Psicoanálisis y Medicina
Rosario Herrera Guido
1. El orden médico
En este ensayo pretendo interpretar, a partir de un análisis crítico, el paso de la episteme de la mirada médica a la episteme de la escucha del psicoanálisis. Es una lectura apoyada en el pensamiento de Michel Foucault, Raymond de Saussure, Jean Clavreul, Sigmund Freud, Jacques Lacan y Hans-Georg Gadamer, entre otros. Un intento que permite pensar en una tradición histórica del discurso médico, desde Hipócrates hasta nuestros días, que tiene por finalidad inconsciente silenciar el sufrimiento del cuerpo, para poder excluir del saber médico que los hombres y las mujeres son cuerpos sexuados que hablan.
En un primer momento, inspirada en el Discurso del amo del psicoanalista y pensador francés Jacques Lacan, voy a retornar al magnetismo animal, una cura que introduce el médico austriaco Franz Anton Mesmer en el siglo XVIII. Por este camino pretendo emprender una crítica de la razón médica a través de una lectura retrospectiva a la episteme médica (reducida a la mirada), que al expulsar al sujeto del lenguaje y su verdad del campo de la ciencia, lo reduce, desde Hipócrates a nuestros días, no a un cuerpo que habla sino a carne, cerebro, tendones, huesos y vísceras. El retorno al mesmerismo permite pensar en una tradición histórica del discurso médico (más tarde discurso universitario, magistral, pero heredero del discurso del amo), discurso del poder que somete al sujeto al silencio. En un segundo momento, emprenderé una exposición y reflexión sobre el paso de la mirada a la escucha, es decir, el tránsito de la psiquiatría al psicoanálisis.
Antes que nada es preciso aclarar que la expulsión del discurso —en particular de los significantes de la ley, la muerte y la diferencia de los sexos (Verwerfung)— es el mecanismo de la psicosis, tanto para Freud como para Lacan. Asimismo, que no opto por el sujeto filosófico moderno, que se reduce a la sensación conciente de agencia, producto de una ilusión imaginaria del yo, constituido por una serie de identificaciones alienantes, sino por el sujeto del inconsciente, cuyos matices filosóficos le permitieron a Lacan señalar que es el sujeto que no se puede ni se debe objetivar, reducir a cosa, pues el sujeto es lo que en el desarrollo de la objetivación está fuera del objeto. Por último, que tomo de Lacan el término discurso para destacar la naturaleza transindividual del lenguaje, pues la palabra siempre implica a otro sujeto, a un interlocutor, y a un tercero: el orden simbólico; lo cual permite comprender la fórmula de Lacan el inconsciente es el discurso del otro, que más tarde enuncia como el inconsciente es el discurso del Otro (orden simbólico), al designar el inconsciente como el efecto sobre el sujeto de la palabra que le es dirigida desde otra parte, por otro sujeto que ha sido olvidado (la madre, la lengua materna, la otra escena freudiana), dando lugar a la experiencia de ser hablado por el lenguaje. El discurso es un lazo social basado en el lenguaje.1 Lacan propone cuatro posibles tipos de lazo social que regulan las relaciones intersubjetivas: el discurso del amo, el discurso universitario, el discurso de la histeria y el discurso del analista. El discurso del amo se dirige al dominio; el universitario a la acumulación y el control del saber; el discurso de la histeria atenta contra todo poder; y el discurso del analista se ofrece a la producción del saber y el acceso a cierta verdad del deseo del sujeto, a partir de poner en acto la palabra y la escucha al pie de la letra del discurso del analizante. Debido a la brevedad de este texto sólo me detendré en el discurso del amo y su heredero el discurso universitario, y en el paso del discurso médico-psiquiátrico al discurso psicoanalítico. El discurso del amo oculta la división del sujeto del inconsciente, la verdad de su falta de saber; también ilustra la dialéctica del amo y el esclavo; el amo es el que pone a trabajar al esclavo, dando como resultado una plusvalía, un plus de goce, del que el amo trata de apropiarse.2
Desde la posición de amo, a Mesmer sólo le interesa el estado mórbido de sus pacientes e instrumentar los medios para curarlo. El deseo del amo, enseña Lacan, es el bienestar del esclavo. Un bienestar que, por supuesto, desatiende el deseo del sujeto. Lo que le importa a Mesmer es la carne, donde cree que crece y se alimenta el mal. En ella se desordena un fluido magnético universal, que se palpa a través de masajes, para reordenar así la energía mórbida y devolver la salud al enfermo. Mesmer desconoce que estimula un goce no apalabrado, que hormiguea hasta su estallido final en el orgasmo, a la vez que se acalla la articulación de la verdad del deseo del paciente. El lugar hacia el que se dirige Mesmer con la mirada y el tacto evoca el lugar sobre el que se organiza el discurso dominante del saber médico, en el que se encuentra expulsado el sujeto del lenguaje, el deseo como querer saber del sufrimiento (lo que dice no saber), y no querer saber nada de cómo goza (lo que sí sabe).
Existe una diferencia y oposición entre goce (genuss) y placer (lust) que Lacan toma de Hegel a través de Alexandre Kojève. El principio del placer pone límite al goce (exceso de placer insoportable). El goce es el placer doloroso. El goce expresa la satisfacción paradójica que el sujeto consigue a través de sus síntomas, el sufrimiento que deriva de su exceso de satisfacción (la ganancia de la enfermedad, como decía Freud). La prohibición del goce (el principio del placer) es inherente a la estructura simbólica del lenguaje, gracias a la cual el goce está prohibido al que habla.
El discurso del amo que practica Mesmer exige el silencio del paciente. Una práctica que condena al goce. Las consecuencias de la expulsión del sujeto del discurso en el magnetismo no se hace esperar. El verdadero obstáculo es la ausencia de articulación del deseo de los pacientes, es decir, lo que constituye su singularidad. La estrategia de Mesmer, paradójicamente, es para evitar la transferencia en términos imaginarios, afectivos y pasionales. Claro que no se le puede pedir a Mesmer una reflexión sobre su técnica, pues su interés es pragmático: instrumentar una técnica de dominio de la perturbación, lo que significa someter el estado mórbido a través de su manipulación y modificar la perturbación con su poder. El problema tanto en el mesmerismo como en la medicina es más complejo desde el punto de vista epistemológico: no se puede tener el objeto enfermedad en la carne, puesto que la perturbación, el síntoma, es sujeto y objeto a la vez. En el decir de Lacan: el hombre es cuerpo sexuado que habla. Y es que el sujeto es sede del malestar, no sólo como extensión, sino como sujeto del lenguaje.
Uno de los grandes descubrimientos del psicoanálisis es que entre la res extensa y la res cogitans existe una sustancia gozante: la pulsión (Trieb). Pulsión que Freud define como: 1) lo que se encuentra entre lo psíquico y lo somático, 2) el empuje (Dräng) tendiente a la satisfacción y 3) el ser mítico en su indeterminación. Un concepto que introduce una diferencia primordial: mientras el instinto designa una necesidad pre-lingüística, la pulsión está sustraída al reino de la biología. Las pulsiones difieren de los instintos en que nunca pueden ser satisfechas, y no tienen un objeto sino que giran en torno a él, ya que su objeto es variable, lábil. Lacan dice que la pulsión no es meta (Triebziel), sino aim (el camino mismo), que gira en torno al objeto que nunca alcanza en definitiva. La pulsión es un constructo cultural y simbólico, que nada tiene que ver con una energética y una hidráulica (como inicialmente pensó Freud). Las pulsiones de vida y de muerte están relacionadas con el deseo, dado que ambas se originan en el campo del sujeto, expulsado del mesmerismo y de la medicina. La pulsión no es otro nombre del deseo; a través de las pulsiones se realiza el deseo. El deseo es uno e indiviso; las pulsiones son manifestaciones parciales del deseo.
El magnetismo fue una práctica asociada a la histeria, heredada a los hipnotizadores y más tarde al nacimiento del psicoanálisis. El magnetismo le hacía objetivar al enfermo como otro lo propio, presentificándole el desorden de su cuerpo como algo ajeno. Una vez localizada la perturbación de la energía magnética, los trastornos del sujeto se transformaban en entidades anónimas y ajenas; el fluido se desordenaba sin saber cómo y se reordenaba gracias al poder manipulatorio del magnetizador, que suponía tener bajo control los engañosos signos de la enfermedad. Esta práctica era dirigida sólo a la carne gozosa, pues las palabras eran ahogadas. No hay otro goce que el del cuerpo —enseña Lacan. El mesmerismo pronto se convirtió en una práctica “terapéutica” de puro goce. Lacan, en su seminario L’envers de la psychanalyse, lo definía con estas palabras: el goce comienza con el hormigueo y termina con la llamarada de fuego. El magnetismo evoca la vieja moral médica (aún vigente) que concibe el desorden (la enfermedad) como el mal, al que hay que ordenar (curar) para que el enfermo acceda a su bien: la salud. El mismo término de la cura evoca al cura, el médico de las almas, el sacerdote que expulsa los demonios de la carne, que lava el pecado e impone una penitencia, a fin de devolverles la salud a los espíritus y, en consecuencia, a los cuerpos. Se trata de lo que Canguilheim en Lo normal y lo patológico llama “el maniqueísmo médico“, en el que la salud y la enfermedad se disputan al hombre, como Dios y el diablo al mundo.
El magnetismo comparte los ideales políticos del discurso del amo. El único que domina la situación es el magnetizador. Mesmer, instalado en cierto orden médico, imparte justicia a la naturaleza y decreta sobre el sufrimiento del cuerpo despojado de la subjetividad, al silenciarlo. Dicen León Chertok y Raymond de Saussure que Mesmer: Con la prohibición del diálogo verbal compelía al enfermo a una profunda regresión, en la que sólo estaba autorizado el diálogo somático.3 El mesmerismo expulsa al sujeto del lenguaje y el deseo de la relación magnética, pero no evita que se cuelen otros deseos, causantes más tarde de un gran escándalo. Como el magnetismo proscribe la palabra, lo que queda es el goce puro, como lugar de lo no-representable, donde el sujeto queda sometido a los influjos de la sugestión y la alienación en el amo.
Hoffmann escribió un cuento sobre el tema: El Magnetizador. Alban se convierte en el amo de la apasionada María. Ésta le escribe a su amiga Adelgunda para destacar el don maravilloso de que ha sido objeto al encontrarse con Alban: “Desde el momento en que fijó su mirada seria y penetrante, me pareció que debía someterme sin contradicción a todo lo que me ordenase, como si le bastase querer mi curación para obtenerla”. Y se pregunta María: “¿Cómo aventurarse sin su maestro a las tempestades del mundo?” Alban es el Sujeto del Saber Absoluto, que incluso llega a las formas más siniestras de la vivencia psicótica, como quien conoce sus pensamientos y los fomenta en su cabeza. La transferencia en el magnetismo aparece bajo un aspecto real, aterrorizante y persecutorio. Se trata de la experiencia en lo real de lo que enuncia Lacan en la fórmula el inconsciente es el discurso del Otro; experiencia en la que el sujeto es hablado desde el momento en que habita el lenguaje, y que en la neurosis pasa por el registro del inconsciente, que se expresa como lo no sabido.
No olviden que desde Hipócrates el médico debe tener muy buen aspecto, encarnar los prestigios de su poder, a través de su actitud firme, segura y autoritaria, manifiesta en la sabiduría de sus preceptos y recomendaciones. Es Molière, en El enfermo imaginario, quien advierte que la barba hace más de la mitad de un médico. Por su semblante y su actitud imperativa, el médico se convierte en objeto del deseo del enfermo, al punto de querer apropiarse de su saber, de su goce (porque el amo goza o se supone que goza), de sus poderes, hasta la identificación alienante. El mismo Molière representó la identificación por introyección en aquel personaje Cleantes, quien sólo logra curarse hasta que él mismo se convierte en médico. Asimismo, en la cura magnética la meta es llegar a ser el amado, es decir el amo.
Cuando Michel Foucault, en su Historia de la Locura en la Época Clásica, descubre al loco como testigo mudo en torno al cual se instrumentan diversas prácticas, denuncia no sólo la exclusión de la racionalidad social y política, sino también del sujeto del lenguaje. Ahí se puede leer la crítica de la condena a lo intraducible, a lo incomprensible, en bien de la cohesión social y la razón pública. Así, en la época clásica, cuando no hay una actitud fóbica hacia el “loco“, se le identifica con lo demoníaco, desde los discursos del sacerdote, el educador y el verdugo. Y bajo los nuevos signos de la ciencia moderna cartesiana, con el sueño y la locura. Razón/locura es la dicotomía sobre la que se funda la exclusión de la sinrazón. Este es el discurso médico, moral, religioso y político: discurso del amo y su heredero, el discurso universitario. Más allá de la etiqueta impuesta al loco, no hay ningún intento de escuchar el discurso de la locura. Por el camino de la duda y la certeza, Descartes coloca al disparate del lado de la sinrazón y el error. Del cogito cartesiano —sigo a Foucault— se colige que el que no piensa, no existe. La locura queda excluida del campo de la razón por el sujeto que duda. Los locos, relegados al campo del sinsentido y el error, una vez objetivados, se convierten en presa fácil para los amos del saber y el poder. Es hasta Freud que la “locura” —señala Foucault— es tomada al nivel de su lenguaje, para ser reconstruida desde una experiencia subjetiva acallada a lo largo de los siglos, para sostener un diálogo con la sinrazón.4 Habría tal vez que corregir a Foucault, afirmando que Freud no dialoga con la locura sino que le pregunta socráticamente para escuchar algo de su verdad en el discurso mismo.
De la transferencia en la medicina hay un relato ilustrativo. Dice una leyenda griega que Avlavia había consultado a muchos médicos, incluyendo a su propio padre, sin obtener resultado, hasta que llega a manos de Hipócrates quien, dada la complejidad del caso, la deriva al Oráculo de Delfos, que le dice que sanará y se casará con el médico que la ha enviado. Esta leyenda introduce una cierta dimensión de la verdad que exige afinar el oído. Estos asuntos de la transferencia imaginaria previenen de los peligros a los que se puede estar expuesto cuando se está a merced del discurso del amo. La leyenda de Avlavia advierte a los médicos sobre los avatares de la transferencia y, al mismo tiempo, marca la distancia, el desconocimiento, el rechazo y la atracción por parte de los médicos a tratar con los asuntos del amor. Lo que es una leyenda de los comienzos de la medicina, sostiene Jean Clavreul en El orden médico, nos recuerda el origen del psicoanálisis. Pero a diferencia de la medicina, que trabaja bajo el supuesto de desembarazarse de los peligrosos asuntos del deseo, el psicoanálisis le hace frente con una actitud insólita en la historia. La enseñanza que se puede sacar de la leyenda de Avlavia es que se trata de una advertencia que funda el rechazo del deseo en la medicina y, por ende, la exclusión del sujeto, obstáculo para la “ciencia“, estorbo y distracción que impide avanzar en el proceso de la cura, entendida como dominio de la enfermedad. Es esta interferencia de la vida amorosa con la vida profesional la que enseña el amor entre Hipócrates y Avlavia; interferencia de la que la medicina ha pretendido, durante su añeja vida, purificarse.
La moral médica, que siempre se ha presentado tras una máscara humanitaria, nunca ha querido saber nada del sujeto del lenguaje: los hombres y las mujeres del orden médico están hechos sólo de carne y hueso. Es muy común que el médico se identifique con el lugar del amo o el maestro, que como no tolera escuchar, tapona al sujeto del lenguaje de múltiples maneras: le prohíbe las palabras (como Mesmer), lo apabulla con un discurso especializado que ahonda más el abismo entre médico y paciente, desconfía de todo lo que el enfermo pueda decir sobre su propio sufrimiento, justo por su sospechosa condición de enfermo, como recomienda Hipócrates. El amo o el maestro, en tanto se cree dueño de su decir, no espera a que algo de la verdad del trastorno se exprese en el decir mismo del quejoso. Además, escuchar al enfermo pone en peligro el discurso médico, su poder auto-afirmativo, al que supone sustentado en un saber que está por sobre el saber del enfermo.
El orden médico, identificado con el discurso del amo y de la universidad, a fin de desembarazarse del sujeto, expulsa también el pathos, las pasiones, para lograr la objetividad científica. Debe practicar el dominio sobre sí que recomienda Bacon: los ojos no deben jamás empañarse de lágrimas. Y Descartes aconseja apaciguar las pasiones del alma para poder acceder a las ideas claras y distintas. Por ello, el orden médico se distancia de los enfermos, al privilegiar la vista y anular el oído. Lo único que hay que escuchar es el resumen del síntoma, en el mejor de los casos la historia clínica, el diagnóstico y el tratamiento vendrán por añadidura. Dice Jean Clavreul que cuando Josef Breuer toma el bastón y el sombrero y sale huyendo, al enterarse de que Anna O. sufre un embarazo histérico, renuncia para siempre a convertirse en psicoanalista. Que el médico está implicado en el proceso del tratamiento es algo que le tocó a Freud descubrir (a propósito de la transferencia), no sin tener que toparse con los obstáculos epistemológicos impuestos por su propio inconsciente. Sócrates, que podía recomendar hierbas y hasta hechizos, reconocía que no se podía tomar una parte del cuerpo sin atenderlo en su totalidad, que no se debía cuidar el cuerpo descuidando el alma, pues de lo contrario el remedio o el hechizo no surtirían efecto. Es Lacan, cuando es invitado por médicos a dar una conferencia sobre las relaciones entre el psicoanálisis y la medicina, quien habla de la imperiosa necesidad de que los profesionales de discursos diversos se pongan de acuerdo en construir una “epistemosomática”.5 En contra de esta apertura, tanto la medicina como la psiquiatría, así como las psicoterapias, se han dirigido hacia el síntoma, expulsando al sujeto que lo padece y sostiene. Aislar elementos perturbadores ha sido el ideal médico, discurso del amo y universitario que supone el dominio de sí y de la enfermedad. Por su parte, el método analítico de la ciencia, que trabaja también sobre la objetivación del sujeto, divide al hombre, no sólo aislando el corazón del resto del cuerpo, sino expulsando al sujeto de la forma en que por el lenguaje se constituye e historiza, dejando el discurso del sujeto sufriente a confesores, cíngaras, amigos, vecinos y, como último recurso, a psicoanalistas.
Mesmer buscó la etiología de las perturbaciones anímicas en hechos materiales. Todavía hoy, después de los sorprendentes descubrimientos sobre la subjetividad, la medicina y la psiquiatría están empeñadas en la expectativa de un gran descubrimiento, algún aminoácido o gen que venga a explicar la disfunción del cuerpo y del cerebro. Además, Mesmer es un amo siempre solicitado por sus pacientes, que hablan de sus poderes mientras esperan ser atendidos, lo que alimenta la sugestión, el prestigio, la autoridad y el dominio sobre la relación terapéutica. El amo o el maestro de hoy en día no sólo llena las paredes de su consultorio de diplomas para mostrar y legitimar todo el saber que posee, sino que a veces cita a todos sus clientes a la misma hora para que se sugestionen en torno a su calidad y bondad.
Contra el poder del amo, que pretende dominar al sujeto del lenguaje, Alberto Marchilli —partiendo de Lacan— señala que debemos dar un giro de 180° al discurso del amo, lo que conduciría a introducir el discurso del analista: Si Freud creyó que, como Copérnico, él realizó una revolución del saber, es necesario precisar esto: que dicha revolución no ha sido del saber ni en el saber sino que consistió en poner el saber en otro lugar.6 Lo que significa que el saber se produce en el discurso, y no en los sujetos implicados en la experiencia analítica. En realidad, dice Lacan, la verdadera revolución es kepleriana, pues es la única que quita del centro al significante centro, que descentra el sistema solar a través de la elipse. Un descentramiento que hace referencia al descubrimiento del inconsciente, descentrando la conciencia moderna, pues se manifiesta ahí donde alguien habla y no sabe lo que dice; no lo sabe hasta que no se diga, pues el inconsciente lo sabe a él, en tanto es hablado a través del lenguaje. Por ello, para Lacan, el maestro ejemplar es el que enseña preguntando, como Sócrates, motivo de su reflexión en el Seminario de La transferencia (que es el amo al que se le supone el saber, sobre el sufrimiento, el goce y el deseo que el sujeto desconoce), pero no en sentido imaginario y sugestivo sino simbólico, como amor al saber, que sólo se sostiene a partir del descentramiento del amo.
El discurso del amo, a través del magnetismo, llegó a tal descrédito que fue prohibido. Mesmer fue impugnado. Luis XVI creó unas comisiones para que investigaran sobre la validez del magnetismo. El resultado fue condenatorio de la teoría del fluido magnético. Los comisarios, entre los que se encontraban Lavoisier, Guillotin y Bailly, determinaron que los efectos curativos se debían a la imaginación, con lo que calificaban el mesmerismo de tratamiento sugestivo. El informe de los comisarios de Luis XVI destacaba lo propiciatorias que podían ser las relaciones sexuales durante el tratamiento magnético: por la proximidad del médico con el enfermo, el calor de los cuerpos, las miradas confundidas, los masajes corporales, que podían desembocar en un contacto sexual (aunque esto era lo de menos frente a las pasiones y los celos que desató). Por ello, los comisarios consideraron el tratamiento magnético un atentado contra la moral, la medicina, la religión y el orden social.
A pesar de que la posición del médico oscila entre el discurso del amo (en cuanto al diagnóstico, pronóstico y dominio de la enfermedad) y el discurso universitario (con el que el médico ofrece devolver la salud perdida al enfermo), se encuentra en posición histérica, pues no puede escapar a tener que significarse a sí mismo como médico. Y es que cuando un médico descubre que su enfermo no quiere ofrecerse al discurso médico y renuncia a medicalizar la demanda (cosa insólita por cierto), deja de ser médico, aunque no se convierta en analista, en sujeto-supuesto-saber (posición que Lacan llama socrática).
2. De la mirada a la escucha
Para la psiquiatría francesa del siglo XIX, la técnica de la sugestión implicaba la práctica de la hipnosis para remover síntomas neuróticos. Bajo la enseñanza de los psiquiatras franceses Charcot y Bernheim (1880), Freud comenzó a emplear la sugestión. Un método que, como le dejaba cada vez más insatisfecho, terminó por abandonar. En la obra ulterior de Freud se puede apreciar que la experiencia de la hipnosis es tratada como diametralmente opuesta al psicoanálisis. Siguiendo a Freud, Lacan emplea la palabra sugestión para denunciar toda clase de desviaciones respecto del psicoanálisis, deformaciones que identifica en general con la psicoterapia. Y es que la sugestión va contra la ética, dado que pretende dirigir al paciente hacia algún ideal moral, religioso, político o social, ya sea del terapeuta o de la cofradía a la que pertenece, contrariamente a la dirección de la cura en psicoanálisis, que consiste en promover la articulación de la verdad del deseo del analizante, opuesto a cualquier concepción normativa y adaptativa a la sociedad. En la sugestión, dice Lacan, las interpretaciones del terapeuta persiguen la significación (la univocidad), pues se trata de eliminar la ambigüedad y los equívocos del discurso, mientras que el analista dirige sus interpretaciones hacia el sentido (lo multívoco) y su correlato, el sin-sentido; es sólo a partir de la ambigüedad que el psicoanálisis prospera. La sugestión, ya lo sabía Freud, mantiene una estrecha relación con la transferencia, pues el analizante le supone un saber al analista (la sugestión es un modo particular de responder a esta atribución); el analista debe comprender que él solamente ocupa un supuesto saber que el analizante le adjudica, y no engañarse con el imaginario de que realmente posee el saber que se le atribuye. Esta renuncia a la posición del amo es la que promueve el discurso del analista. La hipnosis es pues el modelo de la sugestión, a la que Freud desenmascara en Psicología de las masas (1921), donde muestra que la hipnosis (la sugestión) hace que el objeto converja con el ideal del yo. El hipnotismo, dice Lacan, supone la convergencia del yo y el objeto. Mientras que el psicoanálisis está comprometido en lo contrario: el mantenimiento de la distancia entre el yo (la identificación) y el objeto que causa el deseo.
La clínica psicoanalítica procede de la medicina pero se desprende y se distancia de ella. Hay una clínica psiquiátrica que es el terreno donde nace y crece el psicoanálisis, y que es también el Otro del psicoanálisis —en tanto diálogo—, a partir de lo que llega a definir lo que es específico de ese significante que es el “psicoanálisis“, con relación al significante psiquiatría (que pertenece al orden médico). En los tiempos que nace el psicoanálisis, la psiquiatría era una clínica más inútil que en la actualidad, pues no tenía los medios adecuados para ejercer una acción que correspondiera a las metas propuestas. El quehacer psiquiátrico se reducía a clasificar los casos que se le encomendaban. Basta recurrir a Foucault, a su Historia de la Locura en la época clásica, para ver el proceso a través del cual los trastornos del alma fueron a caer al archivo de la medicina, sin que ésta tuviese algo que hacer con ellos, excepto tratar de dominarlos, a fin de controlarlos. Una clínica del dominio de la enfermedad que sigue vigente. La razón médica impregnó la clínica psiquiátrica con un modelo basado en la observación, la clasificación, la búsqueda de una lesión; un tratamiento que modificara las diversas alteraciones de la vida anímica; y se fundamentó en una teoría de tipo causal: si la causa era físico-química, la terapia debía ser de la misma naturaleza.
El psicoanálisis, a diferencia de esta actitud clasificatoria y universalista de la psiquiatría, se coloca desde el principio en la particularidad, en lo singular de cada subjetividad, en lo que tiene de inédito el discurso de cada sujeto, el deseo de cada cual. Lacan, desde la enseñanza de Freud, lo advierte: el análisis como ciencia es siempre una ciencia de lo particular. La realización de un análisis es siempre un caso particular, aun cuando estos casos particulares, desde el momento en que hay más de un analista, se presten, de todos modos, a cierta generalidad. Pero con Freud la experiencia analítica representa la singularidad llevada a su límite, puesto que él estaba construyendo y verificando el análisis mismo […] Si descuidáramos el carácter único, inaugural, de su proceder, cometeríamos una grave falta.7
En el siglo XIX, la psiquiatría trabaja sobre modelos de la Biología. Así, el modelo locacionista busca ciertas áreas responsables de los trastornos. Existe además el desarrollo de la psicología introspectiva (herencia de Aristóteles, de las cualidades del alma). La psiquiatría y la psicología del siglo XIX están dedicadas a los trastornos de las funciones de la psique: la atención, la memoria, el juicio, la percepción, el razonamiento, los afectos, la voluntad. Sólo en los comienzos vemos a Freud trabajar sobre la materia prima de la psiquiatría, de tal forma que no parece que haya una oposición fenomenológica entre psiquiatría y psicoanálisis. Freud sostiene en sus lecciones de Introducción al psicoanálisis (1917), que las relaciones entre psiquiatría y psicoanálisis son las mismas que existen entre la Histología y la Anatomía. Sin embargo, el psicoanálisis penetra en las estructuras invisibles, mientras que la psiquiatría se queda en las manifestaciones visibles. Y aunque Freud ahí da pie a un malentendido, pues parece que se trata de lo mismo, muy pronto desprende su método de lo que la medicina ha llamado “el ojo clínico”. La clínica psicoanalítica se distancia de la clínica de la mirada y funda una clínica de la escucha.
Aunque el psicoanálisis heredó de la medicina la palabra “cura“, ésta ha adquirido un sentido específico, que la diferencía de la significación médica, pues la cura psicoanalítica no pretende sanar. Ya Freud decía que había que tener cuidado de no caer en la tentación de un furor curandis, en el sentido de querer producir un sujeto sano, ya que las estructuras subjetivas (neurosis, perversión y psicosis) son incurables, por lo que el análisis sólo pretende posibilitar que el analizante articule la verdad de su deseo, y a partir de ahí gozar lo menos que se pueda, de modo que prevalezca el principio del placer. Además, si se toma en cuenta que los síntomas son ya una interpretación del sujeto, abordar los síntomas con interpretaciones es sobreinterpretarlos, cuya consecuencia se puede constatar en la historia del psicoanálisis. La dirección de la cura en el análisis no tiene otro fin que el de posibilitar que el analizante asocie libremente, elabore los significantes que lo han determinado en su historia y sea impulsado por el proceso mismo del habla a articular algo de su deseo.
La psiquiatría, heredera de la razón médica, el orden médico, el discurso del amo, se ha caracterizado por no saber oír, mejor dicho por no querer oír. Nació sorda, pues su fin es desembarazarse del sujeto, sacar el diagnóstico y deducir el psicofármaco correspondiente. La psiquiatría es, además de fóbica al enfermo, paranoica, porque siempre se siente perseguida por esos quejosos que insisten en ser escuchados. Para la psiquiatría la subjetividad es un lujo que no se puede permitir, en bien de la objetividad, según sostiene desde una posición imaginaria. Para la psiquiatría lo fundamental es que el sujeto no aparezca, para que su trastorno pueda ser clasificado de acuerdo a un esquema internacional, y que cualquier psiquiatra sepa de qué se está hablando. La psiquiatría se sostiene en el ideal científico de alcanzar la comunicación sin ambigüedad, y que la filosofía analítica ha convertido en su bandera (lo que de algún modo promueve el diálogo del Logos consigo mismo). En contra de todos estos productos del discurso del amo, emerge la singularidad de cada sujeto. Pero la psiquiatría insiste en eliminar la subjetividad del paciente y, por añadidura, la del psiquiatra, el Otro del paciente, quien en la medida en que esté bien formado en bioquímica, estadística y ahora en computación, creerá haber excluido su propia subjetividad de la relación con el paciente. Valga aquí un ejemplo. Recientemente, se supo de un “psicoterapeuta psicoanalítico“ (¡extraño oxímoron!), en alguna de esas instituciones que —como diría Lacan— se agrupan para defenderse contra el inconsciente, que supervisaba utilizando una computadora (programada por él mismo) para purificar su subjetividad. De esto y otras curiosidades está constituido también el sueño del “científico“, que aspira llegar por fin a la objetividad.
Frente a todo esto, se levanta el discurso psicoanalítico, que es también reduccionista, pero en sentido inverso, pues privilegia los fenómenos que atañen al significante, por lo que desatiende —al no ser de su campo— los hechos que son del orden bioquímico. La clínica psicoanalítica está fundada en la palabra. Es una clínica de la escucha. Lo que para la clínica psiquiátrica es una escoria a eliminar, la clínica psicoanalítica lo constituye en una categoría central: el sujeto, reconocido como tachado por el significante. Un sujeto que sólo se define con su par ineludible: el Otro, que también es deseante y, por lo mismo, tachado. Lo que hay es la carencia del sujeto y la carencia del Otro, como dos conceptos que se implican, constituyendo las categorías fundamentales del discurso psicoanalítico.
En la zona intermedia, entre el sujeto y el Otro, hay un objeto que resulta de la superposición de dos carencias, y que Lacan llama con la unidad mínima significante, objeto a. Se trata de un objeto que pone de manifiesto lo incolmable del deseo, del Otro que constituye al Sujeto en la huella de su falta, que se produce en la imposibilidad del Otro de responder a su demanda. El sujeto tachado (sujeto del inconsciente) no alcanza el objeto que causa su deseo (a), y del que el Otro carece porque también es deseante, representado por la A tachada:
Se dice, para simplificar el discurso del psicoanálisis, que el lenguaje es su instrumento fundamental. Esto en general es cierto, sobre todo si vamos a la obra de Freud, en la que hasta en la metapsicología hace referencia al lenguaje. Pero después del retorno a Freud que realiza Lacan, creo que es necesario hacer precisiones. La palabra lenguaje corresponde a los términos franceses langue y langage. Langue designa un idioma, mientras langage se refiere al sistema del lenguaje. A Lacan, en función del psicoanálisis, le interesa la estructura general del lenguaje (langage), no las diferencias (langues). Su interés por el lenguaje está marcado por la fascinación por la poesía surrealista y por el lenguaje de la psicosis. Al principio, sólo destaca que el lenguaje es constitutivo de la experiencia psicoanalítica. Es un tiempo de su pensamiento en el que en lugar de referencias a la lingüística recurre a la filosofía, en particular a Hegel; el lenguaje es el elemento mediador que le permite al sujeto el reconocimiento del otro. Luego, bajo la influencia de Jakobson, el lenguaje, por encima de comunicar, es una apelación a un interlocutor, un llamado al otro, una demanda de amor; la función primordial del lenguaje es connotativa y no denotativa, pues el lenguaje no es una nomenclatura. En los 50s, con la influencia de Heidegger, Mauss y Lévi-Strauss, el lenguaje ocupará un papel central en el pensamiento de Lacan. El lenguaje es estructurante de las leyes culturales del intercambio, el lazo social y el pacto simbólico. En adelante, bajo el influjo de Saussure y Jakobson, Lacan enuncia que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”. En su famoso discurso de Roma introduce la diferencia entre palabra y lenguaje (en oposición a Saussure, que diferencia palabra de lengua); un discurso que denuncia el modo en que la teoría y la práctica psicoanalítica han desatendido el papel de la palabra en el psicoanálisis, y que aboga por una importancia renovada en la palabra y el lenguaje. Y es que la palabra, dice Lacan recordando el Génesis, constituye una invocación simbólica, que crea, ex nihilo, un nuevo orden del ser en las relaciones entre los hombres. Luego de sostener, en oposición a Saussure, que la unidad básica del lenguaje no es el signo sino el significante, afirma que el inconsciente es una estructura de significantes, e introduce la categoría de lo simbólico y desarrolla el concepto de discurso y sus cuatro modalidades. Los años setentas están marcados por el pasaje de la lingüística a la matemática (como paradigma de cientificidad); un paso titubeante pues va acompañado de una marcada tendencia a subrayar, dada la ambigüedad del lenguaje, la importancia de la poética y de la poesía para el discurso del psicoanálisis. Todo ello se aprecia en su estilo y los abundantes juegos de palabras y neologismos que introduce en su enseñanza. Asimismo, Lacan acuña el neologismo lalangue, para designar los aspectos no comunicativos del lenguaje, que al jugar con la ambigüedad y la homofonía, producen goce; lalangue es el sustrato caótico de la polisemia del lenguaje; el lenguaje está hecho de lalangue. Se entiende que Lacan critique las escuelas psicoanalíticas que privilegian lo no-verbal, el lenguaje corporal, descuidando la palabra. Si toda comunicación humana está inscrita en una estructura lingüística —incluso el lenguaje corporal— y la meta del análisis es articular la verdad del propio deseo en palabras, un analista que desconoce los rasgos formales de las palabras, la forma en que opera el significante —incluso en su función poética—, se reduce a desviarse hacia una comprensión (supuestamente empática), necesariamente imaginaria del contenido de los decires del analizante; es decir, se enfoca en los significados, desconociendo y anulando la esencia del psicoanálisis.
Decir que la clínica psicoanalítica está basada en el significante, exige adelantar algunas precisiones al respecto. El concepto de significante Lacan lo toma de Ferdinand de Saussure. Significante es un término al que Freud de manera explícita nunca recurrió, pues no conoció los trabajos de Saussure, pero cuya presencia es indudable en las formaciones del inconsciente (sueño, chistes, lapsus y síntomas). El empleo que Lacan hace del significante es para subrayar su presencia recurrente en los textos freudianos. Los ejemplos que da Freud de interpretaciones psicoanalíticas ponen el acento en los rasgos lingüísticos formales, los puentes verbales, las creaciones léxicas, las homofonías, etc. De tal forma que, cuando Lacan invita a los psicoanalistas a escuchar la cadena significante de los analizantes, no lo hace para introducir una nueva técnica, sino para regresar al método de Freud en una forma renovada. El significante, según Saussure, es el elemento fonológico del signo, que no es el sonido en sí, sino la imagen mental de este sonido: la imagen acústica que designa un significado. Pero mientras Saussure sostiene que el significado y el significante son interdependientes, Lacan postula la primacía del significante que produce efectos de significado. Aunque se trata de una primacía que no es cronológica sino lógica. El significante es un elemento material sin sentido que forma parte de un sistema diferencial cerrado. A este significante sin significado, Lacan lo llama “significante puro”. Todo significante real no significa nada; por ello es indestructible. Estos significantes indestructibles determinan al sujeto. Son los efectos del significante sobre el sujeto los que constituyen el inconsciente y, en consecuencia, el campo del psicoanálisis. Por lo que para Lacan el lenguaje no es un sistema de signos (como para Saussure), sino un sistema de significantes. Los significantes son las unidades básicas del lenguaje, y se pueden reducir a elementos diferenciales últimos y combinarse de acuerdo con las leyes de un orden cerrado. En estas tesis, Lacan sigue a Saussure, pues afirma el carácter diferencial del significante, además de la combinatoria significante según las leyes de la metonimia. El significante, en tanto que relacionado con la estructura del lenguaje, es una unidad constitutiva del orden simbólico. Significante y estructura parecen inseparables, pues el campo del significante es el campo del Otro (que Lacan llama la batería significante o el tesoro de los significantes). El significante es lo que representa a un sujeto para otro significante. Un significante amo (S1) representa al sujeto para el resto de los significantes (S2). Aunque ningún significante puede significar al sujeto, el ser del sujeto. Cuando Lacan hablaba de los significantes, solía simplificar, equiparándolos a las palabras, pero no son equivalentes, dado que también pueden ser significantes unidades más pequeñas que las palabras como los morfemas y los fonemas, o más grandes que las palabras (frases y oraciones); asimismo, son significantes entes no-lingüísticos, como objetos o actos sintomáticos.8 La condición del significante es que esté inscrito en un sistema en el que sólo adquiere valor en virtud de su diferencia con otros elementos del sistema. Es esta naturaleza diferencial del significante la que impide su univocidad,9 ya que su sentido varía según la posición que ocupa en la estructura.
Al descentrar al amo del saber y poner el saber en el orden simbólico —orden del discurso—, el psicoanálisis privilegia la escucha de la cadena significante, que es la línea de descendencia en la cual está inscrito cada sujeto desde antes de su nacimiento y hasta después de su muerte, y que influye inconscientemente en su destino. Pero la cadena significante —serie de significantes vinculados entre sí— no es una totalidad, pues está incompleta, ya que siempre se puede añadir otro significante, lo que expresa la naturaleza metonímica del deseo. La cadena significante es metonímica en la producción de sentido, pues la significación no está en ningún punto de la cadena, dado que el sentido insiste en el movimiento de un significante a otro. La linealidad de la cadena significante sugiere que se trata de la corriente de la palabra, del chorro del lenguaje, en donde los significantes se combinan según las leyes gramaticales (en relaciones sintagmáticas, según Saussure, y que Lacan, inspirado en Jakobson, sitúa en el eje metonímico del lenguaje). La circularidad del significante, que sugiere los eslabones de la cadena de un collar, promueve la cadena significante como una serie de significantes vinculados por asociaciones libres, que constituye el mundo simbólico del sujeto (Saussure las llama relaciones asociativas, y Lacan, siguiendo a Jakobson, las ubica en el eje metafórico del lenguaje). La cadena significante, en su dimensión diacrónica es lineal, sintagmática, metonímica; y en su dimensión sincrónica es circular, asociativa, metafórica. Las dos dimensiones (sintagmáticas y asociativas) se cruzan. Pero, mientras para Saussure estas relaciones son entre signos, Lacan insiste que se dan entre significantes.
La clínica psicoanalítica se opone a la clínica médica y psiquiátrica no sólo en sus concepciones sino en su práctica, al poner en un lugar dominante la función del deseo que determina el lugar central de la falta, de la carencia en ser (manque à être, en palabras de Lacan), elemento motor que lleva al sujeto de objeto en objeto —en una fuga metonímica que es característica del deseo— y hacia una consumación definida como imposible, porque tropieza con el equivalente de lo que Freud llamó “la roca viva de la castración”, y que Lacan resume en la frase “la relación sexual no existe.” Mientras la psiquiatría tiende a eliminar al sujeto, el psicoanálisis no se la puede pasar sin él; y no sólo al sujeto “paciente” (es más propio decir analizante), sino que en un lugar central de su práctica coloca al “deseo del analista”, como un deseo de que surja la diferencia: a saber, el deseo de que advenga el deseo del analizante. Por lo que el psicoanálisis es el contrario ético de la medicina, las psicoterapias y la psiquiatría. No hay continuidad entre uno y otro, sino ruptura y oposición ética. No hay forma de oponer el discurso del analista al discurso del amo sin una ética.
El pensamiento ético está en el centro de la práctica analítica, pues es el discurso del poder el que se opone radicalmente al deseo. Desde esta ética del deseo advierte Lacan: ¿Qué proclama Alejandro llegando a Persépolis al igual que Hitler a París? —He venido a liberarlos de esto o de aquello. Lo esencial es lo siguiente —Continúen trabajando. Que el trabajo no se detenga. Lo que quiere decir —Que quede bien claro que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mínimo deseo.10 Una oposición del poder al deseo, en función del dominio de la polis y el mundo, que no está tan alejada como pareciera de la práctica psicoanalítica.
Los problemas éticos convergen en la cura analítica, tanto del lado del analizante como del analista. Del lado del analizante, ya advertía Freud, a propósito del superyo, que esta instancia moral se vuelve más cruel a medida que el yo se somete a sus exigencias. En tanto que el analista está comprometido en ver cómo tratar con la moral patógena y la culpa del analizante, además de todos los problemas éticos que han de surgir a lo largo de la cura. Pero el analista no trata de atenuar los sentimientos de culpa, convenciendo al analizante de que no es tan culpable como cree, o intentando desaparecerlos cual ilusiones neuróticas. El analista debe tomar en serio la culpa, pues el sujeto la experimenta por haber cedido en su deseo. Y es que cuando el analizante se presenta con un sentimiento de culpa, el analista debe saber escuchar dónde el analizante ha cedido en su deseo. Desde luego que el analista enfrenta un dilema moral. No puede alinearse a la moral civilizada, pues es patógena; tampoco puede promover una moral libertina. Por lo que el análisis implica una posición ética que se opone al discurso del amo (en forma de psicología del yo, que pretende adaptar el yo a la realidad a través de una ética normativa). En realidad la ética analítica puede resumirse en una pregunta que hace Lacan: ¿Has actuado conforme al deseo que te habita? Se trata de una pregunta que contrasta con la ética de Aristóteles, Kant y otros filósofos. Mientras la ética del bien propone diferentes bienes que compiten entre sí para alcanzar el Bien Supremo, el psicoanálisis ve el Bien como un obstáculo al deseo, pues rechaza los ideales de felicidad y salud (que al asumirlos la psicología del yo, renuncia al discurso psicoanalítico). Por ello el deseo del analista no es el bien ni la cura del paciente. En tanto la ética tradicional vincula el bien al placer (que introduce la problemática hedonista), la ética del psicoanálisis revela la duplicidad del placer, pues hay un límite al placer, que de desbordarse se convierte en dolor (en goce). Mientras la ética tradicional propone el servicio de los bienes, antepone el trabajo y la seguridad de la existencia, aplazando las cuestiones del deseo, la ética psicoanalítica pone al sujeto ante las relaciones entre sus acciones y su deseo. Al respecto dice Lacan: Una parte del mundo está orientada resueltamente en el servicio de los bienes, rechazando todo lo que concierne a la relación del hombre con el deseo —es lo que se llama la perspectiva posrevolucionaria. La única cosa que puede decirse, es que nadie parece darse cuenta de que al formular así las cosas, no se hace más que perpetuar la tradición eterna del poder —Continúen trabajando, y en cuanto al deseo, esperen sentados […] En esa tradición, el horizonte comunista no se distingue del de Creonte, del de la ciudad, más que al suponer […] que en el campo de los bienes, al servicio de los cuales debemos colocarnos, pueda englobar en cierto momento todo el universo.11 Y más delante destaca la ética del psicoanálisis como la que no tiene otro bien que el deseo: —No hay otro bien más que el que puede servir para pagar el precio del acceso al deseo, en la medida en que el deseo lo hemos definido en otro lado como la metonimia de nuestro ser. El arroyuelo donde se sitúa el deseo no es solamente la modulación de la cadena significante, sino lo que corre debajo de ella […] lo que somos y también lo que no somos, nuestro ser y nuestro no-ser, lo que en el acto es significado, pasa de un significante a otro de la cadena, bajo todas las significaciones…12 No hay pues más deseo que el de ser, bajo todas las significaciones posibles. Por lo que Lacan interpreta el imperativo freudiano Wo es war, soll Ich werden (“Donde era ello, debo ser yo”) como un deber ético, y sostiene que el estatuto del inconsciente no es ontológico sino ético. Una ética del psicoanálisis que más delante va de la pregunta por el actuar (¿Has actuado de acuerdo con tu deseo?) a la interrogante de la palabra, que promueve la ética del bien decir. Un bien decir que es en sí mismo un acto. Lo que opone radicalmente el psicoanálisis a la sugestión es pues una posición ética. Mientras la sugestión considera la resistencia a la dominación como un obstáculo que hay que reprimir, el psicoanálisis promueve el respeto al analizante de resistir a la dominación. Las metas del orden médico son: reducir el deseo (ideal del amo), en función del (bien)estar del esclavo, eliminar el desajuste, curar, adaptar, alcanzar la salud mental, etc.
Y es que, al menos como propósito manifiesto, el objeto del orden médico es la enfermedad. Gadamer lo advierte: Basta pensar tan sólo en el carácter paradójico que reviste el momento inicial: se le pregunta al paciente qué le pasa o qué le está fallando. De modo que es preciso enterarse, primero, de que algo no funciona bien. Todo el gran aparato del diagnóstico médico actual consiste en tratar de ubicar esa perturbación […] éstas son las experiencias concretas que todos vivimos, tanto los médicos como los pacientes.13 En cambio, comprometido con el discurso psicoanalítico, lo que el analista le dice al sujeto de la demanda, desde la primera entrevista, es: Le escucho. Una frase que en sí misma deja en libertad el discurso del sujeto. Se trata de una libertad en la que se puede decir cualquier cosa, pero como diría Octavio Paz: una libertad bajo palabra. Desde esta posición ética, el discurso del psicoanálisis se propone la confrontación con los significantes del deseo, con el objeto siempre en desencuentro y con el paso por el canal estrecho de la castración (la experiencia de la falta de saber y de dominio del discurso y del deseo), con lo que se contrapone al discurso médico, a la hipnosis y a la psiquiatría. El psicoanálisis —dice Clavreul— subvierte la noción misma de psicoterapia. La hipnosis y la sugestión eran la prolongación del discurso médico, en el sentido de que el médico influía decisivamente en las ideas exactas que el enfermo tenía que tener […] No hay duda de que muchos ‘analistas’ no han hecho otra cosa que retomar esa posición […] Pero la teoría psicoanalítica no es un cuerpo doctrinario que habría que enseñar, sino el conjunto de pautas que permiten al analista escuchar al paciente.14 Freud, como se sabe, se alejó muy pronto del vocabulario psiquiátrico y del médico, al punto de plantear la autorización como psicoanalistas a los no-médicos. En las Nuevas lecciones de psicoanálisis, observa que en sus comienzos el psicoanálisis no pasó de ser un método terapéutico, pero que desea que el interés no sea exclusivamente éste, sino que se vuelva también hacia las verdades que encierra el psicoanálisis, en aquello que concierne más de cerca al hombre: su deseo.
Para satisfacer la demanda social, el psicoanálisis oficial, desde su posición de amo, que es su forma dominante, se ha fijado metas de adaptación que permiten el reforzamiento de la represión, para que pueda brillar el yo fuerte que ignora la castración y desconoce el deseo. Se trata de la adopción de metas de (bien)estar, que aspiran a la estabilidad, a un estado, en participio pasado —como diría Eugenio Trías en sus Meditaciones sobre el poder—, que niega la existencia (en el que el sujeto encuentra su objeto con el que sutura su falta de saber y logra el equilibrio), y que desconocen lo fundamental del pensamiento de Freud: que los hombres y las mujeres no están guiados por el principio del placer, sino por el Más allá del principio del placer, a través de esta relación imposible que sostiene el sujeto con el objeto “a” (objeto causa de su deseo), y que se expresa en fantasmas que son los elementos de pantalla entre el sujeto y el goce.
Con el psicoanálisis nace una nueva clínica, la de la escucha del discurso del Otro,15 del deseo reprimido, que retorna en las formaciones del inconsciente. Se trata de una clínica de la escucha, que privilegia los momentos en que el discurso desfallece, cuando aparecen los lapsus, los sueños, lo incomprensible, que produce en el discurso un efecto poético. Es en el discurso donde aparecen los síntomas y donde se sostiene una estructura propia de la situación analítica, caracterizada por un sujeto que viene con una queja, una demanda, un sufrimiento para el que pide alivio. Un sujeto que está desgarrado por algo que le afecta y que él desconoce qué es; un sujeto efecto del significante que expresa —a través de su síntoma— algo que está en él: un Otro al que le supone un saber de lo que a él le aqueja.
3. Conclusión
En el campo de la medicina y de la psiquiatría es muy difícil encontrar médicos preocupados por desentrañar su saber, por reflexionar e investigar sobre la actividad y efectividad de su práctica; poseen una técnica, que hasta donde les es eficiente la aplican, pero sin reparar en la pregunta por su técnica, la interrogante en torno al porqué hacen lo que hacen, los límites de ese hacer, mucho menos sobre las posibilidades de otro tipo de saber hacer, pues la mayoría son técnicos no investigadores; se limitan a la práctica que aprendieron en la universidad o en el hospital, renunciando a ser investigadores al menos de los pacientes que atienden. Son filósofos, epistemólogos o profesionales de la antropología médica, los que reflexionan sobre su actividad. En cambio, tratándose del psicoanálisis, son innumerables los trabajos dedicados a cuestiones teóricas que aspiran a esclarecer la práctica, al punto de que se podría decir que en todo análisis se confronta la teoría, y ésta rectifica la misma práctica. Mientras la medicina y la psiquiatría están determinadas por su objeto (la enfermedad), al psicoanálisis sólo le es posible encontrar su objeto al nivel del discurso, siempre en movimiento; el discurso psicoanalítico atiende a una sustancia impalpable: el goce.
Mientras la medicina, asimismo la psiquiatría, sólo usa como elemento tercero entre el paciente y el médico los estudios de gabinete, las recetas y las medicinas, el psicoanálisis coloca como tercero fundamental, entre el analista y el analizante, al lenguaje. Así, el análisis comienza con la consigna, por parte del analista, de que el sujeto diga todo lo que se le ocurra, incluso aquello que no se diría ni a sí mismo; lo que lleva al sujeto a decir más de lo que sabe, abriendo la posibilidad de la articulación de la verdad de su deseo. Es también esta experiencia poética con el lenguaje la que opone radicalmente el discurso del psicoanálisis al discurso del amo, pues el imperativo ético del psicoanálisis trabaja contra la lógica del poder.
Es obvio que quien de entrada otorga el poder al analista es el analizante, a través de la transferencia, que surge ahí donde alguien le supone a Otro el saber que desconoce sobre su propio sufrimiento. Pero no hay que olvidar que la transferencia debe ser analizada hasta disolverla. Aunque la disolución del poder comienza con el descentramiento del analista, que promueve también el descentramiento del analizante, desde el momento en que lo conmina a que sea errático, a que hable sin pensar, a que tenga una experiencia poética, a que hable sin saber lo que dice, a que diga lo que calla, a que exprese los objetos de su deseo. Asimismo, el analista contribuye a develar la relación entre el poder y el goce, que en la lógica del poder se encuentra velada, reprimida (lo que hace que los amos sean tan amados). Mientras el analista no prohíbe el goce, sino que da libre curso al goce de la lengua, a una poética del inconsciente, el amo promete el goce siempre para un futuro próximo (a condición del castigo y la redención). Es el discurso del psicoanálisis —con su apuesta al deseo—, opuesto a la razón médica, el orden médico y al poder, lo que lo sigue haciendo tan irreverente e incómodo no sólo en el ámbito médico, sino incluso en los círculos supuestamente psicoanalíticos.
Notas
1. Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre XX. Encore, 1972-73, París, Seuil, 1975, p. 21.
2. Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre XVII. L’envers de la psychanalyse, 1969- 1970, París, Seuil, 1991, p. 11.
3. Leon Chertok y Raymond de Saussure, Nacimiento del psicoanalista, Barcelona, Gedisa, 1980, p.25.
4. Michel Foucault, Historia de la locura en la Época Clásica, México, F.C.E., 1976, p. 529.
5. Se trata de un nuevo concepto nacido de una ruptura con la concepción dualista cuerpo/mente que generara el término ambiguo de psicosomática. La “Epistemosomática” trataría del análisis epistemológico del discurso sobre el cuerpo. Cfr. Jacques Lacan, “Psicoanálisis y medicina”, en Intervenciones y textos, Buenos Aires, Manantial, 1985, pp. 86-99.
6. Alberto Marchilli y otros, en Lecturas de Lacan, Buenos Aires, Lugar Editorial, 1984, p. 190.
7. Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre I. Les écrits techniques de Freud, 1953-1954, París, Seuil, 1975, p. 29.
8. Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre IV. La relation d’objet, 1956-57, París, Seuil, 1994, p. 288.
9. Ibíd., p. 289.
10. Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre VII. L’ethique de la psychanalyse, 1959-60, París, Seuil, 1986, p. 363.
11. Ibíd., p. 378.
12. Ibíd., p. 382.
13. Hans-Georg Gadamer, El estado oculto de la salud, Barcelona, Gedisa, 1996, pp. 144-145.
14. Jean Clavreul, El orden médico, Barcelona, Argot, 1983, p. 209.
15. El Otro, es el Gran Otro, representado por una A mayúscula (en francés Autre), el orden simbólico, orden del lenguaje, y que está siempre ahí. Es también el discurso universal. Es el Otro cuyo inconsciente es el discurso. Es además el Otro del deseo como opaco al sujeto. Es el Otro Sexo. Es la verdad. Es el tercero (el código del lenguaje) respecto a todo diálogo. Es el Otro de la Ley, la cultura y el lenguaje, etc.