Mal de ojo
Benjamín Mayer Foulkes
1. El mal de ojo en el borde
Dice Freud que la angustia ante el mal de ojo es la de quien posee algo valioso y frágil que teme la envidia de los demás (esto es, quien teme la envidia que él mismo habría sentido en el caso inverso). Tales mociones se traslucirían por vía de la mirada al haber sido denegada su expresión en palabras. Cuando alguien se diferencia de los demás por unos rasgos llamativos, en particular si son de naturaleza desagradable, se le atribuye una envidia de particular intensidad y la capacidad de trasponer en actos esa intensidad. Se teme así un propósito secreto de hacer daño, y por ciertos signos se supone que ese propósito posee también la fuerza de realizarse. Es éste para Freud un ejemplo de atribución de “omnipotencia de pensamiento”: el mal de ojo conlleva un pensamiento negativo que, por el hecho mismo de transcurrir, produciría efectos negativos en los hechos.[1]
Para Lacan, el ojo tiene apetito, y el ojo malo, el mal de ojo, es el ojo voraz. La envidia que acarrea enfermedad y desventura deriva de videre. Ejemplo por excelencia de la envidia es la que destaca san Agustín con su descripción del niño que mira a su hermanito colgado del pecho de su madre con una mirada amarga que lo deja descompuesto. A diferencia de los celos, la envidia suele provocarla la posesión de bienes que no tendrían ninguna utilidad para quien la siente y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha: la envidia hace que el sujeto se ponga pálido ante la imagen de una completitud que se cierra, porque el objeto envidiado del que se está separado puede ser para el otro la posesión con la que alcanza la satisfacción. El mal de ojo es el fascinum, su efecto es detener el movimiento y matar a la vida.[2]
Sirvan estos pasajes de Freud y de Lacan como anticipación de lo que seguirá, en la medida en que destacan el borde como su motivo principal: el borde, la distancia, la disyunción entre el sujeto y el objeto de la envidia, el objetoa; borde que, de diversas maneras, resulta amenazado y cuya amenaza es siempre angustiante: por ejemplo, al no quedar articulado en las palabras, al resultar borrado en la supuesta “omnipotencia” del envidiado o del envidioso, en la voracidad del ojo que con todo acabaría, en una completitud clausurada, e, incluso, en una satisfacción última cuyo efecto sería terminar con el deseo, detener el movimiento, interrumpir la existencia.
2. Testimonios de la ceguera como mal de ojo
Detengámonos, pues, en cuatro testimonios sobre el mal de ojo como ceguera, seguidos cada uno de una puntual indicación de lectura, para interrogarnos sobre la ceguera como mal y como bien, y concluir con la descripción de una sugerencia topológica general del mal como ceguera en los términos en que es posible hacerlo desde el psicoanálisis.
Primero, un pasaje de “Amor”, breve relato de Clarice Lispector aquí adaptado, donde figura Ana, a quien la ceguera se presenta violentamente como un mal:
“Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Entonces se recostó en el asiento en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya nada precisaba de su fuerza, se inquietaba. En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar sorprendente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja: con persistencia, continuidad, alegría. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba, salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. El tranvía se arrastraba, en seguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era ciego. ¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces se dio cuenta: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle. Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer: el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de masticar hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de sonreír, sonreír y dejar de sonreír. Como si él la hubiera insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó súbitamente arrojándola desprevenida hacia atrás; la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó al suelo; Ana dio un grito y el conductor impartió la orden de parar antes de saber de qué se trataba. El tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras. Ana de puso de pie, pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían roto en el envoltorio de papel periódico. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que sucedía. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha. Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho. La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la tejiera. La bolsa había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué? ¿Acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba pesadamente. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban cautelosas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad, y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan repentino que Ana se aferró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía. Ella había apaciguado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo”.[3]
Ana tiene la necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. No la siente. Su existencia tiene la consistencia de una cáscara de huevo. Su fuerza es la que le demandan los demás. Ha logrado dejar atrás la “enfermedad” de su juventud, pero al precio de abolir su felicidad, o al menos su esperanza. Su problema surge cuando se le presenta cierto vacío. Entonces su espanto la sofoca. De este sofocamiento procura pasar, por ejemplo, saliendo de compras. Y es en una de tales salidas cuando se le presenta el ciego que mastica chicle. No lo sospecha, pero se reconoce en él. Y más: la mirada del ciego, que es la suya propia, la traspasa. ¿Por qué? Ella, como el ciego, es imperfecta (el texto nos indica en otro punto que, en su solidez adulta, ella ha descubierto que “todo era susceptible de perfeccionamiento”). Pero él (a diferencia de ella, que ha abolido la felicidad) permanece en la oscuridad a la vez que mastica goma sin sufrimiento. Como cualquiera en la parada del tranvía, al masticar, ora sonríe, ora no. ¿Cómo no va ella a sentirse insultada? ¿Y cómo no va a odiarlo (esto es, amarlo, como emerge posteriormente: “¡Oh, pero ella amaba al ciego!”)? El ciego le ha hecho mal. Como sus huevos, su quebradiza escenografía ha quedado destrozada. El mundo se ha podrido. La ley se ha ausentado. No podría ser de otra manera: presa del ojo ausente del ciego, ahora ella es la goma, mueca tras mueca, masticada por él.
Segundo testimonio de la ceguera y el mal, la “Oda al mal ciego” de Pablo Neruda:
Oh ciego sin guitarra
y con envidia,
cocido
en
tu
veneno,
desdeñado
como
esos
zapatos
entreabiertos y raídos
que a veces
abren la boca como si quisieran
ladrar, ladrar desde la acequia sucia.
Oh atado
de lo que nunca fue, no pudo serlo,
de lo que no será, no tendrá boca,
ni voz, ni voto,
ni recuerdo,
porque así suma y resta
la vida en su pizarra:
al inocente el don,
al nudo ciego
su cuerda y su castigo.
Yo pasé y no sabía
que allí estaba esperando
con su brasa,
y como no podía
quemarme
y me buscaba
adentro de su sombra,
me fui
con mis canciones
a la luz de la vida.
Pobre!
Allí transcurre,
allí está transcurrido,
preparando
su sopa de vinagre,
su queso de escorbuto,
cociéndose
en su nata corrosiva,
en esa oscura olla
en que cayó
y fue condenado
a consumir su propio
vitalicio brebaje.[4]
Aquí quedan contrastados dos personajes, el ciego y el cantador. El ciego no canta, ni siquiera tiene voz; solamente mira a los demás, envidiosos, cocidos en sus propios jugos, autosuficiente a la vez que desechado por los demás como un viejo zapato hambriento. Prisionero de lo imposible, invisible, indecible, de aquello que no tiene palabra ni representación, ni recuerdo, el ciego es el efecto insólito de un cálculo espantoso. Por eso permanece castigado, enmarañado consigo mismo, oscuro sabedor de lo que no debiera saberse… y quema, como el mismísimo sol. Por su parte, el cantador sería el socio ejemplar del club luminoso de la vida, dueño de sus letras y su destino, un ser contento, sano, alimentado por la existencia aérea y exterior. ¿Mas no será que el ciego es el motivo de la Oda (la Odia) justamente en virtud de la sombría envidia que le produce al primero? De otro modo, ¿por qué cantarle? ¡Qué mejor que ser el mal encarnado, en vez de una criatura temerosa! ¡Qué dicha: corroer, ser dueño de la nada, beberse en soledad y plenamente! Éste, al menos, sería el ensueño del cantador, el mismo ensueño acaso que consignara Georges Bataille en otro poema:
véndame los ojos
me gusta la noche
mi corazón está negro
empújame hacia la noche
todo es falso
sufro
el mundo huele a muerte
los pájaros vuelan con los ojos vaciados
eres sombría como un cielo negro[5]
Pero no sólo es malo el ciego y funesta la ceguera. Felizmente, el propio Neruda nos lega otra “Oda al buen ciego”, tercer testimonio aquí que nos dará oportunidad de detenernos en la ceguera como un bien:
La luz del ciego era su compañera.
Tal vez sus manos de artesano ciego
elaboraron con piedra perdida
aquel rostro de torre,
aquellos ojos que por él miraban.
Me vino a ver y en él
la luz del mar caía
cubriéndolo de miel, dando a su cuerpo
la pureza como una vestidura,
y su mirada no tenía fondo,
ni peces crueles en su abismo.
Tal vez aquella vez perdió luz
como un hijo a su madre, pero siguió viviendo.
El hijo ciego de la luz mantuvo
la integridad del hombre con la sombra
y no fue soledad la oscuridad
sino raíz del ser y fruta clara.
Ella con él venía,
bienamada,
esposa, amante
del muchacho ciego,
y cuando vacilaba su ternura
ella tomó sus manos
y las puso en su rostro
y fue como violetas el minuto,
toda la tierra allí se hizo fragante.
Oh hermosura
de ver alto y florido el infortunio,
de ver completo el hombre
con flor y con dolor, y ver de pronto
al héroe ciego
levantando el mundo,
haciéndolo de nuevo,
anunciándolo,
nacido otra vez él en sus dolores
entero y estrellado
con infinita luz de cielo oscuro.
Cuando se fue, a su lado
ella era sombra pura
que acompaña a los árboles de enero,
la rumorosa sombra,
la frescura,
el vuelo de la miel y sus abejas,
y se fueron
a todos sus trabajos,
capaces de la vida,
profesores
de sol, de luna, de madera, de agua,
de cuanto él abarcaba sin sus ojos,
dándote, ciego, inquebrantable luz
para que tú camines.[6]
¡Qué ciego tan distinto! Éste posee y da una luz más allá de la que le falta, y es capaz de esculpirse un par de ojos con una piedra perdida. Puro y elegante, su mirada divisa horizontes infinitos sin sed ni sangre. Buen ciego es quien mantiene su integridad ante la sombra, quien no se deja inundar por ella y la convierte, en cambio, en “raíz del ser y fruta clara“. Buen ciego es quien sabe cómo recibir el amor fragante de una mujer, el hombre con flor completado con dolor. Así porta al mundo como un héroe, renovándolo, luz sin fin de cielo oscuro. Buen ciego es quien sublima el infortunio, quien celebra la imposibilidad, quien a todos nosotros, los demás ciegos, dona luz confiable para proseguir. Buen ciego es quien completa a la mujer que, a su vez, lo cura de su ausencia (¡la ausencia de ella!). Locura: buen ciego ése que con su ceguera ciega a la ceguera. No existe el buen ciego: sería éste un ciego tan sublimador, que terminaría por hacer de la propia sublimación algo innecesario.
El cuarto y último testimonio, que nos remite a la ceguera como profilaxis, corresponde a Jacques Lusseyran, miembro fundador a los 15 años y responsable, a los 16, del reclutamiento en Los voluntarios de la libertad, el importante movimiento francés de resistencia contra la ocupación nazi. Ciego desde los 8 años, Lusseyran fue traicionado por el único recluta del que había dudado; capturado, finalmente fue enviado al campo de exterminio de Buchenwald:
“La Sección de Inválidos era una barraca como las demás. La única diferencia era que en ella se hacinaban 1,500 hombres en lugar de 300 (que era el promedio de las otras secciones) y que tenía reducida a la mitad la ración de comida. Había cojos, mancos, trepanados, sordos, sordomudos, ciegos, gente sin piernas, afásicos, atáxicos, epilépticos, cancerosos, sifilíticos, viejos mayores de setenta años, niños menores de seis, cleptómanos, vagabundos, pervertidos, y, por último, un rebaño de locos. Ellos eran los únicos que no parecían infelices. La gente moría en ese lugar a un ritmo tal que hacía imposible llevar cualquier recuento de la población. Me hice un espacio en la masa de carne. Mis manos viajaban del muñón de una pierna a un cadáver, de un cuerpo a una herida. A fines de mes súbitamente caí enfermo, muy enfermo. Me desahuciaron. ¿Qué otra cosa podían hacer? Durante los primeros momentos de la enfermedad yo me fugué a otro mundo deliberadamente. Observé las etapas de mi propia enfermedad con mucha claridad. Sabía exactamente qué era esta cosa que estaba observando: mi cuerpo en el acto mismo de dejar este mundo, no esperando para dejarlo enseguida, ni siquiera esperando para dejarlo del todo. ¿He dicho que la muerte ya estaba allí? Si lo dije, estaba equivocado. La enfermedad y el dolor sí, pero no la muerte. Muy por el contrario nunca antes había estado tan completamente vivo. La vida se transformó en una sustancia dentro de mí. Rompió mi armazón, presionando con una fuerza mil veces más poderosa que yo. Ciertamente no estaba hecha de carne y hueso, ni siquiera de ideas. Vino hacia mí como una onda brillante, como una caricia de luz. Podía verla más allá de mis ojos y de mi frente por encima de mi cabeza. Me tocó y me llenó hasta desbordarse. Había nombres que farfullaba desde lo más profundo de mi asombro. Mis labios no los hablaban, pero tenían su propio sonido: ‘Providencia, el Ángel de la Guarda, Jesucristo, Dios.’ No intenté darles vueltas en mi mente. No era el momento para metafísicas. Saqué fuerza de esa fuente. No iba a abandonar ese manantial celestial. Porque esa sustancia no me era extraña; había venido a mí justo después de aquel viejo accidente cuando descubrí que me había quedado ciego. De nuevo fue la misma cosa, la Vida manteniéndome vivo. Poco a poco regresé de la muerte. Todavía permanecí once meses más en el campo. Una mano me conducía. Ahora era libre para ayudar a los demás; no siempre, no mucho, pero a mi manera, podía ayudar. Podía conducirlos hacia el flujo de luz y alegría que brotaba de mí en abundancia. A menudo mis compañeros me despertaban en la noche y me llevaban a reconfortar a alguien, a veces me llevaban lejos, a otra sección. Me convertí en ‘el ciego francés’. Para muchos, yo era ‘el hombre que no murió.’ Cientos de personas se confiaron en mí. Los hombres estaban determinados a hablarme. Lo hacían en francés, en ruso, en alemán, en polaco. Hacía mi mayor esfuerzo por comprenderlos. Así es como viví, como sobreviví. Lo demás no lo puedo describir”.[7]
En virtud de su ceguera, Lusseyran es asignado a la sección de Inválidos, que de sí misma es de inhabilitación e inexistencia. Por eso ésta ni siquiera cuenta con el espacio y las raciones mínimas de las otras secciones. A este lugar informe, donde ni siquiera la muerte podía calcularse de tan veloz, son enviados todos aquellos que no tienen cabida en otro lado. Entre esta masa, que no era de personas sino de carne, resultaba, como subraya Lusseyran, “más sorprendente caer entre los vivos que entre los muertos. Y era de la vida de donde provenía el peligro”. Para evitar el peligro era menester, entonces, morir o, al menos, enfermar. En Lusseyran ocurrió lo segundo: a partir de ello se fugó deliberadamente a otro mundo y entró en una profunda introspección. Y a partir de este verse a sí mismo, el gran torrente de la sustancia vital, más allá de sus ojos y por encima de su cabeza, lo arrastró consigo. Ciertos nombres divinos sólo atisban a nombrarlo. Crucialmente, se trata de la misma sustancia que vino a él tras el accidente que lo cegó. Es así como la Vida (con mayúscula) lo mantuvo vivo. Es esta mayúscula lo que le permitió librar el mortífero campo e intercambiar con otros más allá de su propia, inválida, sección. Lo que les compartió a cientos de hombres es su no-todo. El “hombre que no murió” puso en juego cierto más allá de la vida y la muerte. Así se inscribió el “ciego francés” en el linaje de profetas ciegos que registra nuestra historia desde la Torre de Babel (incluyendo a Tiresias, a quien Lacan nombra maestro honorario de los psicoanalistas).
Hasta aquí los cuatro testimonios. ¿Cómo dar cuenta del conjunto?
3. Para una topología del mal
Nunca es seguro que la ceguera sea un mal ni tampoco un bien. En términos topológicos, el mal y el bien se escurren a lo largo de ese borde único que es la banda de Moebius. Al ir más allá del principio del placer, Freud nos muestra que no hay un Bien Soberano, que éste no es más que el objeto del incesto, un bien prohibido, y que no hay otro. Este es el fundamento invertido de la ley moral que nos brinda Freud.[8] De ahí en más, la topología del bien y del mal no puede ser la topología del principio del placer, sino de la pulsión, que representa en el psiquismo las consecuencias de la sexualidad en la medida en que ésta se instaura en el campo del sujeto por la vía de la falta.[9]
La pulsión, que se presenta siempre bajo la forma de pulsiones parciales, es, intrínsecamente, pulsión de muerte;[10] la distinción entre pulsión de vida y pulsión de muerte sólo manifiesta dos aspectos de la pulsión.[11] Así, distinguir lo bueno de lo malo deja de ser una cuestión de frontera u oposición, para tornarse en una cuestión de borde y de anudamiento. Como lo expresa Lacan, “no hay bien sin mal, no hay bien sin padecimiento, que mantiene en ese bien, en ese mal, un carácter de alternancia. No hay mal sin que de ello no resulte un bien, y cuando el bien está ahí, no hay bien que no se sostenga con el mal.[12] Por contraste con el principio del placer, la pulsión se caracteriza por la imposibilidad de la satisfacción. Lo que hace obstáculo al principio del placer y al Bien Soberano que le correspondería no sólo es la permanencia de la traza del mal, sino también algo más radical: la neutralidad de lo Real como imposible.[13] La pulsión gira en torno al objeto a (que antes describí como el objeto de la envidia); este objeto introduce el juego del significante en la existencia humana posibilitando el sentido del sexo como presentificación de la muerte.[14] De vez en vez, la pulsión truquea el hallazgo de este objeto estrictamente irrecuperable.[15] Es por eso que, en el caso de la pulsión escópica, es justamente hacia donde no se puede ver que el sujeto mira: “lo que el voyeur busca y encuentra no es más que una sombra, una sombra detrás de la cortina, ahí fantaseará cualquier magia de presencia. Lo que busca no es, como se dice, el falo, sino precisamente su ausencia”.[16]
Dejemos a un lado el aspecto fundamental de la repetición que entraña la pulsión para concentrarnos en el aspecto del borde corporal que siempre la anima (la pulsión está siempre asociada con los orificios del cuerpo).[17] El borde está en el corazón mismo de la operación pulsional: “la pulsión designa la conjunción de la lógica y la corporeidad. Se trata del goce de un borde”[18] ¿Pero de qué borde se trata? La banda de Moebius también nos asiste para pensar el singular movimiento de la pulsión en torno a un centro invisible. La banda sirve de apoyo para definir la función del sujeto, que Lacan describe como la conjugación de la identidad y la diferencia;[19] el sujeto, pues, es el nudo que articula la imagen y la palabra, el Yo y el Ello, lo Imaginario y lo Simbólico. No es éste un anudamiento cualquiera, pues son éstos factores esencialmente heterogéneos: el primero suscita los simulacros de la completitud que el segundo torna imposibles. La complejidad de tal conjunción queda de manifiesto en el siguiente pasaje de la Lógica de Hegel:
“La diferencia en sí es la diferencia que se refiere a sí; como tal, es la negatividad de sí misma, la diferencia no respecto a otro, sino diferencia de sí con respecto a sí misma; no es sí misma sino su otro. Pero lo diferente de la diferencia es la identidad. La diferencia es por lo tanto sí misma así como la identidad. Ambas, en conjunto, constituyen la diferencia; la diferencia es el todo y su momento. Puede igualmente aseverarse que la diferencia, como simple, no es diferencia; es diferencia sólo cuando está en relación con la identidad; pero la verdad es más bien que, como diferencia, contiene igualmente la identidad y esta relación consigo. La diferencia es el todo y su propio momento…[20]
Sin embargo, bello como es, el planteamiento de Hegel aún es demasiado consonante con la lógica del principio del placer y del Bien Soberano que le corresponde. Situados, como estamos, más allá del principio del placer, atenidos a la lógica de la pulsión, no podríamos aceptar la conclusión de que, como leemos, “la diferencia es el todo y su propio momento”. Porque la diferencia y la totalidad son inconmensurables, y lo son desde el principio. Ante Hegel el psicoanálisis no puede, entonces, dejar de considerar lo Real, que imposibilita cualquier completamiento de lo Imaginario y lo Simbólico precisamente en virtud de ser inarticulable en términos de identidad cuanto de diferencia. Dice, por ejemplo, Lacan:
“¿Qué es lo que estaba antes de la distinción bien-mal, antes de la división entre lo verdadero y la estafa? Ya habla ahí algo antes de que Hércules oscilara en el cruce de los caminos entre bien y mal, él seguía ya un camino. ¿Qué es lo que sucede cuando se cambia de sentido, cuando uno orienta la cosa de otro modo? Se tiene, a partir del bien, una bifurcación entre el mal y lo neutro. Un punto triple; es real incluso si es abstracto. Qué es la neutralidad del analista si no es justamente eso, esta subversión del sentido, a saber esta especie de aspiración no hacia lo Real sino por lo Real”.[21]
De modo que la pulsión, como sostén del sujeto, no puede desplegarse solamente en dos registros (el Simbólico y el Imaginario), sino que requiere de uno adicional (el Real) que haga borde con los dos primeros. De otro modo no es posible que los dos primeros tengan lugar: más allá de la torsión que requiere para ser una única superficie, la banda de Moebius es esencialmente ese borde continuo (común para el Simbólico y el Imaginario) que se distingue de aquello que la excede (el Real).
Podríamos extendernos mucho en la exploración de esta topología general en relación con el tema del mal y del bien como ceguera. Pero atengámonos al límite: éste marca la diferencia entre dos clases de mal: el mal (y el bien) tal como puede figurar imaginaria y simbólicamente a lo largo de la extensión de la banda de Moebius, y el “mal radical” (como lo denomina Derrida en Mal de Archivo) que asoma a partir del borde. Males hay muchos; lo que está claro es lo que, topológicamente, puede ser descrito como lo peor (indistinto en este punto de un mejor que ya no sería ni siquiera un bien): a saber, la desmezcla pulsional a la que se refiere Freud, o el desanudamiento de los tres registros del que habla Lacan. Cada uno a su manera implican la disipación del borde entre la identidad-en-la-diferencia y su más allá. Tal disipación conllevaría que el mal o el bien cobraran la consistencia imposible de lo Real, y se disparan a su vez.
Entendemos así la polivalencia de la ceguera que describen los cuatro testimonios presentados. Según la relación que mantenga con el borde mencionado, la ceguera resulta ser un mal o un bien. Cuando la ceguera atenta contra el borde, el sujeto la malvive. Así sucede a Ana en el relato de Clarice Lispector: el ausentarse de la ley en Ana es la desaparición misma del borde por efecto de la disgregación de la mujer en la mirada sin confines y su boca engullidora. En cambio, cuando la ceguera hace borde, el sujeto la experimenta como un bien. Así sucede en la “Oda al buen ciego” de Pablo Neruda donde, aun de manera idealizada, ciego es quien celebra la imposibilidad. Esto es también lo que nos transmite el testimonio de Jacques Lusseyran, quien sobrevive la invalidación genocida del borde gracias al vital no-todo con el que quedó familiarizado en el momento de perder originalmente la vista. Por último, cuando la ceguera se ubica en el borde mismo, el sujeto la goza: eso es lo que sucede en la “Oda al mal ciego”, amoroso canto de odio, como también en el citado poema de Georges Bataille que nos sugiere una clave de lectura para el primero.
El mal, así, como la ausencia de borde…
[1] Sigmund Freud, “Lo ominoso” en Obras Completas, vol. XVII, Amorrortu, Buenos Aires, 1992. p. 239-240
[2] Jacques Lacan, seminario del 11 marzo, 1964 CD-ROM Lacan, Seminarios 1-27 sin textos establecidos Traductores diversos. Versiones de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina, s/ed., s/año.
[3] Clarice Lispector, “Amor“, traducido por Cristina Peri Rossi, en Cuentos reunidos, compilación y prólogo de Miguel Cossío Woodward, Alfaguara, México, 2001. p. 45-49 (He editado este fragmento sin indicar los cortes a fin de no perder continuidad. No lo tomo, pues, sólo como una cita que soportaría cierta evidencia, sino propiamente como un testimonio que registro en la integridad de lo que de él consigno por escrito. La referencia del psicoanalista no es la del académico).
[4] Pablo Neruda, “Oda al mal ciego“ en Libro de las odas, Losada, Buenos Aires, 1972. p. 834-835
[5] Georges Bataille, Poemas, traducción, selección e introducción de Ignacio Díaz de la Serna, El Tucán de Virginia, México, 1995. p. 33
[6] Pablo Neruda, Libro de las odas, Losada, Buenos Aires, 1972. p. 832-833
[7] Jacques Lusseyran, “Los vivos y los muertos“, traducción de Francisco Rebolledo en Diálogo en la oscuridad, Fondo de Cultura Económica/Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 2004. (Aplican a este pasaje las observaciones proferidas en la nota número 3.)
[8] Jacques Lacan, Op. cit., seminario del 16 diciembre, 1959
[9] Op. cit., 27 mayo, 1964
[10] Ibid.
[11] Ibid.
[12] Op. cit. 10 junio, 1964
[13] Op. cit. 6 de mayo, 1964
[14] Op. cit. 27 mayo, 1964
[15] Op. cit. 6 de mayo, 1964
[16] Op. cit. 13 de mayo, 1964
[17] Op. cit. 6 de mayo, 1964
[18] Op. cit. 27 mayo, 1964
[19] Op. cit. 12 enero, 1966
[20] G. W. F. Hegel Science of Logic, traducido al inglés por A. V. Miller, Humanities Press International, Atlantic Highlands, 1993. p. 417 (Versión castellana mía.)
[21] Op. cit. 28 febrero, 1977