Mario Domínguez Alquicira
Resumen
La transferencia del analizante con su analista es
relevante en su proceso, de forma tal que conocer el lado humano del analista
es como romper un pacto, que por el hecho de ser roto trae consecuencias Lo más terrible que ese lado humano puede
mostrar es la muerte física, que deja al
analizante en un estado de indefensión ante lo humano y lo absolutamente silente
de su analista, ya que la transferencia se derrumba marcando al analizante con
una experiencia muy difícil que debe ser tramitada a través de otro proceso
analítico, pero que también puede encontrar salida por medio de la escritura.
Palabras clave: muerte, analista, analizante, transferencia, escritura.
Summary
The transference between the analysand and analyst is relevant in the former’s process, thus knowing the human side of the analyst is like breaking an oath and causing consequences. The most terrible that this side can show is the physical death, that leaves the analysand in a helpless state in the face of the humane and absolutely silent that the analyst is, because the transference brakes thus branding the analysand with a very difficult experience that has to be treated via another analytic process but can also find a way out by writing.
Keywords: death, analyst, analysand, transference, writing.
Durante más de un año, desde enero de 2001 hasta septiembre de 2002, hice un análisis. El desenlace, marcado por un incidente trágico, despertó en mi el deseo de decir, o mejor dicho de escribir, lo que había ocurrido. Años más tarde, cuando este analista —convertido en mi maestro— propuso a un grupo de reflexión en el que yo me encontraba la redacción de un testimonio que diera cuenta de nuestro tránsito por la formación analítica para hacerlo público, decidí que mi texto debía encontrar su lugar en ese marco, sólo que a diferencia de los demás no podía ser público sino privado.
De aquel lamentable suceso al momento en que redacté una carta para él transcurrieron casi cuatro años, durante los cuales pude trabajar en mi espacio analítico —retomado a menos de un mes del fatídico accidente— una de las experiencias más terribles que pueden irrumpir en el curso de un análisis: la muerte del analista. O, lo que es peor todavía: declarar muerto al propio analista. Porque ¿cómo sostener más un análisis cuando el analista ha dejado vacío su lugar? Abandonar el lugar de analista implica desocuparlo, dejarlo vacante; a consecuencia de lo cual, el andamiaje de la transferencia se derrumba. Y si bien el objetivo del psicoanálisis es el fin de la transferencia, la liquidación de la transferencia, no por eso debe atentarse contra ella.
Presenciar la muerte del analista es, sin duda, una experiencia, del orden de lo ominoso, de lo real. Cuando el analista revela su lado humano es como si se transgrediera un pacto, y salirse del pacto analítico atañe al problema de la muerte. La muerte se presenta entonces como una disolución del análisis. En ese momento, en que se produce una caída estrepitosa del Otro, se sufre una conmoción. Se conoce la verdad de lo perturbador, de lo siniestro. Se trata de un espanto y de una angustia. ¿Cómo procesar esa experiencia?, ¿cómo dar fe de algo así cuando se es, además, el único testigo? Testimoniando, testificando, dando fe, atestiguando… en el ámbito privado del análisis personal. Análisis que no ha durado sólo el tiempo necesario para enterrar al analista muerto, sino que aún se continúa hasta el presente.
Puede decirse que la tarea suprema del analista es aprender a morir para su paciente, en tanto Sujeto Supuesto Saber, pero nunca morir frente a él. A cualquiera le está permitido morirse menos al propio analista, ¡y menos aún ante su paciente! Y es que no es lo mismo “hacerse el muerto” (con el rostro cerrado y los labios cosidos) que “darse por muerto” (con los ojos completamente cerrados); hay una diferencia abismal. El fin de análisis obedece a un tiempo, a un tiempo lógico que no debe precipitarse. Precipitar el fin de un análisis, escandir un análisis llega a tener —y de hecho las tiene— serias consecuencias. Por consiguiente, el analista no tiene permitido desaparecer para su paciente antes de tiempo. De hecho, es difícil creer que pueda existir golpe más feroz que éste, en tanto que para un analizante en transferencia es inimaginable que su poderoso analista se equivoque. Y aunque quizá los analistas no logren comprender nunca suficientemente la real importancia que asumen para sus pacientes, al menos deberían de considerarla.
Y dije bien: un analista vuelto mi maestro, pues me enseñó precisamente aquello que no debe hacérsele a un paciente. El mío fue un análisis llevado con el analista a cuestas, análisis hecho a pesar del analista; de ahí que diga “hice un análisis con” y no “me hice analizar por” ni me refiera a él como quien condujo mi análisis. Por paradójico que pudiera parecer, lo que produjo ese fin de análisis —si es que puede hablarse de un fin en este caso— fue una demanda de análisis. Ante esa experiencia innombrable, yo demandaba un analista. Y no cualquier analista: demandé análisis al que fuera mi primer analista, quien, por cierto, me había derivado con ese otro, luego de haber interrumpido el proceso por “incompatibilidad de horarios”. Pero, ¿demandaba análisis o me analizaba para interponer una demanda, una denuncia? Debía comparecer ante un Otro, ante un tercero capaz de hacer valer la Ley.
Pero yo deseaba escribir, era necesario que escribiera, que encontrara en la escritura, la huella de lo que había dicho en esas sesiones de análisis. Es por eso que la carta dirigida al analista muerto no podía sino ser póstuma y privada, pues ¿cómo hacer público lo que sólo se puede nombrar en el secreto del análisis? Por fin esa epístola en espera, en tensión, en sufrimiento, pendiente, pudo hallar un destinatario. Un analista, sí, pero no más el mío. Un analista que, como tantos otros, ha dejado una marca indeleble en mi pasaje por la formación psicoanalítica, en mi devenir analista, en mi ser analista.