«La transferencia es una calamidad»
¿’Etificación’ o ética del psicoanálisis?
Josafat Cuevas S.
Iniciemos este texto refiriéndonos a lo que Lacan llamaba la «política teórica» del análisis. El sabía muy bien que su lugar era central en la historia del movimiento psicoanalítico. A pesar de que Freud, por ejemplo, se declaraba «apolítico» -en relación con lo cual suele citarse a menudo su respuesta a Max Eastman: «políticamente, no soy nada»[1] – dio pruebas, en incontables ocasiones, de que respecto del psicoanálisis ubicaba muy bien al enemigo, y que cuando se trataba de luchar contra él, era…implacable.
Basta recordar que muchos de sus escritos más importantes fueron concebidos y publicados en respuesta a formulaciones, algunas de sus mismos «discípulos» y otras de sus detractores, que por cierto eran legión; por ejemplo, «Introducción del narcisismo», texto clave de 1914, es una abierta discusión con Jung, de quien Freud esperaba fuese su sucesor como cabeza del movimiento psicoanalítico. Por el contrario, aquél pretendía hacer del psicoanálisis una disciplina cuyos límites se desdibujaban en el continente de la mística. Sigmund Freud se pronuncia en contra de esta tendencia, tanto en sus textos publicados, como en sus cientos de cartas dirigidas a los otros protagonistas de la saga psicoanalítica. Lo mismo respecto de Adler y su intento de elevar su «protesta masculina» al estatuto de soporte fundamental del psicoanálisis [2] . Los ejemplos son innumerables y forman la trama misma de la historia del análisis.
¿Y cómo negar la evidencia de la «política teórica» en el recorrido entero de Lacan? Desde el principio sus intervenciones estuvieron marcadas por el tono polémico, principalmente en contra de dos enemigos: por un lado el anquilosamiento de la práctica del psicoanálisis, correlativo de una petrificación dogmática de sus nociones, y por otro las sucesivas degradaciones y versiones «revisionistas» y «adaptacionistas» que, después de la muerte de Freud cundieron en su campo.
Pero no es esto directamente el objetivo de este escrito, sino la discusión de un libro que a mi juicio se ubica en esta vertiente de la política del psicoanálisis actual. Me refiero a «La etificación del psicoanálisis. Calamidad« [3] , de Jean Allouch.
El motivo más evidente de este libro es la discusión de otro titulado «Política del psicoanálisis frente a la dictadura y la tortura» de Helena Besserman Vianna, presentado con gran revuelo en París, en febrero de 1997. Otro motivo, explicitado por el mismo Allouch, y en íntima relación con el primero, es la crítica frontal de una tendencia que él llama de «etificación» del psicoanálisis, cuyo principal promotor es ni más ni menos que Jacques Derrida; esta tendencia iría de la mano del impulso de cierto «psicoanálisis derridiano».
El tema del libro de H. Besserman Vianna es la denuncia, en Brasil, de un analista identificado por una ex-analizante como parte del equipo de tortura durante el régimen militar. Esto afectó la respetabilidad de la IPA, pues tanto el «psicoanalista torturador» como su propio analista, didacta de la SPJR (Sociedad Psicoanalítica de Río de Janeiro) pertenecían a esa institución.
Un planteamiento inicial de Allouch es que este libro retoma, sin nombrarla, «una teoría de R. Major» que remitiría, a su vez, a una especie de manifiesto lanzado por Jacques Derrida en 1981 en un texto tituladoGéopsychanalyse, and the rest of the world [4] . Tanto esa teoría en ciernes como el manifiesto derridiano apuntarían a denunciar una «monstruosa escisión» entre el terreno propio del psicoanálisis y una serie de cuestiones sin duda acuciantes del mundo actual: derechos humanos, segregación racial, sexual, represión política, tortura, exterminio…Según ellos, el psicoanálisis tendría que poder ser un instrumento de crítica, incluso capaz de contribuir a su solución. En resumen, se plantea una extensión, -bastante ambiciosa por cierto- de los límites en los que hasta ahora se ha desplegado el psicoanálisis. Allouch añade, no sin ironía, que poco falta para que el psicoanálisis se ligue con el «ecolo..ismo», y nosotros decimos: peor aún, con la «ecolatría».
El autor plantea, con razón, que si el psicoanálisis se desliza por esa pendiente, se pierde la especificidad de la clínica, o sea, del caso. Aquí se trata -dice- de una sustitución de un caso (todo el asunto de Amílcar lobo), por esa «etificación del psicoanálisis» que califica de «calamidad».
No nos detendremos en sus argumentos que, apoyados en algunos desarrollos de Lacan, cuestionan la fácil identificación -según él-, de Lobo como «psicoanalista torturador». Remitimos al lector en este punto a la Revista Artefacto, cuyo número 8, Cuerpo silenciado [5] , recoge algunos trabajos destinados a discutir esas tesis de Allouch, y que fueron presentados en el Coloquio Psicoanálisis y tortura. A propósito de confusiones clínicas, doctrinarias, políticas, institucionales, el 4 y 5 de marzo del 2000, en México, D.F.
Para Allouch esa exclusión de la clínica es «correlativa a la actual ’etificación’ que padece el psicoanálisis (se propone esta palabra, basada en el modelo de otras oleadas parecidas: industrialización, electrificación, informatización) y que hay que considerar a esta oleada ética (…) como otra sustitución, la cual hace que la (así llamada) ética psicoanalítica ocupe el lugar del método freudiano» [6] .
Continúa nuestro autor: «La exclusión de la clínica implica la del método, y esto aparecerá, allí donde aún se admite que el método freudiano es la invención crucial de Sigmund Freud, como una calamidad« [7] .
Resulta imposible no estar totalmente de acuerdo con esta afirmación categórica, pero continuemos leyendo: «Esta calamidad pone en evidencia la incompatibilidad del método con una función ordenadora atribuida a la ética. Si se elige el método freudiano, forzosamente habrá que concluir, tal como Freud lo dijo antes que nadie, que no hay ética propiamente psicoanalítica» [8] .
¡Y aquí es donde empiezan los problemas!, pues hay que poner en cuestión ese «forzosamente«, dilucidando al mismo tiempo esa afirmación, atribuida a Freud, de que «no hay ética propiamente psicoanalítica». Esta categórica afirmación se apoya en un fragmento de una carta del fundador del psicoanálisis dirigida al pastor Pfister; mostraremos que en esa carta, como en otras dirigidas al mismo destinatario, así como a otros interlocutores, existe una indiferenciación, propiciada por la misma lengua -que los toma como sinónimos- entre ética y moral [9] ; veremos como conclusión de nuestro recorrido que en esa formulación, en vez de «ética», podría sostenerse en cambio que «no hay moral propiamente psicoanalítica». Daremos razón de esto, y para ello, en lo que sigue desplegaremos dos cuestiones, íntimamente vinculadas: la primera concierne a una ambigüedad, no despejada por Allouch, que consiste en el hecho de que cuando Freud habla de «ética», se refiere más bien a la moral, muy relacionada con aquélla, pero susceptible de ser distinguida; lo que nos lleva a la segunda cuestión, pues Lacan, percatándose de esa dificultad, se ocupará todo el año de su seminario de 1969-1970 -llamado justamente «La ética del psicoanálisis»- a diferenciar radicalmente el terreno de la moral, solidario de lo general prescriptivo, del campo de la ética, enraizado en la irreductible singularidad del caso por caso, que apunta a la dimensión no menos singular del deseo, cuya dificultad de subjetivación concierne a cada uno, en la experiencia del análisis.
Eso nos permitirá discutir más adelante la disyunción establecida por Allouch en los siguientes términos: etica / método freudiano.
Para abordar el primer punto, que concierne a la pregunta por aquello a que Freud se refería como «ética» del psicoanálisis, nos remitiremos a tres momentos clave, que están jalonados por los nombres de Oskar Pfister, James Putnam y …Carl Gustav Jung.
Freud inicia una relación epistolar con el pastor protestante suizo en 1909; este intercambio de cartas no se detendrá sino hasta 1939, año de la muerte del primero. En una misiva del 9 de octubre de 1918, a propósito de un libro de Pfister sobre psicoanálisis y educación [10] , después de las alabanzas de rigor, Freud le dice que, no obstante «estoy inconforme con un punto, con su oposición a mi ’teoría sexual’ y a mi ’ética’. Es decir, esta última se la cedo; a mí la ética me es extraña y usted es pastor de almas. No me quiebro mucho la cabeza en relación con el bien y el mal…» [11] .
Ya las comillas puestas por Freud al término ética indican que hay que detenerse en él para interrogarlo. Es lo que haremos enseguida, no sin notar que Freud la reconoce ajena a él, ubicándola en cambio del lado de su interlocutor, «pastor de almas». Remarquemos también que finaliza la oración citada aludiendo al bien y el mal como perteneciendo al mismo ámbito en cuestión, o sea, al de la «ética».
Un argumento muy importante en la posición de Pfister tiene que ver con la apelación a la noción freudiana de «sublimación», mediante la cual el sujeto debería cambiar sus crudos reclamos pulsionales por los más altos valores éticos y morales (aquí sí indistintos), más acordes con el «bien común». Por ello, más adelante en la misma carta, Freud añade que «respecto a la posibilidad de la sublimación hacia la religión sólo me queda envidiarlo desde el punto de vista terapéutico. Pero lo hermoso de la religión desde luego no pertenece al psicoanálisis. Es natural que aquí, en la terapéutica, nuestros caminos se separen, y así puede continuar» [12] .
Esta carta es crucial para la afirmación antes citada de Allouch en el sentido de que Freud fue el primero en concluir «que no hay ética propiamente psicoanalítica». Así, después de citar el mismo fragmento que consignamos antes, en el que éste se declara ajeno a la «ética», concluye: «freudiana respuesta a la calamitosa ética que invade al psicoanálisis: dejar la ética a los pastores de almas» [13] .
Antes de avanzar en su discusión, citemos todavía un par de cartas más; la primera del 24 de febrero de 1928, en la que Freud le replica a Pfister que «el postulado de que la ciencia debería elaborar una ética es injusto -la ética es una especie de regulación de tránsito para el trato entre los hombres» [14] ; de nuevo, aparece en esta frase la cuestión general de una regulación de las conductas de los hombres, por medio de la polaridad, -ajena a una disciplina científica al modo en que Freud concibe el psicoanálisis-del bien y el mal.
Un poco después, en la misma carta, asistimos a uno de esos escasos momentos en los que Freud se «permite ser descortés» con su interlocutor al preguntarle de manera contundente: «cómo demonios concilia usted todo lo que vivimos y lo que nos espera en el mundo con su postulado de un orden universal ético?». Parece que Freud todavía no obtiene una respuesta; más bien al contrario: los hechos muestran cada vez más distancia con ese «orden universal ético» [15] .
Por su parte Pfister, no obstante la posición que mantenía, puede escribirle a su interlocutor, el 9 de febrero de 1929, que el análisis tiene que ser «exclusivamente ’profano’. Es, en su esencia, exclusivamente privado y no proporciona directamente ningunos valores» (…) Pero me parece que no sólo los niños, sino también los adultos, muy frecuentemente tienen en su interior una necesidad de valores positivos de orden espiritual, de un concepto del mundo y de una ética que el psicoanálisis no puede dar…» [16] .
Esta última frase, que bien podría haber sido escrita por Freud, muestra hasta qué punto, a pesar de su profesión de «pastor de almas», Pfister comprendía claramente la inalienable posición del fundador del psicoanálisis en este ámbito. En su respuesta, el 16 de febrero, éste remacha que «la ética está basada en las exigencias ineludibles de la convivencia humana» [17] . Lo menos que puede decirse, es que el psicoanálisis no es una experiencia que contribuya precisamente a esto, lo que indica que hay que buscar en otro lado.
Y para hacerlo, continuemos con James Putnam, a quien Freud conoce durante la visita a Worcester, Massachussets, con ocasión de las conferencias que dictó ahí, junto con Jung, en 1910. Putnam, a quien Freud reconoce las más altas cualidades morales, motivo por el que goza de una posición muy respetable en la «tierra del dólar», envía a éste su libro Motivos humanos. Freud le escribe inmediatamente que, aunque no ha terminado de leerlo, «si he estudiado lo que más me interesaba, es decir, las importantes secciones dedicadas a la religión y el psicoanálisis (…)Seguramente no pretendería usted obtener mis alabanzas (…)» [18] . Y al citar un fragmento del libro de Putnam en el que éste le cuestiona una limitación de su visión a propósito de las pulsiones, Freud escribe que «En la página 20 hallé el pasaje que me parece más aplicable a mí mismo (…) Sin embargo, quizá me era precisa esta unilateralidad para describir aquello que estaba oculto a los demás (…) pues, después de todo, esta senda rectilínea de mi pensamiento dio sus frutos específicos. Me dejaron frío, sin embargo (…) los argumentos que dedica a la realidad de nuestros ideales. No acierto a ver la conexión entre la realidad psíquica de nuestras ideas de perfección y la fe en su existencia material» [19] .
Imposible ser más claro acerca de la vocación de límite del saber de la ciencia, tal como Freud la profesa, en contra de esa tendencia extensiva que lleva a una concepción total del mundo, a una cosmovisión, a unaWeltanschauung. Encontramos también en ese párrafo citado, de nuevo, el repudio de Freud a aceptar la existencia material de los ideales de perfección en la vida, pero sobre todo, en el terreno del psicoanálisis. Unas cuantas líneas más adelante le dice: «Acepto el concepto de la moralidad; mas no en su sentido sexual, sino social» [20] : al César lo del César…
En su «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» de 1914 [21] , después de reconocer a James Putnam por el lugar que éste ha dado al psicoanálisis en América -luego de las conferencias aludidas antes- Freud dice que «Putnam ha cedido luego en demasía a la inclinación ética y filosófica de su naturaleza, y dirigió al psicoanálisis una exigencia a mi juicio incumplible para éste, a saber, que debería estar al servicio de una cosmovisión (Weltanschauung) ético-filosófica determinada» [22] .
Sabemos hasta qué grado el propio Freud se prohibía él mismo ceder a esa inclinación; de ahí su repudio, que ha llamado la atención de más de cuatro, de la filosofía y sus sistemas. El limita el campo de visión de un problema a la perspectiva focalizada de su ciencia, y rechaza lo que considera vana especulación, a menudo única definición de la filosofía, según su juicio. Imposible rechazar más claramente el intento de extender el psicoanálisis a una concepción total del mundo, por loable que sea. Vemos también en esta cita la «exigencia», «incumplible» y el imperativo «debería»: es el ámbito del «obsceno y feroz» super-yo. Pero precisamente, el pleito de Freud es que ese terreno es el de la práctica local, circunscrita, del análisis, y no el de una «aplicación» de sus nociones a la construcción de un «edificio universal».
Pero más aún que con Pfister y con Putnam, con quien se verá de modo más directo cuál es exactamente la posición de Freud en el terreno que nos ocupa, es con Carl Gustav Jung y sus pretensiones de modificar el psicoanálisis freudiano, al grado de que -como dice el mismo Freud- termina haciendo…¡otra cosa!
Que el lugar que ocupó Jung no es cualquiera, lo muestran no sólo las expectativas que Freud había depositado en él como su relevo a la cabeza del movimiento psicoanalítico, sino el espacio que dedica en la «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», a discutir su tendencia a indiferenciar las nociones centrales del psicoanálisis en una visión mística y omnicomprensiva del mundo. De las 57 páginas de ese escrito, 8 están dedicadas a discutir ese intento de Jung y a dilucidar de nuevo la especificidad del análisis, tal como lo concibe Freud. Respecto de la concepción de aquél dice que la Escuela de Zurich la presenta «como un nuevo evangelio salvador que inicia una nueva era para el psicoanálisis, y hasta una nueva cosmovisión para todo el mundo» [23] . Es esa especificidad la que constituye, como bien dice Allouch, el núcleo del método freudiano; pero no es menos cierto, como hemos venido mostrando, que este método es opuesto por el propio Freud a cualquier intento de anular su especificidad en aras de cualquier sistema que se proponga brindar una «explicación» total, sea del tipo que sea, y en relación con los hechos que fueren.
Un poco después añade Freud que los suizos «han estudiado en detalle (precedidos en esto por Pfister) el modo en que el material de las representaciones sexuales procedentes del complejo familiar y de la relación incestuosa de objeto es empleado en la figuración de los supremos intereses éticos y religiosos de los hombres; vale decir, han esclarecido un importante caso de sublimación de las fuerzas impulsoras eróticas y de su transposición a aspiraciones que ya no pueden llamarse eróticas. Esto se ajustaba a la perfección a las expectativas contenidas en el psicoanálisis; condeciría, sobre todo, con la concepción según la cual en el sueño y en la neurosis se hace visible la resolución regresiva de estas sublimaciones, así como de todas las otras. Sólo que ello habría provocado indignación en la gente…¡la ética y la religión sexualizadas» [24] . Para contrarrestar esto, Jung rescata el concepto de Silberer del sentido anagógico de los síntomas, sueños, complejos, etc. Es decir, el incesto, el conflicto con el padre y/o la madre no son reales, son simbólicos, y apuntan a algo más elevado; es aquí que interviene el famoso arquetipo. Obviamente, Freud cuestiona radicalmente este intento de reducir (o elevar, da lo mismo) el Edipo a un arquetipo.
Inmediatamente después escribe que «el perfil que ha cobrado la neo-terapia de Zurich bajo el imperio de tales tendencias puede bosquejarse siguiendo las indicaciones de un paciente que debió sufrirlas en su persona: ’esta vez, ningún cuidado por el pasado ni por la transferencia. Donde yo creí asir esta última, la presentaron como mero símbolo de la libido [25] . Los consejos morales eran muy hermosos, y yo los seguí al pie de la letra, pero no di un solo paso adelante (…) en lugar de una liberación por el análisis, cada sesión traía consigo nuevas y enormesexigencias, de cuyo cumplimiento se hacía depender la superación de la neurosis; por ejemplo, una concentración interior mediante introversión, ahondamiento religioso, nueva vida comunitaria con mi mujer, en amorosa entrega, etc. (…) uno abandonaba el análisis como un pobre pecador con los más fuertes sentimientos de contrición (…) lo que él me recomendó, cualquier cura párroco me lo aconsejaría’» [26] .
Vemos aquí otra vez el ideal en su máxima expresión, de la mano de la exigencia que, como dijimos, corresponde al dominio del super-yo. Según esta visión, es la misma neurosis la que se convierte en un asunto de moral, cosa que Jung no se prohibía formular con todas sus letras [27] .
Y Freud concluye, implacable, «que la nueva doctrina que querría sustituir al psicoanálisis implica una renuncia al análisis y una secesión respecto de él» [28] . Con Jung no hubo entonces sucesión, sino secesión.
Efectivamente para Freud estaba clara la cuestión: de un lado el método de la singularidad del caso, queexcluye cualquier acumulación de saber [29] , y del otro la extensión indefinida del análisis, con la consecuente disolución en los más variados terrenos. Allouch tiene razón al plantear esta clara disyuntiva, pero lo que nos parece difícil de sostener es su conclusión de que «no hay una ética propiamente psicoanalítica», basada, como vimos, en esa indistinción, en la que el propio Freud incurría, entre ética y moral.
Hasta aquí hemos considerado de qué modo -con Pfister, Putnam y Jung- se trata, en nombre de una exigencia mal planteada y dirigida al psicoanálisis, lisa y llanamente de su desaparición, de su anulación. No importa que esa exigencia se haga en nombre de «elevados» motivos. Aceptarla, es diluir la especificidad de la experiencia del análisis.
Pero ese intento no es de ningún modo privativo de aquellos tiempos fundantes. A mediados del siglo XX asistimos a otro de esos tentadores esfuerzos: nos referimos a la cruzada freudo-marxista, que en nombre de parecidos ideales, propugnaba que el psicoanálisis debía «completar» la teoría y la praxis sociales del marxismo, concebidas -también erróneamente- como una visión total de la realidad. El tiempo demostró lo equívoco e infructuoso de esa noble pretensión.
Y llegamos así al intento más reciente en esa misma dirección: nos referimos, por supuesto, al geopsicoanálisis de R. Major y J. Derrida. Al igual que las anteriores tentativas salvacionistas, ésta también seduce con mucha fuerza, proporcional a los graves problemas a que es llamado -incluso emplazado- a responder. Si no lo hace, está condenado a los anatemas de anacrónico, erróneo, insuficiente, en el mejor de los casos, cuando no es acusado de reaccionario y de estar al servicio de los bajos y oscuros intereses de la burguesía.
Así, el psicoanálisis tendría que servir de sustento y soporte de una larga serie de disciplinas y prácticas críticas y emancipadoras de las miserias sociales actuales: gran honor y grave responsabilidad. Y que no se responda con el asunto de los límites precisos de su práctica que, con Freud, hemos remarcado, pues corremos el riesgo de ser tachados de tibios, de apocados incapaces de ampliar esa cortedad de miras que ha aquejado al psicoanálisis desde su mismo nacimiento [30] .
Es por todo esto que estamos de acuerdo con la necesidad que motiva la publicación del libro Etificación del psicoanálisis. Calamidad, de Jean Allouch. Es claramente un asunto de política del psicoanálisis, en el sentido en que venimos desplegando.
El plantea que esa «etificación» es correlativa de una anulación de la clínica, o sea, del caso. Su posición es que la forma en que es abordado y presentado el asunto de A. Lobo en el libro de Besserman Vianna, escamotea la cuestión de la transferencia, única que permitiría ubicarlo como caso. Como dije al principio, no es el objeto de este trabajo discutir sus argumentos en este punto.
Creemos en cambio haber mostrado suficientemente que lo que Freud rechaza en su momento en las tentativas que hemos considerado, es la inclinación de hacer del psicoanálisis una especie de panacea para resolver una diversidad de problemáticas que no le atañen, dada su delimitación práctica y teórica. La actual «etificación» del psicoanálisis denunciada por Allouch se ubica en esta pendiente; por eso estamos de acuerdo en cuestionarla de raíz [31] .
Pero el punto que discutiremos ahora tiene que ver con el hecho, grave a nuestro juicio, de que en su discusión Allouch desconoce lisa y llanamente todo el trabajo que Lacan realizó en el seminario de la ética aludido antes.
Exactamente al concluir la frase tan contundente que hemos citado ya acerca de la inexistencia de una ética psicoanalítica, en una nota a pie de página dice que «parecería originarse un problema con Lacan, uno de cuyos seminarios (1959-1960) se titulaba precisamente La ética del psicoanálisis. Este problema no será tratado aquí frontalmente» [32] . Pero no sólo no es tratado «frontalmente», sino que sostenemos que es precisamente por ignorarlo, que Allouch concluye de la manera en que lo hace, que «no hay ética propiamente psicoanalítica».
Es por eso que propone la oposición que citamos antes ética / método freudiano. A la luz de lo que hemos desplegado, para nosotros, por el contrario, la alternativa se plantea en los siguientes términos:
Método freudiano Moral (general)
Singularidad del caso Vs. Cosmovisión (Weltanschauung)
Etica de la transferencia Política, religión, derecho, educación y …un largo
etcétera, al final del cual se ubica el geopsicoanálisis
derridiano, eje de la «calamidad» etificadora actual.
Por lo tanto, la disyuntiva es, para nosotros: etica / «etificación».
Para Allouch, en cambio, no hay diferencia alguna entre ética y «etificación»; sostenemos que ello es una consecuencia de descuidar como lo hace, la distinción -que recorre como un hilo rojo todo el seminario de Lacan- de los campos de la moral y de la ética, esencialmente heterogéneos. El primero se ubica, como ya dijimos, en el terreno general de la prescripción, soportado por las nociones de bien y mal. Es a esto a lo que Freud, y después Lacan, dicen: NO.
El segundo, en cambio, remite a lo singular irreductible. Lacan articula la ética del psicoanálisis desde la radical singularidad de la estructura de la transferencia, de cada transferencia [33] . Una de las nociones clave en este terreno es la del deseo; por eso Lacan propone al deseo como soporte capital de esa ética [34] . Y puede constatarse que, correlativa al descuido total de este desarrollo de Lacan, en la argumentación de Allouch, se encuentra al mismo tiempo una crítica -discutible también- de su formulación, en los siguientes términos: «Lacan creyó poder constituir el vector de una ’ética del psicoanálisis’ allí donde Freud, deliberadamente, no se planteaba ningún problema» [35] .
¡Por supuesto!, porque Freud, como bien dice el mismo Jean Allouch, se orientaba por la ética de la ciencia y dejaba a sus pacientes el cuidado o no de sus valores «morales». En otro lugar de su texto Allouch se desliza, confirmando lo que hemos venido argumentando, al escribir que «En su confrontación con Putnam (…) Freud rechaza explícitamente el tratamiento por la «moral« [36] . Es decir, se desliza entre los términos «ética» y «moral», precisamente por descuidar, como hemos dicho, la distinción esencial establecida por Lacan, y efectivamente ausente como tal en Freud, pues para él la elección era entre su método de la singularidad del caso y la serie «ética-moral-religión», terreno de los pastores de almas.
Otro pasaje que confirma su oscilación es el siguiente, en el que, después de hablar de la «evacuación del caso», concluye: «una militancia política no confesada que se cubre bajo otra vía, una ideología, una Weltanschauung que tiene un nombre: la ética del psicoanálisis» [37] .
En resumen: lo que no era un problema para Freud, porque simplemente rechazaba esa moral aplicada al psicoanálisis, o mejor, el psicoanálisis aplicado a la moral (en el fondo la misma cosa), para Lacan sí fue un problema, pues el reconocía la heterogeneidad radical entre moral y ética. Pero esta heterogeneidad no va de suyo; fue preciso su recorrido para establecerla en el campo del análisis. Que la tendencia a tomarlas como sinónimos no sólo se soporta en el idioma, sino que está muy arraigada en nosotros, lo muestra el mismo Allouch: en las dos últimas citas de su libro hemos visto como se desplaza de «moral» a «ética».
Escribe también, de acuerdo con su crítica, que «si se lo juzga por las consecuencias actuales -¿cómo hacerlo de otro modo?- Lacan habría cometido una terrible estupidez ¿Cuál exactamente? Habría creído poder decir que ’el psicoanalista no cede en su deseo’ sin que esa aseveración, local, circunstancial, válida sólo para el acto psicoanalítico (…) fuera utilizada de una manera distinta, en otra parte» [38] . Pero si aceptamos esta afirmación, ello equivaldría a sostener que Freud y Lacan cometieron estupideces a cada paso, pues sus nociones son cotidianamente tergiversadas, malentendidas, sacadas de contexto, «aplicadas» a diestra y siniestra, principalmente por los mismos analistas, que hacen de sus respectivas formulaciones precisamente una serie de prescripciones, por lo tanto morales [39] .
Más grave nos parece, por el contrario, que al encarar la crítica de la actual «etificación» del psicoanálisis, Allouch arroje por la borda también a la ética, de la que, lo menos que podría reconocerse, es que es una cuestión abierta, al menos desde Lacan, claro que desde otra perspectiva, y no desde la simple (y tal vez nada simple) oposición con la moral, indistintas para Freud y sus discípulos.
Conclusión: estamos de acuerdo con la crítica sin concesiones a cualquier intento de diluir la especificidad del análisis en una extensión de tinte «moral», o relacionada con el «ismo» que se quiera, por noble que sea, y sobre todo con la actual «etificación» del geopsicoanálisis propugnado por Derrida y Cía., pero rechazamos igualmente la estrategia de Allouch quien, en su afán por cuestionar de raíz este intento, arroja al niño junto con el agua sucia, al negar la pertinencia de la pregunta abierta por Lacan en torno a la radical singularidad de la ética del deseo, soporte del análisis.
Su estrategia nos recuerda una escena del film La vida de Brian: el «escuadrón suicida», protegido como conviene con fuertes armaduras y provisto de afiladas espadas, se aprestan a atacar a muerte a los soldados del imperio romano; en un paraje despejado desenvainan decididamente sus espadas, se quitan con un ágil movimiento sus petos…¡y se las clavan a sí mismos, al unísono, en sus pechos…!
Jean Allouch se refiere a la actual «etificación» del psicoanálisis como una calamidad. Y nosotros, para concluir, citamos la carta que Freud le escribe al pastor protestante Oscar Pfister el 5 de junio de 1910; después de exponerle lo esencial de su «técnica», le dice que «la transferencia es, sobre todo, una calamidad« [40] .
[1] Es uno de los epígrafes que encabezan el libro de J. Allouch motivo de este artículo: La etificación del psicoanálisis. Calamidad. Edelp, Córdoba, 1997.
[2] Cfr. P. Roazen. Freud y sus discípulos, Alianza Ed., México, 1978, pp. 199 ss.
[3] Allouch, J. Op. cit.
[4] J. Derrida. «Géopsychanalyse, and the rest of the world», en Géopsychanalyse. Les souterrains de l’institution, París, éditions Confrontation, 1981.
[5] Artefacto no. 8 Cuerpo silenciado, México D.F., febrero 2001.
[6] Allouch, J. Op. cit., pp. 10-11.
[7] Ibid.
[8] Ibid., p. 11. Subr. mío.
[9] Tanto en alemán, como en francés y en castellano.
[10] Hay que decir aquí que Oskar Pfister es el creador del paidanálisis.
[11] Correspondencia 1090-1939 Sigmund Freud-Oskar Pfister, México, F.C.E., 1966, p. 58, subrayado mío.
[12] Ibid., p. 59, subrayado mío.
[13] Ibid., p. 84.
[14] Ibid., p. 118.
[15] Mientras escribíamos este artículo, cayeron las torres gemelas de Manhattan.
[16] Ibid., p. 122. Subrayado mío.
[17] Ibidem, p. 124.
[18] Sigmund Freud. Epistolario II. Rotativa, Barcelona, 1972, p. 76..
[19] Ibidem. Subrayado mío.
[20] Ibid., p. 77.
[21] Freud, S. «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», en O.C., Amorrortu Ed., Buenos Aires, 1998, vol. XIV.
[22] Freud, S. Op. cit., p. 30, subr. mío.
[23] Ibid., p. 58, subrayado mío.
[24] Ibid., p. 59, subrayado mío. Notemos en este pasaje la conjunción entre ética y religión, que confirma lo que hemos venido sosteniendo: para Freud «ética», «moral», «religión», pertenecen al mismo campo, y se ubican con relación a la polaridad del «bien» y del «mal».
[25] No olvidemos que una de las obras más importantes de C. G. Jung se llama justamente «Transformaciones y símbolos de la libido».
[26] Ibid., pp. 59-61, subr. mío.
[27] Escribe Jung: «…el método terapéutico de la psicología compleja consiste, por un lado, en hacer consciente lo más acabadamente que sea posible la constelación de contenidos inconscientes, y por el otro, en una síntesis de éstos con la consciencia por un acto de reconocimiento. Pero como el hombre civilizado posee una disociabilidad muy grande (…) de ningún modo es seguro por adelantado que un reconocimiento sea seguido por el obrar correspondiente (…) y en consecuencia hay que presionar para que tenga lugar un adecuado empleo de éste. Por lo regular el reconocimiento librado a sí mismo no tiene esos efectos positivos ni tampoco representa un poder moral. En tales casos se ve claramente hasta qué punto la curación de las neurosis es un problema moral«. C.G. Jung. Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona, Ed. Paidós, 1994, pp. 46-47, subrayado mío.
[28] Ibid., p. 64, subr. mío.
[29] Cfr. su muy citada formulación de abordar cada caso como si fuese el primero.
[30] En la contratapa de un libro de Jung puede leerse que es la obra de un «discípulo que se atrevió a ampliar los estrechos límites en los que el mismo fundador del psicoanálisis lo enmarcó». Esta leyenda está destinada, por supuesto, a promover la venta de tal libro, pues uno recibirá más por su dinero.
[31] Cfr. también Pasternac, M. Lacan o Derrida. Psicoanálisis o análisis deconstructivo. Epeele, México, 2001.
[32] Allouch, J. Op. cit., p. 11, n. 5.
[33] Incluso puede decirse que Lacan realizó los cambios en su práctica que motivaron su «excomunión» de la I.P.A., precisamente porque lo único que lo orientaba en ella era el reconocimiento del papel absolutamente central de esa ética de la singularidad de cada transferencia. Una vez ubicado eso, las sesiones con sus analizantes podían tener lugar no sólo en su consultorio, sino… en el elevador.
[34] Resulta interesante constatar que, a la vez que Allouch desconoce en su exposición esta articulación de Lacan, puede no obstante escribir, respecto del ejercicio del análisis, que «…este ejercicio del deseo -que él es- no podría darse sin depender de las reglas del método freudiano«. Op. cit., p. 84, subrayado mío.
[35] Ibid., p. 45.
[36] Ibid., p. 29. Subrayado mío.
[37] Ibid., p. 81, subrayado mío.
[38] Ibid., p. 45.
[39] Ocurrió con el Edipo de Freud y con muchos otros puntos de su doctrina, por ejemplo la «moralización» absoluta de la cuestión del «acting-out» y de su lugar en un análisis. Lo mismo cabe decir de muchos de los planteamientos de Lacan, que se convirtieron en imperativos para los analistas.
[40] Correspondencia…Op. cit., p. 36, subrayado mío