Por una ética más allá de los amos de la ciudad

Por una ética más allá de los amos de la ciudad  Rosario Herrera Guido La cuestión ética, en la medida en que la posición de Freud nos permite progresar en ella, se articula a partir de una orientación de la ubicación del hombre en relación con lo real. Jacques Lacan, L’étique de la psychanalyse En…


Por una ética más allá de los amos de la ciudad

 Rosario Herrera Guido

La cuestión ética, en la medida en que la posición de Freud nos permite progresar en ella, se articula a partir de una orientación de la ubicación del hombre en relación con lo real.

Jacques Lacan, L’étique de la psychanalyse

En lo concerniente a aquello de lo que se trata, a saber, lo que se relaciona con el deseo, con sus arreos y su desasosiego, la posición del poder, cualquiera sea, en toda circunstancia, en toda incidencia, histórica o no, siempre fue la misma.

¿Qué proclama Alejandro llegando a Persépolis al igual que Hitler a París? Poco importa el preámbulo -He venido a liberarlos de esto o de aquello.

Lo esencial es lo siguiente -Continúen trabajando. Que el trabajo no se detenga. Lo que quiere decir -Que quede bien claro. Que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mínimo deseo.

Jacques Lacan, L’étique de la psychanalyse.

  1. A propósito de las masas.

Para pugnar por una ética del psicoanálisis más allá de los amos de la ciudad, me parece preciso recurrir a la crítica freudiana de las masas y el yo, a fin de acceder al sujeto del inconsciente, sujeto del deseo. Una ética que evoca un pensamiento de Michel Foucault: «…el tipo de relación que se tiene con uno mismo, la relación a sí mismo, que yo llamo ética, y que determina cómo el individuo juzga constituirse en sujeto moral de sus propias acciones

Ciertamente una crítica de las masas a fondo exigiría revisar no sólo la  Psicología de las masas y análisis del yo  de Sigmund Freud, sino El discurso contra el Uno o de la servidumbre voluntaria  de Ettienne de La Boétie, el rebaño del Zaratustra y El caso Wagner de Friedrich Nietzsche, la Psicología de las multitudes de Gustav Le Bon, La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset, la Psicología de las masas en el fascismo de Wilheim Reich, A la sombra de las mayorías silenciosas de Jean Baudrillard, Freud ¿apolítico de Gérard Pommier, Persona y democracia, una historia sacrificial de María Zambrano,  Masa y Poder de Elías Canetti y otros textos sobre las masas y lo grupal. Pero por razones de tiempo y espacio, el recorrido es muy modesto: una breve lectura por la Psicología de las masas y análisis de yo de Freud, A la sombra de las mayorías silenciosas de Jean Baudrillard y Freud ¿Apolítico? de Gérard Pommier.

La censura de la segunda parte del título de Psicología de las masas y análisis del yo, habla del destino que ha tenido una de las críticas freudianas más radicales al yo y su registro imaginario. Una crítica que tuvo que ser vacunada para poder dar lugar no sólo a las terapias «psicoanalíticas» grupales sino a intervenciones desde el yo a nombre del psicoanálisis, incluso lacaniano y allouchianom con sus espejismos, en las que priva la in-diferenciación, la sugestión y el dominio del amo, que hace imposible escuchar al sujeto del inconsciente.

La gregariedad humana se ha abordado de diversas formas. Pero voy a compartir la metáfora que Freud toma de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, que vierte en la Psicología de las masas y análisis del yo, para dar cuenta de la dinámica grupal: la sociedad es como un grupo de puercos espines que durante el invierno se aproximan para darse calor, pero al acercarse se clavan las púas, lo que los obliga a retirarse y a volver a padecer el frío. Una metáfora que da cuenta de la ambivalencia humana: la oscilación entre el amor y el odio.

A pesar de que la modernidad pensó lo grupal a partir de la necesidad, en lo social, como sostienen Freud, Claude Lévi-Strauss, Pierre Clastres y Jacques Lacan, prevalece una causalidad trascendente, un símbolo que hace lazo social: el tótem, el ancestro, el líder, el jefe, el amo, el maestro, el rey y Dios. Un símbolo que identifica y cohesiona a los pueblos. Pero Freud va más allá del símbolo al inventar el mito de Tótem y Tabú (1913), en el que los hermanos matan al padre porque es un obstáculo para que los hijos puedan gozar de sus mujeres, especialmente de la madre. El motivo del asesinato es la falta de goce, al que ya no tendrán acceso, pues la falla moral -como colige Eugenio Trías en Pensar la religión– conlleva la culpa, que eleva al objeto del crimen al rango de lo sagrado, motivo de culto: nacimiento de la cultura [1] . Una falta que sella el primer lazo social que une a la humanidad: en el lugar de la fiesta totémica los hermanos edifican el tótem, juran una alianza fraterna y promulgan dos interdictos sobre los que se funda la cultura: la prohibición del incesto y el parricidio. Se trata de un mito moderno que, justo por carecer de pruebas científicas, posibilita el acceso a la simbolización.

Este mito, como es transhistórico, se hace actualiza cada vez que hablamos, pues lo hacemos en nombre de nuestro ancestro: el tótem. La firma, sugiere Gérard Pommier [2] , es la impronta de nuestro origen, desde donde nos autorizamos a hablar como sujetos al y del lenguaje.

Como el sujeto del lenguaje no puede definirse a sí mismo con ninguno de los significantes que emite, dado que ninguno designa su ser, pues cada palabra remite a otra para poderse significar, está marcado por una incompletud radical, ya que hablar es evocar la falta de goce, la falta en ser que evoca cada frase. Sólo el nombre del tótem, nombre patronímico se define a sí mismo, puesto que no remite a otro, ya que designa el origen mismo de la cadena significante, el origen de nuestra falta de goce, que es el Nombre-del-Padre, que introduce el interdicto del incesto, la ley del parentesco, el linaje y la cultura. El nombre patronímico es el garante desde donde el sujeto hablente (parlêtre) se autoriza el acceso al goce del habla, goce fálico, que envuelve su cuerpo.

 

  1. El yo en el espejo.

Por ello, el ser, el bien, el goce, la felicidad, son móviles de lo grupal, cuya consistencia es el símbolo. El motor de la historia es el rescate del goce perdido por la escala invertida del deseo. Los hombres y las mujeres no pueden gozar plenamente porque el nombre propio de cada cual no designa su ser. Por esta falta de goce, los hombres y las mujeres enganchan su ser a la imagen que les da el espejo y al semejante como espejo, del que esperan un goce pleno, gracias a esa completud imaginaria que llamamos yo, que cree que la imagen del espejo es el sí mismo, el ser: acto que constituye el narcisismo humano. Sin el espejo, la imagen propia la percibimos fragmentada, marcada por una incompletud radical. El yo -decía Hume- es una colección de estampas. En palabras de Borges: No hay detrás de las caras un yo secreto que gobierna los actos y recibe las impresiones, somos únicamente la serie de esos actos y esas impresiones errantes. [3] Una frase que evoca La fase del espejo de Lacan. De aquí que Pommier proponga que como no podemos estar todo el tiempo frente al espejo para asegurarnos de esa completud imaginaria, recurrimos al prójimo, con amor, odio y angustia, para tomarlo como espejo. Michel Tournier lo sugiere en su novela filosófica sobre Robonson y Viernes: Narciso de un género nuevo, abismado de tristeza, extenuado de sí, meditó largamente cara a cara consigo mismo. Comprendió que nuestro rostro es esa parte de nuestra carne que modela y remodela, entibiese y anima sin pausa la presencia de nuestros semejantes. [4] El prójimo aporta el rasgo unificador, el trazo de identificación, que asegura la existencia, el trazo colectivo, lo social mismo. El encuentro de nuestra imagen en el otro, es lo que hace grupo. Lo imaginario es del orden del semblante. Por ello las masas viven en lo imaginario. A las masas, como dice Baudrillard: «…Se les da sentido, quieren espectáculo. Ningún esfuerzo pudo convertirlas a la seriedad de los contenidos, ni siquiera a la seriedad del código. Se les dan mensajes, no quieren más que signos ( …) idolatran todos los contenidos mientras se resuelvan en una secuencia espectacular.[5] Y en líneas anteriores: ...sólo hacen masa los que están liberados de sus obligaciones simbólicas. [6]

El grupo, advierte Freud, sólo se sostiene gracias al líder que refuerza el lazo social, colocándose para la masa en el lugar del Ideal del Yo. Y es que el Yo Ideal sólo se identifica con la imagen del espejo, pues ella le aporta una completud imaginaria. En el Ideal del Yo, la completud imaginaria la aporta la identificación y el amor al líder. Pareciera que la masa se encuentra estática, pero es dinámica. Ciertamente el fenómeno grupal fortalece la imagen que cada cual tiene de sí mismo, posibilitando que la masa viva momentos de excelsa felicidad, aunque no es un júbilo permanente, ya que llega a experimentar malestar (que Freud al igual que Marx llama síntoma social). Entonces la relación que mantenemos con la imagen de nuestro cuerpo está marcada por una falla que hace síntoma, una respuesta inadecuada a nivel del propio cuerpo o el cuerpo del otro, síntoma del propio cuerpo o síntoma del cuerpo social. No obstante, los hombres y las mujeres buscan gozar de la imagen del propio cuerpo o el ajeno. Una búsqueda que hace historia, lazo social, pero también síntoma. Como la satisfacción plena del deseo se topa con una imposibilidad, el goce está mediatizado. La vida en sociedad se levanta sobre la carencia de goce: una negatividad que es sin embargo positividad y afirmación del deseo.

  1. De la ética a la (po)ética.

Toas las éticas desde los griegos reconocieron un fin supremo de la acción humana: el Bien, el Placer, la Felicidad, la Salud, etc. Es Freud, en Más allá del Principio del Placer (1920), quien descubre que los seres humanos no sólo buscan su bien sino que también pueden precipitarse en el displacer, en el exceso de placer, insoportable: el goce (Genuss). El bienestar y la defensa de la vida son puestas en cuestión a partir de que Freud postula la pulsión de muerte.

El mismo Kant, que postula una de las éticas más lúcidas, pasa de ingenuo al suponer que un hombre racional debe optar por la vida en lugar de gozar de una mujer a condición de la muerte. Fue necesario esperar a Bataille para ahondar en la complicidad de la ley y la trasgresión de la ley. [7] Lo que Lacan llama la faz obscena de la ley, que ordena gozar, antes que salvaguardar la vida. Es lo imposible de cada cual lo que bosqueja el horizonte del deseo y el lazo con el semejante (con el que se espera gozar plenamente). Lo advierte el mismo Bataille: la continuidad en ser falla, pues al desprendernos del ser, caímos en la discontinuidad, nos individuamos como entes; por eso buscamos la continuidad perdida a lo largo de la vida, que sólo alcanzamos hasta la muerte (como sostiene Lacan: cuando ya no hay un cuerpo que lo sienta). La continuidad en ser falla dice Bataille, los cuerpos no pueden continuarse uno en el otro, los corazones tampoco. Una falla que Lacan enuncia como: la relación sexual no existe. Una falla que el joven Adso de Melk, en la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco, expresa así: La ausencia del objeto que había saciado mi sed, me hizo ver de golpe la vanidad de mi deseo como la perversidad de esa sed. Omne animal triste post coitum. [8]

La cultura se derrumbaría sin líder, pues es el único que puede asegurar el lazo social. Cuando no hay un líder auténtico hay que inventarlo, para que le recuerde al grupo que el goce es imposible. El grupo no se rige por el inconsciente colectivo de Jung. El inconsciente es singular y sólo se define a través de la ausencia del sujeto en un saber no sabido. La lengua es colectiva, pero lo inconsciente que ella provoca sólo atañe de forma irrepetible a cada sujeto. Lo inconsciente es la causa de que la lengua pierda su rasgo colectivo. Es este no saber, lo inconsciente, el que señala el fracaso del goce que nos consagra a la incompletud. No hay inconsciente colectivo; lo colectivo es una formación de lo inconsciente. No hay ninguna frontera entre lo privado y lo político; hay quiasmo entre lo individual y lo colectivo, porque el individuo es producto de la masa que surge de la relación con el semejante. ¿Y el yo? No existe antes de la relación especular. Lo que pre-existe al individuo es el lenguaje, que está esperándolo antes de su nacimiento. Por lo que el individuo está escindido de la masa, a través de una autonomía problemática, ya que necesita del semejante para sostener su yo. Que el orden simbólico preceda a lo grupal, al orden imaginario, implica la primacía del sujeto del lenguaje, sujeto del inconsciente y el deseo. Como afirma Néstor Braunstein: No puede el hombre llegar a ser uno si no es pasando por el rodeo del Otro, lugar donde habrá de ser reconocido para alcanzar una problemática unicidad y desde donde quedará para siempre amenazado por la fragmentación. [9] Tenemos tres tiempos: 1). el sujeto, 2). la masa y 3). el individuo. El sujeto está, según Hegel, desgarrado porque: «…el lenguaje del desgarramiento es el lenguaje completo y el verdadero espíritu existente de este mundo total de la cultura. [10] El sujeto está dividido porque le habla a alguien, que al sancionar su mensaje crea una división entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación. Y porque alguien se dirige a otro, la masa exige un líder que venga a crear la unidad donde hay división. Lo social no se opone al individuo. Es el sujeto desgarrado el que busca en la masa suturar su herida.

  1. Más allá de la masa y del amo.

Hasta aquí pareciera que la masa es la salvación del individuo. Sin embargo, es también su alienación. Por estar alienado en la imagen del otro, en el semejente, y porque no sabe lo que dice, pues es sujeto del inconsciente, crea la masa y su propia trampa. El líder parece salvar al grupo de la ambivalencia amor-odio. Pero al líder se le ama y se le odia porque interdicta el goce, o por gozar y no dar cuenta al grupo de su goce. En este caso tenemos la figura del tirano, que cree encarnar la ley; no tiene autoridad porque es autoritario.

Sólo el sujeto del lenguaje precede a la masa y al yo, y está entre cada palabra, anclado a una cadena inconsistente de palabras pues ninguna designa su ser. Sólo el rey que se cree rey, que cree que de su ser emana el ser rey (caso del psicótico), no se encuentra dividido entre el nombre que lo representa ante los demás y su propio ser.

Como el sujeto no se reconoce ni en la masa ni en el individuo, es el sujeto que puede poner en peligro a la Polis, pues es el sujeto del deseo, opuesto al poder. Aquí resplandece Sócrates, quien al lanzar sus ironías al amo de la Polis, le revela su impotencia. Brilla también la imagen de Antígona, que colocándose más allá de las leyes de los dioses y de la Polis, pone en cuestión la arbitraria ley de Creonte. Destacan Romeo y Julieta, que con su trágico amor trasgreden la ley del odio que reina entre sus familias.

Anclaje imaginario, espejo, el yo sólo vive y se sostiene en el espejismo de lo grupal y en la fascinación hacia el amo, el padre imaginario, el Ideal del Yo. Espejismo de la masa, pues como afirma Baudrillard, sólo retiene imágenes, jamás ideas; goza con el espectáculo, ya que es incapaz de pensar. Y respecto del Dios bíblico señalaBaudrillard: Las masas apenas retuvieron su imagen, y jamás su idea (…) Lo que retuvieron, es el mundo mágico de los mártires y de los santos, el juicio final, el de la Danza de la Muerte, es la brujería, es el espectáculo y el ceremonial de la iglesia, la inmanencia del ritual -contra la trascendencia de la idea. Paganas fueron y así se quedaron a su manera (viviendo de las monedillas de imágenes, superstición y diablo). [11] La masa, reitera Baudrillard, se alimenta de la imagen opaca que retuerce todo lo simbólico hasta anularlo.

El grupo permite la constitución del yo, pero ahí se está en un callejón sin salida; el yo al no tener más soporte que el del semblante le requerirá siempre para sostenerse, y le será imposible -según Nietzsche- trascender el rebaño.

Es a partir del imperativo ético del psicoanálisis (la ley del deseo, que ordena rescatar el goce por la escala invertida del deseo), que propongo una ética del deseo que abre una dimensión estética, es una (po)ética, que ordena hacer ser ahí donde no se le puede nombrar; a partir de la ruptura con la alienación en el otro, en el grupo. Un imperativo ético que choca con la masa, que prefiere la alienación como refugio óntico, a correr el riesgo de la inconsistencia subjetiva, la del sujeto del inconsciente, inconsistencia simbólica: (po)ética del psicoanálisis.

Se puede combatir la alienación, abandonar al amo de la Ciudad, rechazar y resistir a su poder, para encontrarse con el poder propio: con una (po)ética. Pero es el yo el que hace difícil el encuentro con el poder propio, por el miedo al propio poder, como dice Eugenio Trías. [12] El mismo Marx, que no se aventura en la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boétie, afirma que el esclavo besa sus cadenas. El miedo al propio poder, al deseo, es uno de los más notables descubrientos de Freud. Por ello, Lacan destaca el espanto que se apodera del sujeto al descubrir su propio poder.

Es difícil apartarse de las insignias imaginarias del poder, porque son signos de goce, tan falsas como impotentes, puesto que caen en el ámbito de la dominación. Pero la impugnación del amo de la Ciudad no debe traducirse en anarquía, sino en distancia con el grupo. Es preciso inventar en el instante en que el sujeto está solo y el amo no significa gran cosa para él; un instante en que surge una ética que rompe el espejo y abandona la servidumbre a las imágenes del poder, porque está ante su más genuino deseo. Y es que lo grupal, la polis, el Estado, siempre mortifican al sujeto con su proyecto unificador y totalizador, como sostiene Eugenio Trías. [13]

El sujeto de esta (po)ética es excéntrico a la masa; se retira a su soledad, y atormentado por sus demonios y pacificado por sus ángeles, inventa su propio nombre y los significantes de su existencia. No se trata de una ruptura apolítica sino de atentar contra el poder en su forma de dominación.

Como lo grupal sufre ambivalencia, es algo que flota. Amamos al prójimo porque sostiene nuestra imagen, pero lo odiamos porque al verlo completo creemos que es dueño de un goce que se nos escapa. Sólo un líder auténtico puede aligerar esta ambivalencia y cohesionar al grupo, a través de la solidaridad, en un momento creador de la vida histórica de los pueblos, en respuesta al ser ético del ciudadano, que doblega al egoísmo, con lo que la sociedad se fortalece; un impulso ético que si se anestesia engendra la decadencia. Una solidaridad expresada, como diría Freud, en la disposición del individuo a sacrificarse por la masa, que hace pensar en la faz virtuosa de la masa, cuya fuerza se advierte en la acción conjunta. Un grupo sin líder desconoce la solidaridad, la fraternidad y el odio es su ley.

Se trata de una (po)ética que niega la función principal del Estado: la administración del goce. El sujeto de la (po)ética del psicoanálisis tiene como imperativo rechazar e impugnar al poder en su faz opresiva porque es opuesto al deseo.

Notas

[2] Cf. Gérard Pommier, Freud ¿apolítico? Buenos Aires, Nueva Visión, 1987, p. 19.

[3] Jorge Luis Borges, «Otras inquicisiones», en Prosa Completa, Barcelona, Bruguera, 1980, vol. 2, p. 289.

[4] Michel Tournier, Viernes o los limbos del pacífico, Caracas, Monte Ávila, 1971, pp. 76-77.

[5] Jean Baudrillard, A la sombra de las mayorías silenciosas. Barcelona, Kairós, 1978.

[6] Ibídem., p. 8.

[7] Georges Bataille, El Erotismo. Barcelona, Tusquets, 1985. p. 53.

[8] Umberto Eco, El nombre de la rosa, México, Lumen, 1982, p. 306.

[9] Néstor Braunstein, «Las pulsiones y la muerte (College)», en La reflexión de los conceptos de Freud en la obra de Lacan, México, Siglo XXI, 1983, p. 20.

[10] G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, F.C. E., 1966, p. 306.

[11] Baudrillard., op.cit., p. 9-10.

[12] Ver en particular la Segunda Meditación que se titula «Sobre la angustia ante el poder propio», en la que es posible reconocer la lectura de Spinoza, Freud y Lacan, en la asunción del deseo de ser, ante la que se prefiere capitular y fracasar. La influencia del psicoanálisis en la filosofía de Trías es constante, más en este libro en el que en la presentación reconoce la influencia de un curso que ha tomado con Oscar Masotta sobre Lacan. Eugenio Trías, Meditación sobre el poder, Barcelona, Anagrama, 1977, pp. 33-65.

[13] Ibídem., p. 40.