Kafka
Agustín del Moral
¿Es posible que un creador-un artista incida en la disciplina en la que desarrolla su labor, la signe, se convierta en una imagen o un símbolo de la misma, deje un legado de peso, constituya incluso un parteaguas sin que, en realidad, termine de instalarse de lleno en el terreno de esa disciplina (con las reglas y los valores que la norman, con el espacio social que ella misma se ha abierto), sin que termine de conectar del todo con ella, guardando con la misma una relación a medias o, incluso, una relación fracturada? De ser posible, ¿cómo explicar esta -¿aparente?- paradoja?
Hace algunos años, cuando Oliver Stone dio a conocer The Doors, una sensación me quedó luego de ver la película: Jim Morrison nunca había terminado de instalarse en el terreno del rock. Ahora, en estos días en que pergeñaba estas líneas, volví a ver la película y la sensación se vio confirmada: Jim Morrison nunca terminó de instalarse de lleno en el terreno del rock. Estoy consciente de lo que sugiero: sugiero que una de las figuras emblemáticas del rock, uno de los iconos centrales del rock, uno de los héroes más venerados del panteón del rock. poco, si no es que nada, tenía que ver con el rock. Pero no vine a hablar ni de rock ni de Morrison. Así que dejen de cruzar miradas de incredulidad, vean o vuelvan a ver The Doors y, si algún sentido le encuentran, en otro momento hablamos.
Sucede, sin embargo, que luego de leer Kafka, la excelente biografía de Claude David espléndidamente traducida por Alfonso Montelongo, una sensación muy parecida me quedó. Confieso honestamente, sin embargo, que no me atrevo a decirlo con todas sus palabras. Pero ya lo sugerí y, ni modo: al riesgo de verme envuelto en una de esas situaciones (si no es que ya estoy) que el lugar común dicta calificar de kafkiana, creo que debo seguir adelante. Y para ello, siento que lo primero que debo aclarar es a qué no (o a qué no sólo) me refiero cuando digo que tengo la sensación de que Kafka nunca terminó de instalarse de lleno en el terreno de la literatura. Así las cosas, debo decir que no hablo (o no sólo) del escritor periférico, del escritor que participa de una literatura menor, del escritor excéntrico, del escritor marginal, del outsider, en fin, del escritor que escribe a contracorriente, todo lo cual, por supuesto, en cierto sentido o a su manera lo era. Tampoco me refiero (o no sólo) a su tan traída y llevada personalidad, difícil, conflictiva, atormentada, personalidad que, es obvio, determinó su actitud frente a su propia condición de escritor y, por ende, frente a la literatura. Finalmente, tampoco hablo (o no sólo) del-oscuro-autor-cuya-vida,-obra-y-muerte-pasaron-inadvertidas-a-los-ojos-de-sus-contemporáneos-para-luego,-Max-Brod-de-por-medio,-ser-valorado-en-su-justa-dimensión-por-las-generaciones-siguientes, lo cual, de igual forma, también es cierto. Es todo esto, sí, pero es, también, algo más.
Después, creo que debo definir lo que mi sentir me indica que es la literatura. En este punto se me podrá decir que mi sentir de la literatura no es el sentir que prevalecía en los tiempos de Kafka o, incluso, que en última instancia Kafka está más allá del sentir que de la literatura tenga cualquier simple mortal. A esto yo les respondería dos cosas. Primero, que no creo que mi sentir de la literatura difiera significativamente del sentir que prevalecía en los tiempos de Kafka; no en balde Canetti considera que Kafka es «el escritor que más puramente ha expresado el siglo XX», el mismo siglo que a mí me ha tocado vivir, con sus mismos absurdos y sus mismos desencuentros. Y segundo, que no intento considerar a la literatura a través de la obra de Kafka; intento considerar la obra de Kafka a través de mi sentir de la literatura. En otras palabras, no quiero ver a Kafka a través de su grandeza sino, por difícil y complicado que resulte, a través del aislado, provinciano y oscuro escritor que en vida fue.
Así las cosas, siento que la literatura es, en su esencia, el acto creador, la escritura en sí, acto que, bien para respetarlas bien para transgredirlas, cuenta en su haber con un mínimo de normas o reglas. Pero para que el acto creador se convierta, propiamente hablando, en literatura, requiere de su traslado a otro terreno, el de la publicación, terreno que también tiene sus normas o reglas, algunas de las cuales, por desgracia, en ocasiones resultan ajenas o incluso atentatorias contra el acto creador: la estética vigente, los caprichos de la moda, los intereses comerciales, las relaciones personales, etc. Claridoso como es, Perogrullo me recuerda que Kafka participó de ambas «prácticas»: escribió y publicó.
Por razones obvias, sólo voy a referirme a lo que, para simplificar, llamaré la relación entre Kafka y la escritura. Mi pregunta en este terreno es cómo escribió, bajo qué condiciones -estrictamente personales- decidió enfrentar el acto de la escritura. Una primera cuestión que siempre me ha intrigado es por qué, habiendo nacido en Praga y siendo de origen judío, lo que equivale a decir: con el checo y el yiddish como lenguas opcionales, Kafka decidió finalmente escribir en alemán (alemán «checo» o «praguense», desterritorializado, empobrecido, filtrado a través de la cultura checa, es cierto, pero alemán al fin). ¿Hubo, digamos, un cálculo en esa decisión? Y de haberlo habido, ¿a qué obedeció? Hay quienes alegan un posible rechazo al mundo paterno y, en consecuencia, al idioma paterno como razón última de su decisión de expresarse en alemán; hay quienes hablan de una cuestión estrictamente cultural. Pero, independientemente de lo que lo haya movido, ¿estaba o no estaba consciente de que, como bien lo recuerda Claude David, con esa decisión «condenaba» a su obra a formar parte de «una literatura sin público», en una Praga en la que la sociedad alemana era, por decir lo menos, reducida?
(Pero esta cuestión también puede verse desde otro punto de vista. Cuando Jean Genet afirma que todo auténtico escritor termina por encontrar su propia forma de expresión, ¿hay que considerar al idioma como parte de esa «forma de expresión»? Para volver al rock, hay quienes afirman que su idioma «natural» es el inglés, y para ello ponen de prueba a todos los grandes solistas, grupos o bandas que en el rock han existido, en efecto, todos ellos ingleses o estadounidenses. ¿Podemos establecer, entonces, un paralelo y preguntarnos si el alemán era el idioma «natural» de Kafka, el único idioma por medio del cual podía dar forma a su mundo? Recojo de la biografía de Claude David dos opiniones sobre el alemán que manejaba el autor de La metamorfosis: «Escribía esa lengua pura, dura, casi abstracta, en la que no existen palabras para expresar el color, el brillo, el calor, la conversación viva, el diálogo auténtico»; «el cuerpo de este idioma es simple y casto; en la superficie, da la impresión de ser frío y en ocasiones tiene el aspecto de lo prosaico y aun lo abstruso, pero no es más que una apariencia: muy dentro arde sin cesar la llama».)
Por otra parte, hoy vemos sus Diarios y su correspondencia (sus cartas a Felice, sus cartas a Milena) como literatura del más alto y refinado nivel. Entre sus páginas se encuentran innumerables pasajes de una belleza y una profundidad verdaderamente deslumbrantes. Ya Emerson había anticipado que la literatura conocería una nueva vertiente a través de los textos confidenciales (cartas, diarios, memorias, etc.). Mi pregunta, sin embargo, es: ¿esta era la clase de literatura que Kafka aspiraba a crear? En el caso de sus Diarios, me parece que hay un elemento de peso a considerar: a diferencia de otros grandes escritores que llevaron un diario y que desde un principio asumieron o que a partir de determinado momento terminaron por asumir que el mismo era o podía ser un importante vehículo de expresión literaria en el sentido más estricto de la palabra, Kafka nunca lo hizo. Es cierto: en sus Diarios encontramos continuas referencias a su trabajo literario (reflexiones sobre el mismo, esbozos de historias, etc.), pero de un trabajo literario decaído, desfalleciente, siempre a la espera de. la reanimación que nunca llegaba. Como bien lo señala Claude David, en sus Diarios el conocimiento o la búsqueda de sí mismo terminó por suplantar a la necesidad de crear.
Otro tanto podemos decir de su correspondencia. No voy a pretender que Kafka escribiera sus cartas a Felice o a Milena con miras a hacer literatura; las escribía, simple y llanamente, para dar rienda suelta a un sentimiento. Pero independientemente de ello, lo cierto es que, como también lo destaca David, esas cartas largas, interminables, una tras otra tras otra, en cascada terminaron por paralizar completamente la creación literaria de Kafka y lo llevaron a crisis frecuentes.
Tenemos, finalmente, lo que en sentido estricto podemos llamar su producción literaria. No voy a intentar aquí, por supuesto, un repaso de todas y cada una de sus obras. De nueva cuenta, quiero destacar, eso sí, las condiciones personales bajo las que Kafka enfrentó el acto creador. Desde mi punto de vista, en este terreno hay tres aspectos que sobresalen. El primero es el carácter intermitente de su producción: a prolongados periodos de esterilidad seguían breves y accidentados periodos de fecundidad. El segundo es el carácter fragmentario, incompleto, inacabado de una buena parte de su obra. Y el tercero, íntimamente ligado al anterior, es la presencia de Max Brod, su amigo, confidente, heredero del destino final de su obra, editor, rescatador, biógrafo y, durante mucho tiempo, única voz autorizada para hablar de Kafka, presencia que Claude David resume en los siguientes términos: sin él, es muy difícil que Kafka se hubiese mantenido en su empeño de escribir.
No estoy casado con una imagen, un modelo o un estereotipo de escritor. Finalmente, si Kafka es uno de los escritores clave del siglo XX es porque, para retomar la idea de Genet, terminó por encontrar su propia forma de expresión. Pero, me pregunto, ¿exactamente de qué forma de expresión estamos hablando? Por decir lo menos, de una forma de expresión sui generis, única, irrepetible. Difícilmente encontraremos otro escritor que, guardando la extraña, complicada, accidentada relación que Kafka guardó con la literatura, resulte tan determinante, tan influyente, tan decisivo en la historia de la literatura universal de todos los tiempos.
No busco apoyarme, tramposamente, en el propio Kafka para dar sustento a la sensación que me ha quedado luego de leer Kafka, la biografía de Claude David. Con la tendencia «natural» del autor de El proceso al autoescarnio, por lo demás, no es muy difícil encontrar numerosas referencias negativas a su persona y a su propio trabajo. Pero lo cierto es que no resisto transcribir las siguientes líneas, que me sorprenden no tanto por la frialdad y la dureza con que el propio Kafka se juzga a sí mismo, sino además y sobre todo por el nivel en el que coloca a la literatura: «Por mi parte no hubo el menor intento de conducir mi vida que demostrara eficacia. Todo sucedía como si me hubiese tocado en suerte el centro del círculo, al igual que a los demás hombres, y como todos debiera recorrer el radio que me convenía y, a partir de ahí, trazar una bella circunferencia; pero, en cambio, no cesaba yo de tomar impulso hacia un radio para interrumpirlo enseguida (ejemplos: el piano, el violín, las lenguas, la germanística, la carpintería, la literatura, el antisionismo, el sionismo, el hebreo, la jardinería, las tentativas de matrimonio, los domicilios independientes).»
Una y otra vez, Kafka tomaba impulso para recorrer el radio que le permitiera trazar una bella circunferencia con la literatura, y una y otra vez lo interrumpía. Yo lo diría en otras palabras: Kafka nunca terminó de instalarse de lleno en el terreno de la literatura. Siempre tuvo en él un solo pie (¿y el otro en el vacío que era su vida?). Algo en su interior terminaba siempre por fracturar su relación con ella, le impedía conectar del todo con ella, establecer con ella una relación constante y fluida. ¿Qué era ese algo? ¿Instinto, olfato, sexto sentido, orden, disciplina, método.? ¿La incapacidad para comprenderse a sí mismo como el genio creador que en realidad era? No me atrevería a aventurar una respuesta.
Pero un pie, un solo pie le bastó a Kafka para, Max Brod de por medio, terminar por empatar con la literatura. Su obsesión febril por la escritura; el rigor y la exigencia para consigo mismo y su labor; la sinceridad y la honestidad con que enfrentó el proceso creador; la concepción de la literatura como respuesta a una necesidad sentida, a un impulso interno; la creación de un mundo propio y único, la sensibilidad para captar en su esencia los tiempos que le tocó vivir fueron los valores que rigieron su actuar, acaso, después de todo, los únicos valores que admite la literatura. Kafka nos mostró así que para trazar una circunferencia no necesariamente se tiene que partir de un centro y recorrer un radio; para ello puede ser más que suficiente partir de una tangente.