Parentalidad en tiempos de desilusión: violencia e impunidad.

María Fernanda García Rojas Alarcón. Resumen: Este trabajo pretende indagar, desde una perspectiva psicoanalítica, las vicisitudes de la parentalidad y la crianza, entre los cauces violentos de México. Cómo los padres podemos proteger a los hijos haciéndonos conscientes de nuestra propia desilusión e incertidumbre cuando vivimos en un país violento, inseguro e impune. La capacidad…


María Fernanda García Rojas Alarcón.

Resumen:

Este trabajo pretende indagar, desde una perspectiva psicoanalítica, las vicisitudes de la parentalidad y la crianza, entre los cauces violentos de México.

Cómo los padres podemos proteger a los hijos haciéndonos conscientes de nuestra propia desilusión e incertidumbre cuando vivimos en un país violento, inseguro e impune.

La capacidad de ilusión y desilusión son fundamentales como fenómenos de lo transicional en el desarrollo infantil (Winnicott) y nos acompañarán en la vida adulta. Creer en algo sostiene nuestra capacidad para pensar y enjuiciar el mundo. Nos dota de identidad y de sentido de pertenencia.

La constante puesta en escena de la impunidad y la violencia nos ha sumido en un entorno cada vez más dividido y cada vez menos esperanzador. Freud señalaba que la violencia puede ser vencida por la unión de un grupo duradero de individuos con vínculos afectivos (identificación) y que el poder del derecho de estos individuos fue en su origen la fuerza bruta de la violencia. Así, el antídoto contra la violencia es el desarrollo cultural aunado a los lazos afectivos de amor entre los miembros de la comunidad.

Lo inquietante es analizar qué pasa cuando no se desvanece la sensación de comunidad o los lazos amorosos se rompen por el miedo y la angustia. Si las diferencias y desigualdades resultan tan ostensibles y brutales, los psicoanalistas tenemos un papel catalizador que reclama urgencia. Más aún, como padres y madres, vivimos pensando cómo sacar a nuestros hijos de este medio hostil. Enfrentados al crimen y a la inseguridad cotidianos, nos atañe también cómo cuidarlos de nuestra desilusión y decepción.

En un ambiente de guerra, el dilema es cómo criar a los hijos, brindarles seguridad y confianza, dotarlos de un sentido articulado del bien y del mal, restaurar un sentido de pertenencia y la confianza en nuestro pasado y su futuro.

Les propongo empezar este trabajo a partir de la escucha de una voz de mamá:

“Cómo hacerte sentir hija, lo que yo no siento. Transmitirte ilusiones por la vida, confianza en el porvenir, ideales por los qué luchar y en los que creer. Llevarás un pedazo de mí que, espero, me sobrevivirá, y sin embargo no puedo imprimir mi anhelo de vida y de futuro en tu corazón. No sólo me es incierto lo que vas a vivir tú, sino que ya incluso desconozco este mundo nuestro que gira vertiginosamente lleno de información y carente de sentido. ¡Eso es, ya no entiendo nada!: ¡ni quiénes son los buenos ni los malos, ni dónde quedó la justicia, ni si algún día volveremos a encontrarla! Para colmo, no soy religiosa y el juicio final y esas cosas me vienen guangas. No creo en ningún partido político, en ninguna iniciativa ciudadana ni tampoco ya, en la comunidad. Reconozco que me he vuelto un poco cínica y amargada. Pero, sabes, la amargura duele y por más que trato de expulsarla de mí, me la bebo sola al final del día. ¿¡Pero cómo te dejo sin sostén!? ¿¡Cómo te dejo este mundo que a mí se me resquebraja!?

Tengo miedo de que seas mujer, de no estar un día al pendiente de ti y que seas carnada de un depredador, tengo miedo de salir a la calle, de llevarte a pasear, de ir al supermercado. ¡Ya sé!, hemos hecho una “buena vida” en nuestros guetos, encerraditos todos en la casa que cuidamos y procuramos celosamente a fuerza de guarecernos en un lindo lugar. Salimos en nuestros coches de un punto “seguro” a otro, y ni se te ocurra abrir la ventana que no sólo el aire contaminado podría entrar, ¿eh?

Y qué tal hace meses que nos preguntaste a tu papá y a mí: “¿Por qué vivimos en una ciudad sucia y peligrosa y llena de grafitis?”, ni me acuerdo si respondimos algo, pero me acuerdo que pensé: “Por idiotas” y me sentí una mala madre, que no puede darle un buen lugar a sus hijas para vivir, tan simple como eso.

 ¿En qué maldito momento perdí el camino, perdí una que otra certidumbre, perdí la ilusión en México?

Sabes, a veces extraño caminar en paz en una calle o en una plaza. Sentir ese espacio exterior como una continuidad de mi espacio psíquico, como un desahogo. Recuerdo haber ido con mi madre a todo lo que se te ocurra. Desde el súper, al mercado, a recoger las piezas eléctricas al centro “porque eran más baratas”, con el marchante del Mercado de Sonora o al de Mixcoac por el pescado.  Y aprendí muchas cosas, a regatear, a negociar, a elegir bien los jitomates, a confiar y a desconfiar… a conducirme por el mundo en libertad pues lo recorrí con ella. Pero voy a dejarte hecha una inútil, y por más que me empeño en enseñarte el trabajo que hay detrás de todas las cosas, no puedo llevarte al mundo conmigo porque a veces, ya ni yo salgo. Me evito las angustias de salir, de tomarte de la mano con fuerza, “no vaya a ser que alguien quiera arrebatarte de mí, que te pierda, además no hay donde estacionarse ¡uy!, y es viernes de quincena, ¡olvídalo! …”  Mejor lo mandamos traer a la puerta de la casa. Sí, sonó el timbre, pero no abras tú, espera, siempre pregunta y no siempre creas en lo que te dicen, pudiera no ser. ¡Espera!

¿Por qué habría de ser tan complicado darte un territorio para experimentar? ¿Cómo te protejo hija, si yo me siento desamparada? ¿O acaso deba protegerte de mí?”

Tras escuchar esta interpretación que hace de la realidad una madre mexicana, teoricemos y veamos que nos puede aportar el Psicoanálisis. En torno a un síntoma que busca socorro y consuelo, los psicoanalistas solemos tener la creencia y la ilusión (¿o debo decir, que estamos en transferencia?) de que éste tiene algo importante que decir. Tal vez, podamos reencontrar un camino hacia la plaza pública y sentir libertad, tener una nueva ilusión de seguridad para seguir viviendo ante la fuerza de la naturaleza y entre los seres humanos. Aunque sea una ilusión, una creencia que sostenga la vida y le dé contención a lo incierto.

¿Cómo brindamos el sostén a nuestros hijos si nosotros no lo tenemos? ¿Cómo cuidarlos de nuestra desilusión y decepción? ¿Cómo decirles lo que pasa en nuestro país y en el mundo, sin fracturar su confianza antes de tiempo? ¿Acaso habrá un momento preciso para romper la ilusión? ¿Podremos dejarles herramientas emocionales como son la seguridad y la confianza, para no sumirlos en la melancolía? ¿Cómo criarlos con límites y fronteras, dotarlos de un sentido del bien y del mal, cuando en el escenario social y político no los hay? ¿Cómo creer que esta vida vale la pena vivirse en México porque aquí estamos y está nuestro pasado y el futuro para nuestros hijos?

Escuchemos algo de Freud. En su escrito “El porqué de la guerra” (1932), señalaba que la violencia era vencida por un grupo duradero de individuos con vínculos afectivos (la identificación) y que el poder del derecho de estos individuos había sido en su origen la fuerza bruta de la violencia. Explicaba como el estado de derecho es el heredero de la fuerza bruta y la ejerce en nombre de la comunidad para salvaguardarse de ella.

            Pasamos de la fuerza bruta al estado de derecho y a la identificación, al grupo, pero siempre tenderemos al narcisismo de las pequeñas diferencias. Como psicoanalistas no podemos olvidar que la diferencia es finalmente el rasgo que otorga la identidad. Y dentro de estas paradojas freudianas estaremos siempre: diferenciarnos e identificarnos, lo mismo y lo otro, el narcisismo y la relación de objeto, las pulsiones sexuales y las pulsiones yoicas. Somos fin para nosotros mismos y eslabones de una cadena y tenderemos de estos dos movimientos, de uno al otro como en el símbolo del infinito. Al respecto André Green (1986) aclara que “esta situación contradictoria -exaltación y sacrificio- atestigua el doble movimiento de expansión y de retraimiento narcisistas.[1]

En México podemos ver la falta de comunidad como sustantivo y como adverbio. Hemos perdido un sentido común porque en efecto las diferencias sociales son brutales y ostensibles. La unidad como un ideal, se siente sólo en situaciones donde peligra la vida (por ejemplo, el sismo de 2017), donde recordamos nuestra vulnerabilidad y nuestro desvalimiento originario. Y necesitamos por un momento “la ilusión” como satisfacción narcisista que nos rescata del dolor de nuestra dependencia. Pasado el encantamiento, como en el cuento de la Cenicienta, terminamos sentados en una calabaza y mi vecino ya no es más mi compatriota.

La fuerza bruta de la violencia del narcisismo primario, de la ley del más fuerte, se transforma en el Estado de Derecho, y el Derecho toma la fuerza de la violencia y lo ejerce en el narcisismo secundario. Es decir, un movimiento “más erótico” o más vinculante que el primero pues reconoce las diferencias. Digamos que la no diferencia es violencia.

El antídoto contra la violencia sería el desarrollo cultural y los lazos afectivos de amor entre los hombres de la comunidad. Pero cuando los lazos amorosos se rompen por el miedo y la angustia ante la impunidad o porque las diferencias y desigualdades entre las personas son excesivas como sucede en nuestro país, no queda más alternativa que retornar, por lo menos por un tiempo, al territorio de la ley del más fuerte y de la justicia por la propia mano, al terreno de matar o morir.

Al respecto pareciera que lo abyecto de Julia Kristeva ronda conceptualmente por donde estamos colocados. Ella nos recuerda que la abyección confronta las estructuras de la ley. Cuando nos damos cuenta de que no hay ley que contenga la violencia, nos sentimos arrojados, abyectos. La impunidad (como la que vivimos en nuestro país) es la falla del sistema de la ley y la exposición de esta falla se traduce en abyección.

Kristeva (1980) en “Poderes de la Perversión”, sostiene que “la abyección es lo que perturba identidades, sistema y orden. Lo que no respeta bordes, posiciones ni reglas. No es la ausencia de la limpieza o de la salud lo que se vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema o un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. Podemos pensar en el traidor, el mentiroso, el criminal con la conciencia limpia, el violador desvergonzado, el asesino que pretende salvar. Todo crimen que señala la fragilidad de la ley, es abyecto. Pero el crimen premeditado, la muerte solapada, la venganza hipócrita lo es aún más porque aumentan la exhibición de la fragilidad legal… Su rostro más conocido, más evidente, es la corrupción. Es la figura socializada de lo abyecto.”[2]

Lo abyecto se opone entonces a la cultura y a medida que nos desintegramos socialmente, dejamos la regulación ética fuera de nosotros. Lo macro influye en lo micro y vamos normalizando la corrupción. Para lidiar con la ansiedad nos refugiamos en nuestras cosmovisiones, en interpretaciones del mundo incompletas, falseadas, nos hacemos de la vista gorda o decidimos no saber. Parece que decimos: “Todo mundo lo hace, es el modo de funcionar aquí”; “si no lo haces así, no se logra nada”. Casi sin advertirlo, accedemos al, “yo también lo hago, pero porque no me queda de otra”. Vaya, en más de un sentido vamos perdiendo la capacidad de juicio ético.

Recurrimos del refugio psíquico, del desconocimiento, al encierro físico, el gueto, la desapropiación del territorio. Ya sea que nos enclaustremos en nuestro refugio psíquico o nos encerremos entre cuatro paredes y con ello dejemos de tener experiencias y sentido de comunidad, vamos achicando nuestra posibilidad de pensar y de enjuiciar. Nos embrutecemos.

Hannah Arendt en “El Origen del Totalitarismo” (1951) nos señala que las armas del terror son el aislamiento y el sentimiento de no pertenencia en el mundo. Si nos separamos de lo que les sucede a los nuestros y perdemos la vida pública, perdemos con ello la capacidad de creatividad para aportar lo propio al mundo circundante y labramos el terreno común del terror. “Aísla y vencerás”, dice el dicho. Cuando se pierde el contacto con la comunidad y la realidad alrededor de ella, el hombre pierde la capacidad de la experiencia y del pensamiento. Así, se desvanece la distinción entre la ficción y la realidad, y la frontera entre lo verdadero y lo falso. Perdemos nuestra capacidad de experimentar y de enjuiciar; y con ello nos sumamos a la narrativa de nosotros en contraste con ellos. Al narcisismo de las pequeñas o grandes diferencias.

La identificación nos humaniza uno al otro, nos da un sentido de pertenencia, de comunidad, de conexión humana. Es la fuerza de resistencia en momentos de opresión política.

Más aún, la capacidad de ilusión y desilusión son fundamentales como fenómenos de lo transicional en el desarrollo infantil, como nos enseñó Winnicott, y nos acompañarán en la vida adulta. Creer en algo sostiene nuestra capacidad de pensar y de enjuiciar el mundo. Nos dota de identidad y de sentido de pertenencia.

Pero la apropiación es fundamental como un rasgo en donde lo que les pasa a los otros es también asunto mío. Si bien hay momentos para diferenciarse y distinguir, el compromiso con mi comunidad, vis à vis la identificación es el mecanismo fundamental de cohesión. Winnicott señalaba, acerca de la ilusión, que el objeto transicional no es un objeto interno ni es externo, es un objeto que sobre todo es sentido como propiedad de quien lo porta. El niño, así, se apropia de él. Cuando nos quejamos del país en que vivimos, acaso nos salimos del espacio transicional y lo desconocemos. Quedamos reducidos a pensar así:  mi mundo y el mundo externo, sin hallar la posibilidad de ese espacio intermedio donde confluyen los dos.

         Según un proverbio yoruba: “Se requiere de toda una comunidad para criar a un niño” (It takes a village to raise a child), todos estamos implicados en la crianza de nuestros niños y adolescentes. No sólo nuestros hijos de sangre, sino que todos son nuestros.  No sólo los padres y madres en casa estamos involucrados en la prevención de la violencia dentro de la casa, sino desde luego en nuestra comunidad.

Asumir nuestra responsabilidad es un asunto difícil pues solemos culpar a los demás: al gobierno, a los dirigentes y políticos, a las víctimas de la violencia que seguramente se la merecían o algo hicieron mal. Desde luego que sabemos que la angustia suele movilizar estas fuerzas de evacuación y de escisión: “a mis hijos no va a pasarles eso, eso no es parte de mí”. Este primer paso de echar fuera al objeto hostil como si no fuera parte de uno es un principio para poder seguir viviendo sin tanto dolor.  Pero como arma de doble filo es también el principio de la violencia.

Se trata de pasar de la impotencia a la posibilidad: salir, apropiarnos de la plaza, apropiarnos de nuestro país, buscar y hacer comunidad, contener nuestra angustia parental y construir un territorio transicional, intermedio, donde creemos y tenemos la ilusión de pertenecer.

No puedo controlar ni decidir acerca de las situaciones sociales y políticas atroces que ocurren en mi país. Pero sí puedo y debo contenerme emocionalmente y después a mis hijos. No puedo tener injerencia en lo que otros padres les dejan ver y les enseñan a sus hijos, pero sí puedo escuchar a los míos y ver qué sienten al respecto de esa “información”. Yo estoy a cargo de la educación de mis hijos en un mundo incierto, violento, peligroso, vertiginoso y confuso. Pero ese mundo es mi mundo, y es el mundo que no sólo me toca vivir sino el mundo que yo he hecho. Depende de mí preparar el mundo interno de mis hijos, enseñarles a entender sus emociones, acompañarlos en sus juicios del bien y del mal, formarles un criterio, o por lo menos modelarlo. Mi impotencia se vuelve entonces una posibilidad y una muy buena posibilidad.

Entre la violencia del mundo exterior y las consecuencias de ellas en mi mundo interior median las interpretaciones que hago de esa violencia, en mi espacio transicional, en mi espacio psíquico. No puedo desconocer la violencia externa y pensar que no existe o que no va a tocarme: refugiarme de ella. Puedo pensarla y adolecerla, llorar, indignarme y hacer algo vital con ella, pero tengo que apropiarme de ella y comprometerme con mi comunidad para no ser parte de ella. Si la desconozco y no me apropio de ella, NO LA RECONOZCO EN MÍ, la echo fuera y estoy siendo parte de ella.

Cada uno tenemos nuestra historia personal con las pérdidas y el duelo. Cómo las hemos librado en el pasado hará de modelo para cómo las enfrentamos hoy. Pérdida: sorpresa, tristeza, desesperanza, indignación, rabia, negación, culpa, angustia. Cuando nos angustiamos le echamos la culpa a alguien. Cuando nos angustiamos, propagamos la angustia y la multiplicamos porque no la contenemos en nuestro interior. Cuando nos angustiamos nos sentimos impotentes y a veces negamos los sucesos. Cuando nos angustiamos ponemos las cosas de tal manera que nos engañamos diciéndonos que: “A nosotros no nos va a pasar eso”, “El otro tuvo la culpa de que le pasara”.

Como adultos, somos responsables de nuestras desilusiones y decepciones en el mundo. Nos toca, lidiar con ellas en nuestro fuero interno y darles la oportunidad a nuestros hijos de creer en algo y de tener ilusiones por la vida.

  • ¿Acaso hija debo protegerte de mí?
  • Sí. Protegerte de mi desilusión, de mi rabia y mi dolor, de mi propia violencia y las ganas de terminar de tajo con este esfuerzo constante de vivir y de darte una buena vida cuando yo me siento sola. Protegerte de mis ansias filicidas que siempre debo tener presentes, de mis ganas de ser yo la niña indefensa que espera que alguien venga a protegerla. Porque yo soy ahora la madre, la mujer adulta, la responsable y la que puede acompañarte para construir tu mundo interno en ciernes.

Los que todavía tenemos el privilegio de poder hacer la función de protectores del mundo interno de nuestros niños, tenemos mucho trabajo que hacer viviendo en este país y en este mundo. Justo en estos tiempos tenemos que sacar de nuestro corazón la fuerza, el aplomo y la ternura para hacer cimientos de un nuevo territorio. Debemos oponer resistencia por más agotador que esto sea. El día de mañana estarán solos, con ellos mismos, con sus emociones y su criterio ante un mundo difícil. El modo en que hoy los enseñemos a entenderse y a interpretar el mundo que los rodea será el molde de mañana. Démosles las únicas herramientas que tenemos a nuestra disposición: nuestra responsabilidad y devoción parental.

Referencias Bibliográficas:

  • Arendt, H., (1974) “Los orígenes del Totalitarismo”, 1951. Taurus: Madrid.
  • Freud, S., (1996) “El porqué de la guerra” (1932). Amorrortu, Obras Completas: Buenos Aires., Vol. 22.
  • Freud, S., (1996) “El Porvenir de una Ilusión” (1927), Amorrortu, Obras Completas: Buenos Aires, Vol. 21.
  • Green, A., (1986) “Narcisismo de vida y de muerte”. Amorrortu: Argentina.
  • Kristeva, J., (1998) “Poderes de la Perversión”, 1980. Siglo XXI: México.
  • Winnicott, D., (1999) “Objetos transicionales y fenómenos transicionales”, 1951, en Escritos de Pediatría y Psicoanálisis, Paidós: Barcelona.
  • Winnicott, D., (1999) “Desarrollo emocional primitivo”, 1945, en Escritos de Pediatría y Psicoanálisis, Paidós: Barcelona.

[1] “Narcisismo de vida y de muerte”, p .45.

[2] Poderes de la Perversión, Siglo XXI: México, 1998, p. 11 y p. 25.