Reflexiones en torno a la pasión, el pecado y el narcisismo desde la tradición judeocristiana

Reflexiones en torno a la pasión, el pecado y el narcisismo desde la tradición judeocristiana  Jorge E. Traslosheros    He sido invitado a este simposio nacional de filosofía y psicoanálisis en que se exploran las pasiones del alma, con el fin de hablar sobre la pasión y el pecado. Tengo que disertar sobre dos conceptos…


Reflexiones en torno a la pasión, el pecado y el narcisismo desde la tradición judeocristiana

 Jorge E. Traslosheros

 

 He sido invitado a este simposio nacional de filosofía y psicoanálisis en que se exploran las pasiones del alma, con el fin de hablar sobre la pasión y el pecado. Tengo que disertar sobre dos conceptos que hoy se manejar con ligereza, no obstante que cada uno de ellos es portador de cerca de cuatro mil años de sabiduría. Confieso el espanto que ello me provoca, pero una deuda mayor de amistad me obliga.

La palabra pecado se ha tornado hoy en día terriblemente pecaminosa; resulta pecado hablar del pecado. Sólo existe una forma correcta de mencionar la palabra prohibida y es asociarla a un objeto de deseo que, precisamente por serlo es perentorio alcanzarlo. Sin embargo, la palabra evoca una de las realidades más lacerantes de la vida humana, uno de los misterios mayores de nuestra existencia, el misterio de la iniquidad, la existencia del mal. Por otro lado, la palabra pasión hoy goza de gran aceptación. Hablar de pasiones es “políticamente correcto”, y de hecho se puede y se debe presumir de ellas en las reuniones sociales. Nadie puede ser aceptado en ciertos círculos a menos que posea alguna pasión cuyo nivel de aprobación está directamente relacionado con su extravagancia. Hoy en día, la voz pasión indica a un deseo vivido con tal intensidad que obliga a su satisfacción y, una vez satisfecho, a volver a desear “apasionadamente”. La pasión refiere al cumplimiento de la simple voluntad sin límite alguno, obviando toda relación con de la inteligencia y la memoria. De las potencias del alma –inteligencia, voluntad y memoria- cuya combinación definen el ámbito de la libertad, nos quedamos tan sólo con la voluntad y a eso llamamos pasión, y al simple cumplimiento de los deseos le llamamos libertad[1].

Hoy he venido a contradecir tal posicionamiento sobre el pecado y la pasión. Ambos términos guardan más de cuatro mil años de sabiduría que no podemos dejar de lado. He venido a cuestionar nuestra moderna y posmoderna soberbia intelectual que nos lleva a pretender reinventar la humanidad en cada nueva generación. Quiero llamar la atención de nuestra inteligencia y memoria, con el fin de mover nuestra voluntad a reconsiderar esta sabiduría acumulada en la tradición judeocristiana. Una tradición expulsada hoy en día de los círculos intelectuales “respetables”, pero que permanece viva en la gente del común, entre la comunidad judía practicante de su religión y entre los cristianos de tradición apostólica de occidente y de oriente, es decir, en la Iglesia fundada por Jesús de Nazaret en el primigenio colegio apostólico.

Cierto es que, por más que los vocablos pasión y pecado reciban significados diversos al original según los medios académicos e intelectuales dominantes, pasión y pecado siguen refiriendo a la misma realidad. El que, en aras de cierta mal entendida originalidad intelectual, se les haya cambiado de contenido y ahora al mal se le vea con simpatía a grado de llamarle el bien, no hace sino revelar la profundidad de la vieja sabiduría. La pasión por el pecado evoca, querámoslo o no, el profundo misterio de la iniquidad, la existencia del mal y por lo mismo la del bien. Tendremos pues, que empezar nuevamente por el principio, por los grandes mitos judeocristianos en los cuales se encuentra representado el origen del mal y del pecado. Nos referimos, por supuesto, al mito de la existencia del demonio y al mito de la creación[2]. Obvio es decir que entendemos por mito una narración cargada de representaciones simbólicas, y de ninguna manera falsedad o mentira.

Al principio era Dios y Dios creó, a su semejanza, espíritus puros portadores de su bondad, belleza y verdad, todos ellos libres en su voluntad. Creó ángeles y arcángeles. Uno de ellos, llamado Luzbel decidió rebelarse contra su creador. Una elección originada en un sentimiento, en una pasión gobernada por la envidia y la soberbia. Quería ser más que Dios, es decir, más bello que la misma belleza, reinventar a Dios y reducirlo a imagen y semejanza de Luzbel. Por decisión propia el arcángel fue expulsado de la presencia de Dios y por haber sido definitiva su elección quedó imposibilitado de toda reconciliación, de recuperar su amistad con su creador. Por su decisión perdió el paraíso para la eternidad, quedó condenado a la contemplación de sí mismo, es decir, a la soledad, al aislamiento. Ínsula de ínsulas, el demonio quedó atrapado en su propia envidia tornándose eterno enemigo de Dios, de la creación y del ser humano. Esta es una primera explicación mítica del origen del pecado y del mal. Su complemento es el mito del pecado original.

El Génesis nos dice que al principio era Dios y que Dios creó. Que aquél que es la summa belleza y verdad formó todo cuanto existe y que todo fue inundado de su bondad. Creó los cielos, las aguas y la tierra, los animales, los minerales y las plantas y, complacido, observó que todo cuanto había creado era bueno. Pero faltaba algo, la creación estaba incompleta. Por eso en el último día formó un ser a su imagen y semejanza, es decir, un ser con vocación de vida eterna, plenamente libre. Creó al Hombre. Pero el ser humano, engañado por el demonio, se llenó de soberbia, desobedeció y quiso ser como Dios. Pretendió suplantar a Dios inventando un Dios a su imagen y semejanza[3]. El ser humano quiso ser como Dios, pero sin Dios, antes que Dios y no según Dios[4]. Una elección equivocada que le hizo perder el paraíso.

Sin embargo y a diferencia del demonio, el error del ser humano no fue definitivo. Tan sólo dio paso a que su naturaleza se viera herida, dañando en el lance su bondad y su justicia originales. Tal es el sentido del llamado pecado original que dio paso a la muerte, a la vergüenza, a la envidia, al abandono de toda responsabilidad por los demás y a su destrucción; consecuencias terribles, cierto, pero nunca definitivas. El ser humano, icónicamente representado en Adán y Eva, puede reconciliarse con Dios, pues así Él lo prometió. Es decir, encima y primero que el pecado original existe la bondad original y por ella la posibilidad del reencuentro con el bien, la posibilidad de la redención.

El pecado, en su origen, es el rechazo definitivo o parcial del bien original que todo lo inunda. Sólo seres con vocación de eternidad, informadas por la voluntad, la inteligencia y la memoria, plenamente libres, pueden llevar a efecto semejante rechazo. El pecado es un acto libre de enemistad con Dios, con los demás seres humanos y con uno mismo, una ofensa cuya consecuencia es la pérdida de las relaciones justas y buenas. El pecado, así representado, evoca toda elección humana que conduce al mal y que se continúa en el mal por un acto simple de la voluntad. Sin embargo, lo que en el demonio es definitivo, en el ser humano es, o puede ser, tan sólo transitorio por la simple razón de que la bondad y justicia originales perviven en su naturaleza. Esto quiere decir que es propio de la condición humana el debate, el luchar de manera permanente entre el bien y el mal libremente elegidos. El bien habrá de conducir a la reconciliación del Hombre consigo mismo, con sus semejantes, con la creación y con Dios. El mal, le arrastrará a la destrucción de todo lazo de unión, es decir, a la soledad, el aislamiento, la desesperanza, que eso precisamente es lo que evoca la palabra infierno. La caverna obscura y solitaria, ajena a toda esperanza, el lugar propio de los demonios.

La voz pasión, en su significado original, nos conduce a un punto distinto al que actualmente supone. Lejos de indicar un deseo incontrolado, tan sólo significa sentimiento, emoción, inclinación de la sensibilidad sin que sea de suyo buena o mala. Esta neutralidad de la pasión es fundamental para entender su relación con el pecado. La bondad o maldad de una pasión está referida a la inclinación de la voluntad y la elección que de ello se derive. Si la voluntad se dirige, normalmente orientada por la inteligencia y la memoria, hacia lo bueno y lo justo entonces esa pasión, esa inclinación, será buena y habrá que llamarla pasión por el amor. Si, por el contrario, se inclina a la enemistad, a la renuncia del amor y se elige en consecuencia, entonces será necesariamente mala. Las consecuencias de la pasión por el mal, que tal sería la pasión por el pecado, son cuidadosamente representadas en la tradición judeocristiana, primero por el pecado de idolatría y, después y en unión con el primero, por el pecado que implica el abandono de nuestros semejantes.

El primero de los mandamientos en la tradición judeocristiana es amar a Dios por sobre todas las cosas. Por lo mismo, el máximo pecado es la idolatría que consiste en sustituir a Dios con las cosas. Implica reducir el misterio de Dios a un simple objeto y como tal manipularlo. El vellocino de oro es el icono de semejante operación. Se adoran las cosas que han tomado el lugar de Dios. En realidad es el ser humano quien se proyecta en las cosas o pensamientos productos de sus manos e inteligencia y, en un acto de auto-adoración desconoce a Dios. Por la idolatría el Hombre desconoce su condición de criatura y pretende ser como Dios.

La idolatría no sólo desconoce a Dios, también conduce al abandono del prójimo. Al momento en que Adán y Eva deciden desconocer su condición de criaturas, dan paso a la vergüenza y la muerte. Caín siente envidia por Abel, y por no sentirse responsable de su hermano le quita la vida. Después del fratricidio Dios pregunta a Caín por Abel y éste simplemente responde que no es guardián de su hermano[5]. Por eso en el Nuevo Testamento el pecado de idolatría se iguala con la falta de amor al prójimo. Jesús de Nazareth, al ser inquirido sobre el más importante de los mandamientos responde en sentido diametralmente opuesto a las palabras de Caín: Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo, y el segundo es semejante al primero[6]. Amar a Dios es amar al prójimo[7].

Puesto en términos contemporáneos, podemos afirmar que en la tradición judeocristiana el pecado es en realidad un acto de narcisismo. El ser humano desconoce a Dios y a su prójimo[8], para constituirse en la vara que mide todo cuanto le rodea. El Hombre absolutiza su condición, se siente el centro del universo y, en un acto de auto-contemplación reduce todo, incluyendo a sus semejantes, a simples cosas, a objetos de uso cuya utilidad radica en cumplir sus deseos que, por otro lado, son imposibles de satisfacer pues Narciso se ha condenado a sí mismo a desear el deseo, a desear apasionadamente. El narcisismo establece un círculo de destrucción pues todo es reducido a cosas que se usan y se desechan. Narciso se hace ajeno al mundo y pretende someterlo a su capricho, a su llano servicio. Enajenado sólo atina a cosificar cuanto le rodea.

El narcisista está atrapado en una espiral de destructividad y puesto que esta dinámica constituye su única realidad debe justificarla moralmente. Toda vez que se piensa como la medida de todas las cosas, todo cuanto haga y diga será considerado correcto y bueno. Él es la representación del bien. Y es entonces que hace presencia la forma más terrible del misterio de la iniquidad, que es cuando el mal se hace pasar por el bien creando terribles confusiones. No importa cuan malvado pueda ser el narcisista, cuanto mal pueda hacer, cualquier acción es pensada y presentada como necesaria en la consecución de un bien presente o futuro, principalmente en el futuro[9].

Existe una clara analogía entre el pecador y el narcisista. Ambos están inmersos en dinámicas de auto contemplación que desencadenan procesos de cosificación y enajenación[10]. La pasión por el pecado y el narcisismo no son otra cosa que la pasión por la destrucción de todo lazo de unión entre las personas y con la creación, de suyo una forma de “relación-no relación” que puede terminar por configurar una cultura de muerte[11].

 Narcisismo, enajenación y cosificación, tal es la realidad humana que evoca la pasión por el pecado, el misterio de la iniquidad. Una libre elección que, de convertirse en definitiva implicaría la renuncia a toda bondad, que acabaría con todo lo humano que pueda haber en el ser humano condenándolo a vivir en la auto contemplación, el aislamiento y la soledad. El narcisismo, como el pecado, tienen el potencial de transformar al ser humano en un demonio. En esa criatura que, por voluntad propia, enajenó de sí mismo el paraíso. La terrible realidad contenida en el mito del infierno y del origen del mal está al alcance de nuestra voluntad.

Sin embargo el ser humano, a diferencia del demonio, sí tiene elección y está llamado a la trascendencia. Sus elecciones pueden no ser definitivas y es que el único dato definitivo de toda la creación es su bondad original a la cual siempre se puede volver del mismo modo en que se le abandona: por actos de la voluntad, siempre y cuando se informen por la inteligencia y la memoria, es decir, por la libertad. Si observamos con cuidado el pecado, puesto que en el fondo supone el ejercicio de la simple voluntad en ausencia de la inteligencia es, a final de cuentas, un acto de estupidez. La elección del bien, por el contrario, el principio de toda sabiduría.

Siempre será posible para el ser humano recuperar la amistad con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Esta apertura a la esperanza está representada por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Sea que le tomemos como mito, o como verdad histórica, el evento fundacional del cristianismo supone la aceptación de un camino correctivo que al mismo tiempo de ser señalado por Dios a los Hombres, sólo Dios encarnado pudo se capaz de vivir. Cargar con los pecados del mundo es algo que sólo Dios puede hacer; pero asumirlo en un acto libre arrostrando el dolor y el temor requiere de profunda humanidad. Así, Jesucristo, por necesidad, es Dios y es hombre verdadero.

La pasión de Jesucristo es la pasión por el amor vivido a plenitud, el sacrificio por amor en beneficio de todos los seres humanos pasados, presentes y futuros. Es el amor y la renuncia al mal predicado en el Sermón de la Montaña, afirmado en las bienaventuranzas, vivido a plenitud en el calvario y aceptado en definitiva por Dios en la resurrección de Jesucristo. Es la redención la que da sentido y razón de ser al pecado original, la que informa nuestra humanidad y no el pecado. El ser humano es libre y por lo tanto debe elegir entre el pecado y la redención. El Hombre es, por necesidad, un ser moralmente constituido y desde su moralidad tendrá que elegir y, si quiere vivir, tendrá que hacerlo sabiamente[12].

En la tradición judeocristiana el pecado, cualquiera que sea la forma que tome – idolatría, egoísmo, narcisismo, soberbia, etc. – se combate por el reconocimiento de ser criatura, por el reconocimiento de la existencia del otro, la humildad de saberse único, necesario y también necesitado, es decir, con amor. La pasión por el amor radica en reconocer que todo nos es dato por el otro, que todo nos viene de los demás. Pero implica, a su vez, asumir una realidad más difícil de aceptar y es el hecho de que yo soy el “otro” de los demás. Que de igual manera en que todo me es dado; todo lo tengo que entregar. Plena apertura y plena entrega, tal es el misterio del amor comprendido en la ley de la donación de sí mismo: más soy mientras más me doy; más recibo mientras más me entrego.

La pasión por el pecado se confronta con la pasión por el amor. El narcisismo con la ley de la donación de sí mismo. Hoy en día la confrontación se nos presenta como el dilema entre ser individuo y ser persona; como la oposición entre el relativismo y su contrario que es la unidad en la diversidad. El individuo es un ser apasionado por el pecado, por la satisfacción narcisista de las inclinaciones de su simple voluntad. Observa el mundo y a los seres humanos como cosas, cual simples satisfactores de sus deseos. Es un ser aislado, sin contacto profundo con su interior ni con el exterior, que tan sólo puede sentir la vida a nivel sensual, que necesita del ruido –cualquier clase de ruido- para sentirse vivo y mientras más estridente sea mejor. Busca muchas voces para acallar su propia voz, o bien busca que nadie invada su voz y por lo mismo evita entrar en armonía con otras voces. Por eso el narcisista construye su discurso particular que se convierte, por su propia lógica, en el mejor y por lo mismo en el único dotado de bondad, su discurso es la única voz posible. Las demás voces deben ser acalladas por la fuerza de ser necesario, lo que no siempre es posible. Por eso, en lo que logra imponerse a las demás, Narciso se esconde detrás de un discurso en apariencia tolerante, pero que sólo refleja su desprecio por las demás voces. La gran coartada del narcisista es el relativismo.

Contra lo que parece, el relativista no respeta las voces de los demás pues no dialoga, no es capaz de reconocer la verdad o falsedad objetivas existentes en las demás voces y por lo mismo tampoco en la suya. Es una ínsula en un mundo de ínsulas. Cada uno con su voz, cada quien con su verdad. No hay diálogo ni encuentro posible. Se ha renunciado a La verdad en aras de una verdad siempre relativa. De suyo, el relativismo es parte de la tiranía del pecado a la cual nos somete el narcisismo. El relativismo es la voz del narcisista, la gran coartada, un mal disfrazado de bien que se oculta en un llamado a la tolerancia. Pero el precio es el aislamiento, la soledad, la muerte de la inteligencia y la memoria, es decir, la muerte del alma, el infierno. Y este congreso, quiero recordar, trata de las pasiones del alma.

Por el contrario, un ser humano puede revertir los procesos de individuación y optar por ser persona, un ser capaz de reconocerse a sí mismo con objetividad, necesitado y necesario al mismo tiempo. La persona se sabe diferente, única, irrepetible y por eso se abre generosamente a los otros. La persona es capaz de unirse a las demás personas, de dialogar, de reconocer su subjetividad y también la de los otros, su riqueza en la riqueza humana de los otros. Para una persona toda relación humana es un descubrimiento permanente que necesita del silencio para contemplar la belleza contenida en todo ser humano, su bondad y su verdad. Apasionado por el amor vive en y del respeto a lo que cada uno tiene de irrepetible. Sabe que su voz forma parte de un concierto, de una sinfonía de voces que buscan La Verdad porque saben que existe. Una persona es capaz de reconocer lo verdadero en su voz, como lo puede hacer en las demás voces. Contra todo relativismo, se goza en lo que hay de único dentro de la diversidad, en afirmación de esa diversidad que es vista no como amenaza, a diferencia del relativista, sino como oportunidad. La persona, apasionada por el amor, vive a plenitud la verdad, la bondad, la belleza, vive con pasión la unidad presente en la diversidad y disfruta la diversidad[13]. En la tradición judeocristiana los profetas y los santos son los más universales de los hombres y lo son precisamente porque han vivido su particularidad a plenitud. El santo por excelencia es Jesús de Nazaret, porque es la persona en la se encuentra en un solo ser la universalidad que es Dios, encarnada en un ser humano específico, inserto en el tiempo, el espacio y la historia. Es la unidad en la diversidad.

Si aceptáramos que el mal no existe y que todo predicado sobre el pecado es relativo a quien lo pronuncia, a cada individuo, estaríamos renunciando a toda inteligencia y rindiendo toda memoria ante la destructividad humana. Aceptar el relativismo es justificar a Stalin, Hitler, Bush, Bin Laden, a cualquier dictador de cualquier tipo y tiempo pues, según ellos y en sus propios términos, hicieron y hacen el bien, lucharon y luchan contra los demonios, cualquiera que estos sean. Relativizar el pecado y el mal es tanto como aceptar que los asesinos de ciudad Juárez tienen razón y que tienen derecho a cometer sus crímenes. Es afirmar que todos ellos, en función de sí mismos, en sus propios términos, dijeron y dicen una verdad y actuaron y actúan justificadamente en razón de ella, pues toda verdad es, a final de cuentas, relativa. Relativizar la existencia del pecado es tanto como afirmar que el mal es tan sólo un producto de la imaginación humana. Es aceptar las dinámicas de la destructividad como válidas, es colaborar con una cultura centrada en la muerte.

La tradición judeocristiana nos revela que el mal y el pecado son, por el contrario, realidades tan objetivas como objetivas lo son la verdad y el bien. Aceptar nuestra condición de seres libres implica comprometernos con todo lo bueno y lo justo, ejercer la voluntad orientada por la inteligencia y la memoria. La libertad implica comprender que el mal no tiene, no debe tener la última palabra, que el horizonte último y final del ser humano es la redención, por la simple razón de que todos compartimos la bondad original de todo cuanto es y cuanto existe, de todo cuanto ha sido creado por Dios. La sabiduría contenida en la tradición judeocristiana nos devuelve la objetividad del mal y por lo mismo de La Verdad, nos entrega la posibilidad real de luchar contra todo aquello que daña a las personas. Se trata de una sabiduría que no opera en exclusiva para el creyente, que se extiende a todos los hombres y mujeres de buena voluntad con vocación de construir un mundo centrado en la dignidad humana, en el misterio del amor. Es cierto que ha llegado el tiempo de destronar nuestra soberbia intelectual y volver la vista a las grandes lecciones de la sabiduría acumulada en la experiencia milenaria representada, en este caso, por la tradición judeocristiana.


[1] Sólo existe una pasión prohibida, y es aquella que está en el fondo de la explicación de la pasión de todo ser humano: la pasión de Jesús de Nazareth en el siglo primero de la era por él fundada. 

[2] Mito como sabiduría representada en una narración simbólica. Muy lejos de su connotación de relato mentiroso.

[3] De hecho se invierten los términos de la creación. Dios crea al Hombre a su imagen y semejanza. Por la soberbia, ahora es el Hombre el que pretende crear un Dios a su capricho. Tal es el pecado de idolatría que veremos más adelante.

[4] Así lo expresó San…. El confesor

[5] Explicar con detenimiento en el artículo extenso….

[6] PROFUNDIZAR…

[7] Si bien amar al prójimo es agradable a Dios y condición de salvación; lo cierto es que el creyente también se el exige el amor a Dios; el testimonio en su propia vida del amor de Dios por el ser humano, se le exige confesar con obras y palabras, dar testimonio del Dios vivo. Confusión que llegó a errores… Creyendo que la correcta acción era lo único importante. Al creyente se le exige ambas cosas: ortopraxis sustentada en la orto-doxia.

[8] Acciones inseparables pues es imposible reconocer a Dios a quien no se ve sin trabar contacto amoroso con prójimo a quien sí se ve, y les desconoce

[9] Profundizar… el aborto, la clonación, la experimentación con embriones, la eutanasia, etc. El mal no triunfa cuando….. etc. Por razones raciales, sexuales, de clase social, nacionalistas, por mil razones que siempre se presentan como justas y justificadas, el narcisismo predica y afirma la bondad final de sus acciones. El es la medida de todas las cosas.

[10] Tan claramente explicados por Carlos Marx en sus manuscritos filosóficos, y muchos más por distintos caminos: Mounier, Maritani, Lévinas, Fromm, etc.

[11] La pasión por el pecado entendida como narcisismo supone la afirmación de la simple voluntad en ausencia de la inteligencia y la memoria, la renuncia a la experiencia y sabiduría acumuladas por siglos.

[12] En la tradición judeocristiana lo contrario del pecado no es la virtud, sino la redención. La virtud es tan sólo una inclinación de la voluntad al bien, es decir, la pasión apasionadamente vivida por el amor, la verdad, la belleza y la bondad supremas que es Dios. Así de sencillo.

[13] El católico es una persona con vocación universal, abierta a toda manifestación humana, el católico es y debe ser la persona más universal y siempre capaz de descubrir a Dios en cada cosa creada, en cada manifestación humana, diseminando la esperanza sustentada en la bondad original de la creación