pensaba incluso antes de decirlo.
C: “Mi mamá me dice que ella tiene que ser mi única mejor amiga y yo no puedo
contradecirla, ella sabe todo sobre mi”.
La madre hecha para dar la vida puede sentirse dueña de la muerte del propio hijo que le hace imposible toda proyección humana (Mannoni, 1987). Tanto Cora como su madre hablaban del padre como el hombre pegado al sillón. Sólo miraba la televisión y su computadora.
C: ¿Mi papá? Él opina lo que mi mamá diga, siempre es lo que mi mamá dice.
¿Qué había ocurrido con la función de este padre? Cuando el bebé nace, pasado algún tiempo, busca y encuentra las razones de la existencia del padre en el ámbito de la madre. Ese “otro” lugar deseado por la madre es el que representa el padre en escena y es ese deseo el que le confiere su poder. En un segundo momento el padre ocupa el lugar de quien tiene derecho a decretar lo que el hijo puede ofrecer a la madre como placer y lo que le está prohibido proponer debido a que el padre desea a la madre y se presenta como el agente de su goce (Aulagnier, 2014).
Cora no fue expulsada de la cama de los padres, desde el nacimiento fue el lugar que la pareja parental proporcionó. La madre no puede admitir sin gran dificultad la intrusión de un tercero, es preciso que el niño escape a la ley del padre, es la madre sola quien le asigna un lugar.
Cora tiene los mandatos de su madre enquistados: “no vale la pena tener novio”, “jamás vas a casarte, los hombres generan muchos problemas”, en otras palabras, no seas mujer, no crezcas. La madre proseguía una gestación eterna, dejando a esta hija que no podía liberarse de ella por agresividad, en un estado adinámico, como menciona Mannoni “el pájaro empollando el huevo que jamás podrá abrirse” (Mannoni, 1987).
Durante el análisis Cora presentó episodios de una verdadera angustia. La perseguía una mujer demonio que siempre la estaba viendo, se le aparecía, sabía sus pensamientos. En ocasiones no podía dormir por el temor a que la mujer demonio se la comiera. Las proyecciones de Cora mostraban aquello que había quedado sin tramitar, esta relación materna que engendraba algo viscoso y en donde no había entrada de un tercero. La posibilidad que tiene el niño de ser contenido, refiere Bion, está por una parte vinculada a la capacidad de la madre de actuar como contenedor del hijo y sus sensaciones, y por otra está en relación con las características de este hijo.
El niño bien recibido interioriza buenas y repetidas experiencias de su relación con la madre, esa capacidad estructurante que da la madre de contener. Pero en el momento en el que el niño encuentra el lado sufriente de la madre y es acogido de forma incompleta, proyecta hacia adentro las partes destructivas de la relación. Para Cora en su casa no sólo aparecía la mujer demonio que quería hacerle daño, sino que pensaba que vivía muy cerca de ella. Una parte de su mundo era vivido persecutoriamente, asumiendo los colores de su mundo interior, aquellos cuerpos extraños no digeridos e irrealizables que aparecían cargados de miedo.
En el análisis no se trataba de suprimir el delirio, sino de ir encontrando la manera de dejar un registro, algo del orden simbólico. A la madre le resultaba complicado entender por qué la hija tenía estos pensamientos y sus demandas giraban en torno a que yo le desapareciera esos pensamientos: “Quiero que se los quite, que se le borren de la cabeza, que ella entienda que eso que está diciendo no existe”.
En una sesión Cora le escribió una carta a la bruja diciendo: “No me molestes y déjame en paz, ya no vivo en monterrey, me mudé”. Carta que quiso guardar en su bolsa para que la acompañara siempre.
A Cora se le dificultaba encontrarse con sus propias agresiones y enojos porque no eran permitidos, le resultaba ajeno enojarse, sentir celos, ponerse furiosa. Conforme fuimos hablando sobre ello, iba devolviéndole a Cora palabras, significantes que pudieran darle un sentido a lo que le ocurría y a los que pudiera conocer como propios. En una sesión comentó:
C: Nunca había pensado que yo podía estar celosa o enojada con L porque ella quiere ser novia de ese chico que a mí me gusta.
Durante las sesiones me iba hablando sobre su relación con Dios y la iglesia.
C: En la iglesia siempre dicen que uno debe ser bueno y no enojarse con los padres ni desobedecerlos pero a mí, me sudan las manos cada que me siento así, pero es que, mi mamá está siempre encima, me harta, a veces debo hablar despacio aquí contigo porque no quiero que ella escuche, me molesta que no me deje en paz.
Cora en verdad estaba enojada y no dé a mentiritas, empezaba a pedirle a la madre que la llevara a alguna plaza comercial con compañeros de la escuela, la madre en algunas ocasiones accedía, pero en otras no, se le complicaba poder despegarse de su hija.
Jerusalinsky subraya la importancia de la capacidad de las personas que rodean al paciente de escuchar su risa como risa, su enojo como enojo, su dolor como dolor, darle importancia a lo que tiene que decir (Jerusalinsky, 1994).
Durante el análisis ella iba construyendo un decir sobre sí misma, su origen, sus pensamientos; es decir iba historizándose.
C: Yo soy especial pero no nací especial, yo nací normal, a mí me dio una fiebre muy fuerte de bebé y eso me hizo especial, yo fui fuerte porque pude sobrevivir a eso.
Habilitar un dispositivo en donde Cora pudiera apropiarse de su voz, generar un vínculo de confianza que le permitiera nombrarse y la posibilidad de tener un proyecto de vida eran caminos que en el análisis transitábamos. Sin embargo, las enormes resistencias maternas, las trasgresiones de la madre al encuadre, el periodo de vacaciones, eran elementos en los que había que detenerse, hacer un corte para la producción de lo diferente.
Intervenciones fuera del consultorio
Se acercaba la época de las vacaciones escolares, en la cual, la vida de Cora trascurría en un gran aislamiento y silencio, el repliegue con la madre se acentuaba, las salidas que empezaban a extenderse con los compañeros de clase eran limitadas, sólo se acudía a la Iglesia para rezar en silencio. Cora quedaba pegoteada ante el deseo materno, que, a su vez, arrojaba al padre real en su función (el que no puede “moverse” porque está pegado a la silla de ruedas). Durante estos periodos, la madre prefería que la hija no saliera de casa porque no consideraba que fuera importante.
Cora no tenía con quien hablar, sus pláticas se volcaban hacia un objeto en forma de angelito, con éste platicaba la mayor parte del tiempo y también la madre se lo prohibía. No quería llevar a su hija al análisis en los periodos vacacionales porque le costaba “moverse” al consultorio. Cora no se trasladaba sola a ningún lado.
Tuve una ocurrencia. Le propuse a Cora vernos algunas sesiones fuera del consultorio durante las vacaciones siempre y cuando ella lo quisiera. Ella me respondió que creía era una buena idea, pero primero tendría que aprobarlo su madre ya que no podía contradecirla ni traicionarla. El mandato de obediencia hacia la madre le provocaba una angustia terrible.
Cora desea lo que la madre desea. Sin embargo, me pidió que entre ambas habláramos con la madre acerca de estos planes. La madre estuvo de acuerdo. El encuentro sería en su domicilio. Las sesiones posteriores fueron de suma importancia para el tratamiento de Cora.
La familia me recibió en su hogar cálidamente, la madre me presentó de inmediato al padre con el que tuve una charla breve mientras ella terminaba de maquillar y peinar a su hija. Se le ocurrió que en ese tiempo que Cora no estuviera podía ir de compras. Se sentía rara, pero a la vez emocionada al poder darse un tiempo para ella. El padre me comentó que le parecía muy buena idea que su hija conociera algunos lugares y que se “distrajera”. Ambos padres confiaron en que la hija podría estar bien sin la madre y a su vez la transferencia hacía el análisis se habitaba de afecto y confianza.
En la primera salida Cora decidió ir a comer. Eligió un restaurante que estaba de camino sin saber qué tipo de comida vendían y parecía no preocuparle. Durante la comida decidió lo que comería sin dificultad, mencionaba que nunca había probado ese tipo de alimento pero que parecía gustoso. Cuando el mesero se acercaba a nosotras parecía que Cora no existiese, ya que el mesero me preguntaba las cosas a mí para que respondiera por las dos, sin embargo, ante cada pregunta del mesero yo introducía a Cora preguntándole que era lo que ella quería elegir, enseguida el mesero tuvo a bien hacer lo mismo. Cora era escuchada por otros. Durante la comida quiso comentarme algunas cosas:
C: Quiero decirle que yo me aburro en la casa, mi mamá esta encima siempre, me fastidia que no me deje comer lo que yo quiero, como ella siempre come puras cosas sin grasa yo también tengo que hacerlo, pero ella me ama y quiere lo mejor para mí.
Cora hablaba con propia voz y aunque tenía temor hacia el regaño de la madre por lo que había pedido para comer, eso no le había impedido probar nuevos alimentos. Durante las salidas que tuvimos el discurso de ella hacía alusión a lo que le gustaba y no le gustaba, no se le dificultaba pedir en las plazas comerciales lo que quería comer y disfrutábamos caminar y charlar, en el trascurso en el automóvil le gustaba ir platicando sobre las situaciones que le preocupaban en la escuela y de las cuales ella formaba parte, ya no eran sólo los otros los que hacían o decían cosas sino ahora también ella misma podía hacer referencia a las ocasiones en que se enojaba con algún compañero o cuando ella misma no
les hablaba en el salón de clases, empezaba a describir cómo le gustaría físicamente un novio.
El deseo de Cora iba dibujándose, como señala Esteban Levin: “si un niño por la discapacidad que porta y por la posición simbólica que ocupa está siempre en un mismo lugar frente a esa realidad inamovible, frente a lo imposible de modificar, ya no podrá más que reproducir siempre lo mismo. Justamente para producir un nuevo sentido, una diferencia, una alteridad, algo tendrá que no estar en su lugar” (Levin, 2003).
No sólo estábamos fuera del consultorio, sino que construíamos un espacio de confianza para que Cora se animara a dar ese paso, que iba desde su solitario mundo a la realidad subjetiva y compartida. Mi presencia fuera del consultorio servía como puente transicional que apuntaba hacia la posibilidad de crecer, entre su mundo interno y externo, colocándome en su vida como aquel acompañante lúdico al que puede usar para sostenerse en sus pasos (que no eran los primeros) hacia la individuación.
Desde ese lugar había sido pensada la intervención terapéutica, no era con objetivos determinados ni planeados , pero sí con la apertura de dar lugar a aquello que sólo se produce en el encuentro, esa presencia que permitiera lograr ese puente que va del uno al dos y de ahí al tres y a la continuidad de la serie de significantes, una intervención apuntada a sostener y organizar esa cotidianeidad en el sujeto para no abandonar sus lazos sociales construidos, los cuales no habían iniciado en la infancia, sino hasta ingresar a la escuela en la que actualmente estaba, en la que los semblantes ofrecidos por los otros, le permitían pertenecer a un espacio social.
No fue una intervención pensada desde el inicio del tratamiento. El recorrer del análisis me fue colocando en ese lugar que permitía aquella experiencia intersubjetiva, un devenir en movimiento y en interacción con otro. Citaré a un autor: “Al acompañar se crea en el vínculo con el paciente, un espacio transicional; un espacio entre la desolación y la esperanza, la desconexión y la pertenencia, el silencio estratégico y la palabra orientadora. Transicional porque funda un espacio temporal entre lo que hubo y lo por venir, donde un futuro puede ser concebido como posible” (Kuras, 1985).
Al ponernos de acuerdo sobre el siguiente encuentro, la madre me hizo un pedido: quería comprarle ropa a su hija que no estuviera “infantil” y deseaba que yo pudiera ayudar a su hija a escoger algunas prendas. Por primera vez la escuche decir que ya no quería escogerle la ropa a su hija y que además no sabía qué ropa necesitaba puesto que ya no le podía seguir comprando de princesas. Cora pudo decirle a la madre: “¡No más! Ya no te metas al probador conmigo”. Así que desde afuera la madre y yo contemplábamos cómo la hija iba escogiendo la ropa que quería y salía muy contenta a mostrárnosla. Este encuentro fue muy importante porque a partir de ahí Cora pudo pasar de las princesas a los colores de su elección, de tener a la madre en el probador con ella a la madre en el sillón esperándola, de la certeza de la madre a la duda y a la pregunta: ¿qué quiere mi hija?
La sexualidad y el cuerpo
La sexuación se diferencia de la sexualidad en el hecho de que la sexuación no es un fenómeno sino una operación. La sexuación consiste en el procedimiento inconsciente del que se valen los padres y la cultura para situar al niño en cierta posición psíquica sexual (Jerusalinsky, 2005).
Es importante distinguir la sexualidad de la sexuación y diferenciar las cuestiones anatómico-funcionales de la inscripción que produce en el sujeto su identificación sexual. La posición desde la que va a ejercer su modo de gozar en el mundo cultural al que pertenece, ya que no es algo heredado genéticamente, sino que es algo transmitido inconscientemente, es decir algo que se inscribe en el sujeto.
El pequeñito que acaba de nacer no sabe cómo gozar, alguien tiene que venir a decírselo, y es la madre quien le presenta el mundo. Como señala Piera Aulagnier: “en el momento en que la boca encuentra el pecho, encuentra y traga un primer sorbo del mundo” (Aulagnier, 2014). Si un niño no es pensado por sus padres como capaz de gozar en el campo de lo simbólico, queda librado a su naturaleza, siendo que su naturaleza nada le dice, ya que no hay ningún saber natural acerca de cómo gozar. ¿Cómo era pensada esta hija en cuanto a la sexualidad? La madre le decía que tenía que usar ropa interior muy apretada porque nadie debía tocarla, incluso ni ella misma.
Marcel Mauss indica que los ritos sociales son extremadamente importantes, porque son los que ofrecen garantía a los sujetos que componen un grupo, ya que nos enseñan qué actos tendrán culturalmente una significación social. Los rituales sociales permiten gobernar, establecer, anticipar y administrar la distancia entre las personas, una distancia en el campo de las significaciones (Mauss, 1905).
La relación sexual es algo complicado para los seres humanos. Es necesario un conjunto de significados en los que se amase la posibilidad de la relación sexual y esta posibilidad se conjunta desde antes que el bebé nazca. Esta masa de palabras que aproxima y distancia, que puede abrir vías en la relación sexual o puede cerrarlas, se va inscribiendo en una red que captura ya al bebé. Y entonces, ¿qué ocurre cuando un niño que recibe un diagnóstico de discapacidad desde muy temprano, ni es concebido, ni se le habla como si él no fuese a transformarse con el tiempo en alguien capaz de ejercer a pleno su sexualidad?
Su diferencia no estará inscripta en la diferencia sexual, el síntoma que él padecerá será entonces de anulación de su posición sexual. Es ahí donde los padres de este pequeño niño discapacitado no lo conciben capaz de gozar y de llegar a constituir una posición sexual plena, lo eximen de los ritos sociales relativos a la distancia entre los cuerpos simbolizada por el lenguaje.
La madre de Cora durante todos estos años le había prohibido a la hija el placer de tocarse. Desde pequeña le colocó unos guantes para que cuando se bañara y tallara “sus partes” no fuera a “ensuciarse”. No había espacio para lo privado, para lo íntimo.
Nos volvimos a encontrar en el consultorio, Cora acudía contenta después del periodo vacacional, relató que participó un poco más en algunas tareas domésticas y estaba entusiasmada porque su hermana le había mandado un celular que ya había empezado a usar para hablar por WhatsApp con algunos compañeros de la escuela. Surgían nuevas preguntas. El tema de la sexualidad era un agujero para Cora, relataba el temor que sentía de que alguien pudiera tocarla porque la madre siempre le repetía que nadie debía hacerlo.
C: Nadie debe tocarme “aquí” (abriendo las piernas y señalándose la vagina).
A: ¿A qué te refieres con “aquí”?
C: Aquí, en la orina. Recuerdo que en una vez hace tiempo tenía un uniforme que era de falda y estábamos en el salón, un compañero pasó a lado de mí y me levanto la falda y se fue corriendo.
A: ¿Cómo te sentiste?
C: Muy mal porque había sufrido abuso sexual, porque me levantó la falda.
A: ¿Qué es abuso sexual para ti?
C: Que te levanten la falda y te toquen la pierna.
Jerusalinsky señala que los genitales en un bebé con algún problema en el desarrollo suelen ser ignorados o silenciados en su significación. (Jerusalinsky, 2005). Ante el vacío del significante vagina, aparecía el de orina. Este significante orina además era ligado al afecto de culpa. Era culposo hablar de la vagina y mucho menos pensar que alguien pudiera tocarla. La madre de Cora le había trasmitido a la hija que debía tener temor siempre ante los hombres, principalmente a los desconocidos, porque había la posibilidad de que ese hombre quisiera abusar de ella. Cora se sentía enojada cuando alguna compañera de su escuela decía tener novio, les dejaba de hablar, se enfurecía que se tomaran de la mano en la escuela. Cora desea tener un novio.
En una entrevista con la madre relató cómo desde la adolescencia el tema de los hombres y los tocamientos la había acompañado. Cuando tenía que trasladarse en trasporte público en algunas ocasiones algunos hombres recargaban su cuerpo al de ella y no sabía qué hacer. Recordaba haberse quedado paralizada y sin decírselo a nadie, no podía preguntarles a sus propios padres sobre estos temas porque no se podía hablar con ellos. Señalaba: “Imagínese si yo no pude decir nada y me quedé callada tantos años, tan boba y bruta, ahora Cora menos va a poder defenderse si llegara a salir sola”.
Como menciona Jerusalinsky, los aspectos más perturbadores para la familia están constituidos por asustadoras imágenes con respecto al futuro de este niño, se observa la presencia de temores de perversión sexual del hijo deficiente mental durante la adolescencia, atribuyéndole una naturaleza particularmente impulsiva, una incapacidad de control o una ingenuidad que lo transformará en fácil víctima de inescrupulosos aprovechadores (Jerusalinsky, 1994). Los padres se preguntan acerca de la maduración sexual, con la secreta, pero apreciable esperanza de que ésta pudiese no ocurrir a causa de las alteraciones biológicas que su hijo padece.
El mandato de la madre hacia su hija era: está prohibido el placer. Una vida sin placer es una vida sin deseo. Las promesas de una futura realización sexual quedan suprimidas ante esta hija en la cual la madre no encontró aquel intercambio gozoso que se produce en el nacimiento, tal vez por la sensación que produce el recién llegado no coincidente con el hijo esperado. Sin embargo, el placer es el movilizador de gran parte de nuestro actuar, como bien señala Jerusalinsky, el sujeto con algún problema en el desarrollo no puede quedar totalmente excluido a priori de este proceso, a menos que se pretenda dejarlo excluido a la condición de persona y de toda circulación social (Jerusalinsky, 2005).
Cora presentaba periodos donde el delirio se incrementaba, relataba que ella había tenido relaciones sexuales con un artista con el que además había tenido un hijo. Sin embargo, había otros momentos en donde el interés por los jóvenes de su salón, el deseo de que le dieran un beso y la posibilidad de tener un novio podían nombrarse. Su interés por continuar estudiando se hacía presente. El delirio iba cambiando de personajes, en ocasiones eran artistas de la televisión, en ocasiones mujeres demoniacas, pero todas con un mismo fin: querían echarle a perder los deseos que ella tenía. Principalmente; tener un empleo, un novio y un hijo.
Conclusiones
La autonomía para Cora no ha sido un asunto sencillo. La alimentación, el baño y el vestuario se han ido transformando en actividades propias-privadas, sin embargo, en algunas aún aparece la presencia materna.
Asomarse fuera del límite protector del hogar ha sido complicado. La simbiosis que mantienen madre e hija es muy fuerte. Las intervenciones que he realizado intentando hacer algunos cortes han sido pensadas quirúrgicamente puesto que ante la angustia de la madre el repliegue en ocasiones se ha incrementado con manifestaciones en el delirio de Cora. Lo que Cora siente es lo que dice su mamá.
Retomando a Piera Aulagnier, lo que es deseado para la madre es la no modificación de lo actual, esta madre que siempre se ha “sacrificado por su hija” mientras que el devenir de esta hija señalaba sin lograrse hacerse oír el abuso de poder. Lo que la madre no querría perder es el lugar que nadie puede acordar, el de aquel que da vida, que posee los objetos de la necesidad y que cuenta con todo aquello que para el otro constituye una fuente de placer, de tranquilidad y alegría (Aulagnier, 2014).
Sin embargo, Cora ha ido manifestando algunos cambios. Ahora se interesa por algunos paseos escolares, reuniones con compañeros de la escuela, ha iniciado el uso del celular y del correo electrónico y empezó con prácticas profesionales en una empresa.
Por momentos le puede decir a la madre que no está de acuerdo en algunas cosas y le ha hecho saber que de “algunas cosas no quiere hablar con ella” situación que a su madre le genera mucha angustia.
A medida que va dando pasos hacia la vida adulta la madre se siente perdida y con mucha resistencia al tratamiento. El futuro le es angustiante. Las preguntas sobre lo que sí podrá o no lograr su hija la acompañan. Comenta: “¿por qué tendría que soltar a mi hija en este mundo tan malvado?”.
El trabajo con los padres es de suma importancia en el tratamiento de los jóvenes, no sólo con los que tienen alguna discapacidad. Pensar junto con ellos a su hijo les permite sentirse acompañados en los momentos de duelo que van atravesando al irse encontrando con aquel hijo añorado que no nació, para dar nacimiento a este otro hijo.
Se abre un camino con alternativas que van dando paso a la subjetivación de ese hijo que estaba enterrado bajo el diagnostico. Sin embargo, no es un recorrido sencillo. No siempre la pareja parental está dispuesta a pensar al hijo, como en el caso de esta paciente. El padre se mantenía al margen de la hija y la madre a su vez lo mantenía fuera.
El trabajo de un equipo interdisciplinario le ha brindado a la paciente la posibilidad de desplegar una serie de encuentros significativos que han venido abonando a su vida experiencias. Cora ha ido creciendo. Crecer duele. Ha sido un tratamiento de aproximadamente dos años que nos ha permitido algunas inscripciones, cortes, experiencias y una transferencia que le permite encontrar su propia voz sin ser aplastada por el Otro.
Tanto maestros, psicóloga escolar, acompañamiento laboral, directora de la escuela y yo, vamos acompañando a esta madre y a Cora en su camino hacia la individuación. Cora me ha enseñado mucho y el trabajo que realizamos juntas me ha permitido plantearme la clínica desde mis propias limitaciones y las del psicoanálisis.
Pensar en la clínica psicoanalítica de los problemas del desarrollo es pensar en una clínica viva y en construcción, en donde las interpretaciones de diván en ocasiones quedan a la distancia. Se transita en otros terrenos.
No es con una actitud sólo observadora o en silencio como los analistas nos enfrentamos diariamente a nuestro quehacer; la neutralidad es para no inmiscuirse en los destinos del sujeto, para no juzgar ni imputar, pero no es neutralidad para permanecer pasivos ante las acechanzas de muerte o aniquilación que vive el sujeto (Bleichmar, 2010).
Bibliografía
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Bleichmar, S. (2010). Psicoanálisis extramuros. Buenos Aires: Entreideas.
Jerusalinsky, A. (1994). Lo posible y lo imposible en la cura del Sindrome de Down. Escritos de la infancia 3, 3-7.
Jerusalinsky, A. (2005). Psicoanálisis en problemas del desarrollo infantil. Buenos Aires: Nueva Vision.
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[1] Egresada de la Maestría en Clínica Psicoanalítica, Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Colaboradora del equipo interdisciplinario en problemas en el desarrollo en Monterrey. Colaboradora del grupo de formación de Acompañantes terapéuticos de Monterrey. Trabaja como terapeuta en su consulta privada. Correo de contacto bertha_jm@hotmail.com