Psicoanálisis y Filosofía, vecinos distantes
Alberto Constante
(….) alcanzar… mi objetivo primero, la filosofía. Porque ésta constituyó mi primera finalidad, cuando aún no sabía para qué estaba en el mundo.
Sigmund Freud
En algún lugar ha escrito el excepcional Maurice Blanchot[1] que cuando pensamos en Freud pareciera que hemos tenido con él una suerte de reencarnación tardía, la última quizá, del viejo Sócrates. Su cercanía al pensador griego está fundado en esa admiración sin trabas a esa enorme fe en la razón. Y también, si recordamos a Sócrates en el ágora: esa demostración absoluta en el poder liberador de la palabra. Como lo ha señalado Blanchot, no sería inequívoco asombrarnos de cuánta virtud ha concedido Freud a la relación más desnuda y primaria que puede haber: “un hombre que habla y un hombre que escucha”. Y en ese acto tan elemental, resulta que no sólo se curan las almas, sino también los cuerpos. Aquello es admirable, aquello entonces rebasa la razón. Para evitar cualquier burda y mágica interpretación de ese fenómeno maravilloso, Freud tuvo que hacer un pertinaz esfuerzo de aclaración, en tanto que tanto su método tenía un origen no científico para un neurólogo habituado a la ciencia, sobre todo porque había empezado muy cerca del magnetismo, la hipnosis y la sugestión. Charcot nos lo recuerda siempre.
La pregunta es ¿no es por cierto que esas mínimas relaciones que se crean en el análisis reducidas a una mera relación de lenguaje, entre el analista y el analizante, no serían siempre como una convocatoria a un ritual mágico? Siempre habrá algo de esa rancia y misteriosa analogía renacentista entre los actos y los resultados de esos mismos actos. Todo esto es tan arcaicamente mineral, ctónico, que nos hace pensar que de pronto se pudieran despertar esos viejos símbolos, en toda su fuerza y estrategia, para volver a operar en un mundo que no es el suyo. Y, desde luego, la magia no siempre pretende ceremonias y rituales. Ya está ahí, presente, en el envés y en el revés, donde un hombre está al lado de otro.
Dice Blanchot que cuando Freud descubrió el fenómeno de la “transferencia” dentro del mecanismo de formación de los sueños, pudo advertir con enorme asombro cómo es que la transferencia analítica en virtud del mismo mecanismo, ejercía un desplazamiento de cargas hacia el analista, o más bien a la representación a la cual el analista estaba dando soporte existencial, vital. Con ello, el analista pasaba a formar parte del encadenamiento de representaciones psíquicas del paciente. Inevitablemente se constituiría en otro privilegiado para el analizante a quien dirigirle la pregunta acerca de su padecimiento. Fue ahí, justo donde Freud tuvo que volver a encontrar el equivalente de las relaciones de fascinación que él mismo encontró y que eran propias de la hipnosis. Freud pudo, a qué dudarlo, buscar en ese extraordinario suceso la prueba de que la “transferencia” acontecía, se daba entre las dos personas reunidas y ahí mismo, por ese acto, lo que se ponía en juego era una suerte de fuerzas oscuras, telúricas, subterráneas, todas ellas del lado de lo no meramente racional. Es decir, se podrían racionalizar, como en el sueño, pero el suceso mismo no era algo dable a la razón sino más bien casi aplicable a esas relaciones de influencia que siempre se les atribuyó a la magia de las pasiones. El suceso es extraordinario en sí mismo, y por ello Freud tiene el presentimiento de que el médico, el analista para ser más preciso, ejerce un papel que tiene que descifrar.
Freud, lo sabemos era un científico, y creía que la ciencia debería de reinar por sobre todo. Por ello mismo añade Blanchot, “Nulo quizás, y por eso, muy positivo, el papel del médico, de una presencia-ausencia en la que llega a recuperar forma y expresión, verdad y actualidad, algún drama antiguo, algún acontecimiento real o imaginario, profundamente olvidado.”[2] Ese papel es mismo al que Lacan le asigna el nombre del “muerto” para poder llevar a cabo el proceso de análisis:
No se podría razonar a partir de lo que el analizado hace soportar de sus fantasías a la persona del analista, como a partir de lo que un jugador ideal suputa de las intenciones de su adversario. Sin duda hay también estrategia, pero que nadie se engañe con la metáfora del espejo en virtud de que conviene a la superficie lisa que presenta al paciente el analista. Rostro cerrado y labios cosidos, no tienen aquí la misma finalidad que en el bridge. Mas bien con esto el analista se adjudica la ayuda de lo que en ese juego se llama el muerto, pero es para hacer surgir al cuarto que va a ser aquí la pareja del analizado, y cuyo juego el analista va a esforzarse, por medio de sus bazas, en hacerle adivinar la mano: tal es el vínculo, digamos de abnegación, que impone al analista la prenda de la partida en el análisis.
Se podría proseguir la metáfora deduciendo de esto su juego según que se coloque «a la derecha» o «a la izquierda» del paciente, es decir en postura de jugar antes o después del cuarto, es decir de jugar antes o después de éste con el muerto.[3]
El juego al que está sometido el analista consiste “no en estar ahí en sí, sino en lugar de otro, él es otro y lo otro antes de llegar a ser el otro”[4]. Esto tiene que ver, como sabemos, con la construcción de las llamadas resistencias, sin duda, Freud lo supo cuando se dio cuenta de que la transferencia era una forma específica, particular de la misma resistencia. No era magia, ni ciencia, sino la forma insólita en las que se dan las relaciones entre alguien que está yaciente y alguien que está sentado, quizá a un lado, quizá a la derecha o a la izquierda pero sabiendo que se está siendo “escuchado”, “visto”, “juzgado”, todo por un “muerto”.
“En todo caso, nos hace ver Blanchot, si lo supo, lo desechó rápidamente, lo que puede lamentarse, pero también puede pensarse que fue una suerte, ya que Freud, en vez de utilizar un vocabulario filosófico establecido y de nociones precisas y ya elaboradas, fue llevado a un extraordinario esfuerzo de descubrimiento e invención de lenguaje que permitió exponer, de un modo evocador y persuasivo, el movimiento de la experiencia humana, sus nudos, sus momentos en que, a un estadio cada vez más elevado, un conflicto –el mismo conflicto-, insoluble y sin embargo que debe resolverse, lleva más lejos al individuo que se educa, se altera y se deshace en él”.[5] Lo más sorprendente aún fue que, como dice Ricoeur, Freud con el psicoanálisis llevó a cabo una “interpretación de la cultura”. Interpretación que produjo hasta nuestros días una revolución copernicana, un vuelco decisivo no sólo en la interpretación tradicional del hombre, sino en otros ámbitos del pensamiento por lo que, como dice Juliana González, “es imposible que la teoría filosófica pueda soslayarla, ya que compromete no sólo los mores del hombre contemporáneo sino las condiciones de posibilidad de la moral en general –como las hubiera llamado Kant”.[6] Pero no sólo.
Es cierto, a estas alturas del pensamiento, parece un despropósito de la filosofía el no haber acertado a tender puentes de comunicación entre el psicoanálisis y su quehacer mismo, fundamentalmente en áreas como la ontología, la antropología filosófica, el análisis del lenguaje, la moral práctica o las teorías de la filosofía moral e incluso en el terreno de la ética[7] y de la estética. Es cierto que el psicoanálisis, en la actualidad, no queda reducido simplemente a Freud, pero por lo mismo, no es posible pasar por alto la enorme influencia del pensamiento del médico vienés y de todos aquellos que le han seguido, particularmente Jacques Lacan. La filosofía, de modo rijoso ha tocado al psicoanálisis, si es que así le podemos llamar. Si pensamos por un momento en aquello que Deleuze dijo del quehacer propio de la filosofía, es decir, de la creación de conceptos, justo eso es lo que está construyendo el psicoanálisis en todo momento, independientemente de las escuelas y de las direcciones que siguen. Nadie podría decir que Donald Winnicott no hizo aportes extraordinarios a partir de los descubrimientos de Freud, sobre todo en el área del desarrollo temprano. O la de Melanie Kleine con su aporte sobre la posición esquizo-paranoide y la posición depresiva en la formación del infante. En todos los casos el lenguaje ha sido una de las formas en las que se acierta a tender puentes de relación entre el psicoanálisis y la filosofía. Es cierto, estoy persuadido de que existen interdependencias y conexiones que podrían ayudar al conocimiento del hombre, pero también estoy convencido que en el conocimiento de este ámbito del pensamiento siempre existen tentaciones al reductivismo, a confundir los planos, a tergiversar los alcances y a esquivar las responsabilidades y los fines. Este es un peligro, pero quizá fuera un beneficioso peligro.
La filosofía, desde sus inicios siempre ha tenido que bregar con estos riesgos. ¿Dónde empieza un conocimiento y empieza el otro? ¿Cuáles son las áreas específicas en las que le está vedado al filósofo penetrar o al psicoanalista comparecer? Tenemos una construcción de conceptos o la resignificación de los mismos para decir “casi” las mismas cosas pero enfocadas de manera diferente. Tal es el caso, por ejemplo, de la interpretación, de la reinterpretación, de la sobreinterpretación, de la hermenéutica, de la subjetividad, del objeto y del sujeto, y un largo, larguísimo etcétera. Pareciera que los ámbitos no son muy claros. Los espacios de intersección a veces pareciera que se unen u otras veces se separan de tal manera que podemos definir ese campo de acción de cada uno de los dos saberes. Lo que resulta de todo esto es que ni la filosofía invalida al psicoanálisis como el psicoanálisis tampoco puede descalificar a la filosofía. Es cierto, cuando el tema es el hombre, el sujeto, la subjetividad, la interioridad, entre otros conceptos, es evidente de que estamos en un terreno común pero que no es lo mismo. Podemos dialogar, podemos recibir auxilio y conocimiento de cada uno de estos saberes.
Por ejemplo, en el caso de la ética, como apunta Juliana González,
[…] toda la problemática teórica de la Ética resulta, por así decirlo, movida de su lugar, desplazada, desenfocada, cuestionada y en suspenso ante los nuevos problemas planteados por ese mundo ‘oculto’ de los impulsos y deseos inconscientes avizorado por la ‘psicología profunda’ que inaugura Freud. En esta medida, toda reflexión ética necesita, de un modo u otro, incorporar la temática del psicoanálisis, tanto como éste requiere asumir sus implicaciones éticas.[8]
¿No puede aceptarse estas frases de Juliana González como vía de acceso a otros saberes en la filosofía? Digamos que ante la antropología filosófica, o en la epistemología o teoría del conocimiento. Descreo de los saberes absolutos, si algo ha traído el mundo posmoderno es dejarnos ahítos de mestizaje, de intercambio de saberes. Creo que la filosofía no pretende ya más ese absolutismo en el pensar. Sólo recordemos a Heidegger quien afirmó que toda la filosofía de Occidente no era otra cosa que metafísica, y ésta había llegado a su fin. Habría que achicar las distancias, acortar a fuerza de comunicar los saberes y, sobre todo, de tender puentes para el logro de la comprensión del ese otro que pretende siempre ser justo “otro”.
Habría que recordar esa suerte de pasión por origen que animó a Freud –la que experimenta también, primero, en su forma invertida: repulsión por el origen.[9] Y así, invita a buscar a cada uno, detrás de sí, para encontrar la fuente de toda alteración, un “acontecimiento” primero, individual, propio de cada historia, una escena, algo importante y sobrecogedora, pero algo que no puede dominar ni determinar aquel que lo experimenta y con lo que tiene relaciones esenciales de insuficiencia.
Por una parte, se trata de escalar hasta el Prinzip y el Anfang. “Ese comienzo tuvo que ser un hecho. Ese hecho tuvo que ser singular, vivido como único y, en este sentido, inefable e intraducible. Pero, al mismo tiempo, ese hecho no es único. Es el centro de un conjunto inestable y fijo de relaciones de oposición e identificación. No es un comienzo. Cada escena está siempre a punto de abrirse a una escena anterior, y cada conflicto no sólo es él mismo, sino el recomienzo de un conflicto más antiguo, al que reanima y cuyo nivel tiende a restablecer. Ahora bien, esta experiencia siempre ha sido la de una insuficiencia fundamental. Cada uno hace la experiencia de sí como insuficiente”.[10] ¿No es esta experiencia el ejercicio mismo de la mostración de la insuficiencia una práctica fundante del saber del hombre?
El concepto de insuficiencia es esencialmente ontológico y, como bien sabemos, está íntimamente emparentado (en lenguaje heideggeriano) con los existenciarios de la caída, la culpa, la autenticidad y la finitud. Existenciarios que son estructuras del Dasein que “en cada caso soy yo mismo”.[11]
Todo hombre nace prematuramente y justo debe su fuerza a esa insuficiencia constitutiva, como en el mito del andrógino de Platón en el Banquete, fuerza que es fuerza activa porque aparentemente nace de la debilidad, pero que en realidad es, como decía Nietzsche, un santo decir sí, un sí afirmativo a la vida, al sentido de la tierra. Pero esa insuficiencia ontológica no es en rigor una falta original, como si fuera algo que no está ahí, sino que la insuficiencia se presenta como lo que es: posibilidad, entonces estamos cercanos a Nietzsche, estamos en la apertura y, como diría Heidegger, somos un Da del sein. Hay pues una carencia experimentada como una culpa, las prohibiciones que preservan la falta y nos impide colmarla, esas vicisitudes que llenan la historia de nuestra cultura son, ante todo, la expresión de nuestra propia experiencia, como diría igualmente Heidegger. Extraña experiencia.
“Por muy puramente que creamos pensar, siempre será posible escuchar en este pensamiento puro el retumbar de los incidentes de esa pequeña biografía original del pensador, comprenderlo a partir de las peripecias oscuras del origen. Por lo menos tenemos esto, esta certeza acerca de nosotros mismos, y si ya no tenemos el puro pensamiento, en cambio tenemos y conocemos la espina que permanece en la carne”.[12] La pregunta es si podríamos regresar hacia aquellos momentos en los que, como dice Blanchot, “quedó fijado algo de nosotros y donde nos hemos perdido sin quererlo”. Un punto en la niebla de nuestro ser, un silencio que requiere de palabras para representarse, para decirse, para hacerlo presente, como en la filosofía: des-velar: alétheia decían los griegos. Oscuro principio…
¿Qué es lo que devela el psicoanálisis? ¿Un principio? ¿Una situación originaria? Un punto cero desde el cual partir para ir descubriendo el auténtico ser que yace detrás de las palabras que han construido su propia subjetividad? Blanchot, con la fuerza poética de sus palabras ha dicho que
[…] la fuerza del análisis es disolver todo lo que parece ser primero en una anterioridad indefinida: todo complejo disimula siempre otro, y todo conflicto primordial lo hemos vivido como si siempre lo hubiéramos vivido, vivido como otro y como vivido por otro, en cuyo caso no lo vivimos nunca, sino que lo revivimos y no podemos vivirlo, y precisamente es esta separación, esta inextricable distancia, este redoblamiento y desdoblamiento indefinido, el que, cada vez, constituye la sustancia del episodio, su triste fatalidad, como su poder formador, y lo hace inasible como hecho y fascinante como recuerdo. ¿Y acaso tuvo realmente lugar alguna vez? No importa, pues lo que cuenta es que, bajo la interrogación apremiante del silencio del psicoanalista, poco a poco lleguemos a ser capaces de hablar de él, de relatarlo, de hacer de este relato un lenguaje que recuerda y de este lenguaje la verdad animada del acontecimiento inasible –inasible porque siempre está perdido, porque siempre falta en relación consigo. [13]
La analítica que Freud descubrió y elaboró, posee tal fuerza que nos habla siempre de un pasado remoto que nunca es, sino que está siendo. Hay una temporalidad inextricable en los recuerdos, en su suceder que se convoca a cada momento, o son convocados inadmisiblemente por ese otro que no soy yo sino otro. Sabemos que su revolución consiste en el descubrimiento del inconsciente, y de su “superioridad” sobre ese territorio de lo consciente pero “el inconsciente es para Freud lo originario y primordial (mientras que) la conciencia, (es) secundaria y tardía; aquél es necesario, fundamental, determinante y verdaderamente real; ésta es contingente, fundada, determinada y, en gran medida, ilusoria y fantasmal”.[14]
Y qué decir del lenguaje, del “habla”, como dice Heidegger, de esa “habla” primordial que más que decir, desnuda el habla del habla, “el habla (que) ‘permite ver’ àpò…, partiendo de aquello mismo de que se habla”.[15] ¿De qué habla el hablante en la sesión de análisis? Sabemos que el analista no habla, su atención es “flotante”, que en realidad no juzga, ni hace evaluaciones, sino que está ahí, como el muerto que es. Y que la escena se desarrolla de manera misteriosa porque el analizante habla y en su habla convoca el habla misma, no su habla, no es su discurso, sino ese diálogo supuesto, descarnado, a veces forzado, a veces doloroso, la “novela familiar”, como le llamó Freud, que se desarrolla inquietantemente en una serie de supuestos, de encadenamientos discursivos, significantes que se unen sin dirección pero que son de pronto atajados, puntuados, o escanciados, todo por el habla del habla, esa habla primigenia que se convoca y transita para iluminar a confundirse con el poder de hablar y el poder de escuchar.
Hay una enorme libertad que llega a ser, en esto mismo, la relación más oscura, más abierta y más cerrada. Hay alguien que no debe dejar de hablar, incluso cuando lo hace sigue hablando, es él quien abre la posibilidad de la expresión a lo incesante, no sólo como decía Rilke, aludiendo a “Lo Abierto”, exponiendo aquello que apenas queda en el decir, sino hablando sumamente despacio, como en un murmullo, a partir de la imposibilidad de hablar. Se alude entonces a ese inconveniente que está inscrito ya en las palabras, a la cosa siempre ya dicha, callada por las palabras mismas que la dicen y en ellas se hace evidente. Pareciera que podríamos acertar con aquella afirmación dicha como de lado de que “todo siempre está dicho”, me parece que también fue Blanchot.
El analizante tiene la posibilidad de ser casi un hombre sin rostro, apenas alguien, sólo unos recuerdos, sus recuerdos, desde el ángulo maldito de su propio dolor, desde ese punto en el que los recuerdos se acrecientan, se hacen pequeños, duelen, se pierden, se recrean ¿o es el analista? En esa espesura de palabras que se silencian el habla aparece, y aparece justo en lo dicho, ahí se ejercita entonces la tachadura, la rectificación el pero, el sin embargo, la excusa, el pretexto, el lapsus que crea una tensión sin contemplaciones, donde lo que se abre es la lengua que habla. ¿Es un monólogo? Desde luego que un diálogo no, no es el caso, no se trata de un juego hermenéutico, no es una suerte de filosofía de clínica, sino casi siempre un monólogo con intercambios. Lacan ya lo decía: “El lenguaje sirve tanto para fundarnos en el Otro como para impedirnos radicalmente comprenderlo. Y de esto precisamente se trata en la experiencia analítica. El sujeto no sabe lo que dice, y por las mejores razones, porque no sabe lo que es”.[16]
Cuando se ve el escándalo que Jacques Lacan provocó en algunos medios del psicoanálisis al identificar –identidad de diferencia- la búsqueda, el saber, la técnica psicoanalítica con relaciones esenciales de lenguaje, ello puede parecer sorprendente –sin sorpresa pese a todo-, por lo evidente que parece ser el hecho de que el principal mérito de Freud es el de haber enriquecido la “cultura humana” con una forma sorprendente de diálogo, donde –quizá- llegaría a vislumbrarse algo que nos ilumine a nosotros mismos a través del otro cuando hablamos.[17]
¿Hay un diálogo? Blanchot dice que hay un diálogo y que éste es extraño, “extrañamente ambiguo debido a la situación sin verdad de ambos interlocutores. Cada uno engaña al otro y se engaña sobre el otro. Uno está siempre dispuesto a creer que la verdad sobre su caso ya está presente, formada y formulada en aquel que escucha y que sólo demuestra mala voluntad al no revelarla”.[18] Jacques Lacan había escrito que
Para decirlo todo, en ninguna parte aparece más claramente que el deseo del hombre encuentra su sentido en el deseo del otro, no tanto porque el otro detenta las llaves del objeto deseado, sino porque su primer objeto es ser reconocido por el otro. ¿Quién de entre nosotros, por lo demás, no sabe por experiencia que en cuanto el análisis se adentra en la vía de la transferencia -y este es para nosotros el indicio de que lo es en efecto-, cada sueño del paciente se interpreta como provocación, confesión larvada o diversión, por su relación con el discurso analítico, y que a medida que progresa el análisis se reducen cada vez mas a la función de elementos del diálogo que se realiza en él?[19]
Esta es la posición del llamado “sujeto supuesto saber”, es decir, hay un otro que pronuncia su propia palabra como si siempre estuviera ese otro (el analista) dispuesto a escuchar todo como él que está dispuesto a decirlo todo, y sin saberlo. Aquí la confianza, el llamado sujeto supuesto saber es el que encarna el saber mismo y al que se le está dispuesto a confiar en su palabra, en lo que dice, en lo que otorga, en el don de sí que se ofrece en la palabra. El analista para el analizante siempre es aquel que dispone de un vocabulario y un marco supuestamente científicos donde la verdad sólo tiene que integrarse. Es el fenómeno del Chaman, del que está como tocado por los dioses y sabe de sus designios. “Es a ese Otro más allá del otro al que el analista deja lugar por medio de la neutralidad con la cual se hace no ser ne-uter, ni el uno ni el otro de los dos que están allí, y si se calla, es para dejarle la palabra”.[20] Él “sabe” escuchar, pero su escucha es en todo momento, una escucha que sabe de su posición de fuerza, pues no es simplemente un puro oído, sino que tiene el semblante del que “sabe”. El que “sabe” sabe siempre, desde siempre, encarna el saber mismo que da autoría, poder, situación, posicionamiento, es en realidad un “semblante” que como analizantes deseamos ver y apoderarnos de ese saber del que sabe, porque lo que sabe es lenguaje de la ciencia, esa misma que nos ha modelado y nos ha hecho creer en su poder efectivo pues con ese saber el analista descifra un otro lenguaje: el de los sueños. Hay una etiología, un enmarcar en una suerte de dispositivo que conquista en su totalidad al analizante, y con el cual entra en comunicación, para que por medio de esa habla y ese semblante el que habla pueda convocar con su habla ese punto cero desde el cual se devele una posición tardía que es la descripción de su sufrimiento.
Blanchot escribió que:
El esfuerzo de Jacques Lacan consiste precisamente en tratar de situarnos de nuevo ante esa esencia del “diálogo” psicoanalítico que él entiende como la forma de una relación dialéctica, la cual, sin embargo, recusa (desune) la dialéctica misma. Emplea fórmulas de este tipo: El sujeto empieza el análisis hablado de sí sin hablarle a usted –o hablándole a usted sin hablar de sí. Cuando pueda hablarle de sí, el análisis habrá terminado. Enseña que lo esencial del psicoanálisis es la relación con el otro, en las formas que hace posible el desarrollo del lenguaje. Libera el psicoanálisis de todo lo que lo convierte ya sea en un saber objetivo, ya sea en una suerte de acción mágica; denuncia el prejuicio que conduce al analista a buscar más allá de las palabras una realidad que se esforzaría en alcanzar: No hay nada que pueda extraviar más al psicoanalista como la pretensión de guiarse por un supuesto contacto que experimente con la realidad del sujeto…[21]
En una entrevista que se le hiciera a Jacques Lacan en 1957 sobre el psicoanálisis, él mismo pudo decir que:
El psicoanálisis, en el orden del hombre, tiene en efecto todos los caracteres de subversión y de escándalo que pudo tener, en el orden cósmico, el descubrimiento copernicano del mundo: ¡la tierra, lugar de habitación del hombre, no es más el centro del mundo! ¡Y bien! El psicoanálisis le anuncia que usted no es más el centro de usted mismo, ya que había allí un otro sujeto, el inconsciente. Es una novedad que no ha sido de entrada bien aceptada. ¡Ese supuesto irracionalismo del cual se ha pretendido disfrazar a Freud! Pero es exactamente lo contrario: no solamente Freud racionalizó lo que hasta entonces había resistido a la racionalización, sino que incluso él mostró en acción una razón razonante como tal, quiero decir en acto de razonar y de funcionar como lógica, sin que el sujeto lo sepa; esto en el campo mismo clásicamente reservado a la sin-razón, digamos el campo de la pasión. Es esto lo que no se le perdonó. Se habría admitido aún que introdujera la noción de fuerzas sexuales que se apoderan bruscamente del sujeto sin prevenir y fuera de toda lógica; pero que la sexualidad sea el lugar de una palabra, que la neurosis sea una enfermedad que hable, he aquí una cosa bizarra y hasta algunos discípulos prefieren que se hable de otra cosa. No hay que ver en el analista un «ingeniero de las almas»; no es un físico, no procede estableciendo relaciones de causa a efecto: su ciencia es una lectura, una lectura del sentido. Sin duda es por ello que, sin saber bien lo que se oculta detrás de las puertas de su consultorio, se tiene la tendencia a tomarlo por un brujo, y aún un poco más grande que los otros.[22]
Tenemos que decirlo, el psicoanálisis es tanto una práctica como un saber. ¿La filosofía lo es? Pretendemos decir que en esto difieren ambos saberes, uno contiene necesariamente una práctica con las palabras en las que se hace patente el inconsciente. Es un discurso que se entremete con la palabra para formar acuerdos entre dos, el que escucha y el que habla. La filosofía habla del diálogo, de la referencia al otro, de la deuda insalvable que se tiene con el otro. Ambos saberes son una práctica con las palabras con diferentes propósitos. En uno el analizante habla de sus síntomas, de su dolor; en el otro los dos dilucidan qué es y cómo es la cosa. Pero no hablan de sus dolores, sino quizá del dolor, de lo que hace el dolor, de lo que aqueja, de lo que segrega. Pero cada quien se despersonaliza, son ambos como el muerto lacaniano pero hablando de lo que no les compete como sujetos sino como objetos de estudio.
Desde luego, hemos aquí destacado algunas ideas de Lacan y de Freud. En el fondo está la filosofía, esa vieja aspiración de Freud, esa esperanza “de alcanzar… mi objetivo primero, la filosofía. Porque ésta constituyó mi primera finalidad, cuando aún no sabía para qué estaba en el mundo”. Sí, filosofía y psicoanálisis quizá sigan siendo vecinos distantes.
[1] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[2] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[3] Jacques Lacan, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, trad. Tomás Segovia, Ed., Siglo XXI, México, 2001, p. 569.
[4] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[5] En la correspondencia que Freud mantuvo con W. Fliess de 1887 a 1902, correspondencia hasta hace poco inédita y no hace mucho traducida al francés (La naissance de la Psychanlayse), se sigue ese tanteo, los desvíos y vanos intentos, se notan las renuncias, los silencios, la necesidad de saber que se constituyen precipitadamente en pensamientos y definiciones. Hay palabras conmovedoras: en 1893, cuando todavía está lejos de lo que será el psicoanálisis, Freud le escribe a su amigo: “Soy demasiado viejo, perezoso y acaparado por un montón de obligaciones para poder aprender algo nuevo”. Pero en 1897: “No fracasaremos. En vez del paso que buscamos, tal vez descubramos océanos cuya exploración deberán llevar más lejos nuestros sucesores. Sin embargo, si no zozobramos prematuramente y si nuestra constitución lo soporta, triunfaremos. Llegaremos”. En Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[6] González, Juliana, El malestar en la moral. Freud y la crisis de la ética, Ed., Porrúa-Facultad de Filosofía y Letra, UNAM, México, 1997, p. 10.
[7] En este punto cabe destacar los grandes aportes hechos por Juliana González en el estudio de Freud y las relaciones con la ética. Vid, op.cit.
[8] González, Juliana, op.cit., pp. 12-13.
[9] La correspondencia con Fliess confirma lo que se sabía: sólo el autoanálisis, después de la muerte de su padre, le permitió a Freud dejar de buscar la fuente de la neurosis en una escena de seducción real –cosa rara, todas sus pacientes tenían a un padre, a un tío o a un hermano que las habían seducido durante su infancia-, para llegar a la idea del complejo, en particular del complejo de Edipo, cuya configuración le disimulaba la rara estructura de su propia familia. “Mi autoanálisis, por el momento, es realmente lo más esencial y promete tener para mí la mayor importancia si logro terminarlo…”. “Algo que vino de las profundidades abismales de mi propia neurosis se opuso a que adelantara más en la comprensión de la neurosis”. “Este análisis es más dificultoso que cualquier otro y también paraliza mi poder de exponer y comunicar las nociones ya adquiridas”. ¿Pero el autoanálisis acaso es posible? “Un verdadero autoanálisis es realmente imposible, y de lo contrario no habría más enfermedad “. Bien parece estar en relación con el método de análisis el hecho de que Freud siempre necesite de un amigo a quien poder enseñar sus pensamientos mientras van descubriéndose: amigo que se convierte a menudo y rápidamente en un enemigo. También se nota en Freud un apasionante vaivén de pensamiento que explica en parte que, siendo tan firme respecto del principio de su método, pueda renunciar tan libre y fácilmente a ciertos esquemas de explicaciones que sus discípulos tenderían a convertir en dogmas: “A veces zumban pensamientos en mi mente y espero que me permitan explicarlo todo… Después esas ideas huyen de nuevo sin que haga esfuerzos para retenerlas, puesto que yo sé que su aparición en el consciente y luego su desaparición, no dan ninguna información verdadera sobre su destino”. Tomado de Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[10] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[11] Heidegger, M., El ser y el tiempo, Ed., FCE, passim.
[12] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013.
[13] Ídem.
[14] González, Juliana, op.cit., p. 31.
[15] Heidegger, El ser y el tiempo, ed. cit., p. 43.
[16] Lacan, Jacques: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Seminario 2, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1991, pp. 266-67.
[17] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013
[18] Ídem.
[19] Jacques Lacan, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, en Escritos 1, Ed., Siglo XXI, México, 2013, p. 22.
[20] Jacques Lacan, “El psicoanálisis y su enseñanza”, en Escritos 1, Ed., Siglo XXI, México, 2013, p. 421.
[21] Maurice Blanchot, El habla analítica, en http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/60/300/El-habla-analitica, visto por última vez el 3 abril de 2013
[22] Claves para el psicoanálisis, entrevista a Jacques Lacan por Madeleine Chapsal, http://www.carmennieto.com/claves57.htm visto por última vez el 5 de abril de 2013.