Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer»

Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer» Reseña  Ricardo García Váldez Fendrik, Silvia I. (1997). Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer». Buenos Aires: Corregidor El diagnóstico de anorexia es, de entrada, un enunciado fuerte; es una categoría diagnóstica que adquiere resonancia en distintos planos si -como es el caso- quien lo enuncia está colocado,…


Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer»

Reseña

 Ricardo García Váldez

Fendrik, Silvia I. (1997). Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer». Buenos Aires: Corregidor

El diagnóstico de anorexia es, de entrada, un enunciado fuerte; es una categoría diagnóstica que adquiere resonancia en distintos planos si -como es el caso- quien lo enuncia está colocado, en tanto mujer (psicoanalista), en una lectura arqueológico-genealógica de problematización de la misma.

Es en el terreno de la Iglesia cristiana en el que la autora incursionará a partir de la emergencia de este signo del deseo entre santas o poseídas por el demonio, en medio de las cuales existe, más que una antítesis, una «notoria continuidad de estructura», según afirma en la página 88 del texto que nos ocupa. Desde ahí va a arribar, con sólidos fundamentos de análisis histórico, a la crítica radical de que la anorexia sea solamente «una patología de fin de milenio».

El más reciente libro de Silvia Fendrick se intitula así: Santa Anorexia. Viaje al país del «Nuncacomer». En él hace hablar a la anorexia. De las mujeres anoréxicas místicas narra fragmentos de su ya de por sí fragmentada historia tomados de «los registros escritos de sus vitas«, es decir, de sus biografías. De las perseguidas y ajusticiadas por la Inquisición nos transmite lo que sólo se sabe secundariamente. Así, las vitas dan cuenta de la tragedia singular de las santas, al tiempo que sirven de referente tangencial de la tragedia colectiva, aunque singular, vivida por esas otras mujeres para quienes el ajusticiamiento inquisitorial fue, paradójicamente, su única salida ante la aparente inminencia de la muerte misma: las brujas.

Si bien es un estudio sobre el deseo de comer nada y sus circunstancias (motivaciones inconscientes, «víctimas», tratamiento religioso judeo-cristiano, médico, cultural, psicológico y demás), resulta que, en tanto fenómeno, es también un significante-analizador de las diferencias socioculturales en las vidas del hombre y la mujer que lo viven.

No obstante, el feminismo -en su consideración reduccionista de que la anorexia es, por excelencia, una cualidad de género, donde se trata de convencer a los «machos» de la fortaleza física y espiritual de las mujeres para resistir las imposiciones- obtura la ventana que permite asomarse y vislumbrar mejor esta manifestación del deseo inconsciente marcado por la historia.

Algo fundamental que es posible apreciar desde la primera lectura del texto es la búsqueda que la autora hace de las herramientas que le permiten pensar y entender aquello que, siendo tan humano y tan cercano, nos resulta tan ajeno e incomprensible, tan inefable: el hambre de símbolos. La autora aborda el tema por dos vías diferentes, si bien indudablemente complementarias. A partir de los registros escritos de las santas, cuyo paradigma es la carta que envía Catalina de Siena a su confesor, así como de la transmisión oral de las leyendas de místicas y brujas, emprende por un lado un análisis documental y por el otro un estudio con referente clínico -en esta ocasión desde la psiquiatría, a través de dos mujeres cuyo rechazo sistemático de los alimentos las hizo converger en un punto más allá del tiempo que las separó. He ahí dos historias iniciales: de La Salpetrière a Aluba. La autora misma señala el propósito de la revisión tanto de la historia como del caso cuando nos indica textualmente que se trata de «cuestionar los lugares comunes que insisten en considerar a la anorexia como ’una patología de fin de milenio’». Así, logra reconstruir la serie de circunstancias que antecedieron al hecho contemporáneo de la anorexia con el objeto de poder destacar el interrogatorio de «las marcas invisibles de una historia inmemorial que sin que [las anoréxicas] lo supieran, estaba escrita en sus cuerpos».

Aquí valdría la pena detenernos un poco y preguntar a Silvia Fendrick una y otra vez para qué lo hace, no con el propósito de interrogarla sobre la utilidad de su trabajo sino con la intención de que nos transmita algo de las insospechadas consecuencias clínicas de haber trabajado esos testimonios dejados de lado por la historia oficial. La palabra de la mujer en el convento -y la misma autora permite pensarlo- sólo existe en tanto sujeta de Dios.

Así, ¿cómo «darle voz» a esas mujeres para que narren frente a otro su historia, para que las escuche otro, para eventualmente construirse de otra forma, en condiciones de espacio-tiempo diferentes? ¿Cómo hacer para que sea aceptada la inexistencia de un significante universal de La Mujer, «necesario» para darle a la historia singular de cada una (tomada una por una) el lugar de soporte del discurso colectivo de lasmujeres? ¿Cómo evitar que sean llevadas al extremo de transgredir el límite, en la lógica del goce del cuerpo, aunque ello implique morir en vida? Silvia se preocupa por recordarnos la advertencia del psicoanálisis: «se trata de soportar el enigma que representan» (p. 141), en tanto que «no hay clones de Ella».

De esta manera, las historias que nos ofrece la autora se convierten en testimonios de ese ser hambriento de símbolos que, en su lucha por la subjetivación, sólo puede enfrentase a la triple raíz lacaniana de la falta; de la mujer anoréxica, esa que habla, desde los tres de Lacan, de la nada: privación de alimentos en lo real del cuerpo, frustración en lo imaginario de la cultura que no logra con sus imágenes dar constancia del rasgo «esencial» de su ser femenino, y castración en lo simbólico de la intimidad subjetiva, donde se finca su posibilidad histérica, su posibilidad de hacer síntoma. Estas mujeres han denunciado a lo largo de la historia aquello que las ha llevado al lugar de portadores sanos de un significante, en un proceso en el que, de una forma u otra, el amor del padre hacia su hija-mujer (que al mirarla mirar la père version propia de ésta) es causante, en el sentido de que engendra los elementos de estructura necesarios para, en un segundo tiempo, reinstalar el «universo hipersexuado del mundo de la infancia» a través del síntoma anoréxico, que, a decir de la autora, se debe al afán de no correr el destino de una madre portadora en tal caso del enigma que re-presenta.

Pero retornemos, en otro orden de ideas, a la estructura. Puede reconocerse que el libro proviene ―principalmente y en primer lugar― de un recorrido histórico de matiz foucaultiano al trabajar una arqueología de saberes sobre la anorexia. Así, deriva de manera importante de una correspondencia metodológica con Michel Foucault al historizar el país del «Nuncacomer» (con sus comillas muy bien puestas). Religión y cultura resaltan significativamente al tomar esta vía. En segundo término, de la crítica al saber médico, que en sus abordajes fisiológicos o psiquiátricos ―con dos fragmentos de historiales clínicos incluidos al inicio del texto― no logran tampoco decir el ser femenino. Por último, de una lectura psicoanalítica sintetizada en un epílogo que (¿será cuestión de gula?) continúa pareciéndome breve.

Valga tal precisión contextual para entender cómo, a pesar de ser este libro un abordaje de las huellas invisibles de una historia inmemorial de la anorexia ―lo que la desbanca del estatuto de la moda―, la estrategia metodológica, mediante su dispositivo de análisis, distingue la singularidad de las (y eventualmente los) sujetos anoréxicos a los que intenta comprender en su conjunto.

La bruja, por su parte, está representada -en ausencia― por los datos obtenidos de los expedientes de la Inquisición, con todo lo que ello implica en cuanto a la sustitución de su palabra por la palabra de los funcionarios del sistema inquisitorial. La Santa, en cambio, está encarnada en presencia por su palabra (hablada o escrita) con fragmentos de su vida recuperados a través de su narración. Pero detengámonos más en la estructura de la obra para ver la forma en la que la autora define su campo de análisis y construye sus estrategias metodológicas para obtener información e «intervenir» en el terreno.

El texto se divide en siete capítulos antecedidos por una introducción y complementados por el epílogo de corte psicoanalítico al que ya me he referido, y que resulta muy pertinente a los efectos de un estudio serio de la anorexia.

El primer capítulo, «Las poseídas de Morzine», establece una pregunta: ¿por qué, aunque la Iglesia convoque -en contradicción con su pasado inmediato donde los exorcismos eran la respuesta― al saber médico, éste no es capaz tampoco de responder por qué son las mujeres quienes expresan, fundamentalmente con el síntoma de la anorexia, la falta de elementos simbólicos para dar cuenta de las fallas o de las contradicciones?: «¿Por qué el diablo que todos quieren expulsar de la aldea, el diablo de las nuevas ideas que afectan las tradiciones, se apodera del cuerpo de las hijas?» (p. 19). Se trata de plasmar la idea de un ingreso a la modernidad que se extiende hasta nuestros días (a través de un diablo que no termina de ser exorcizado). Cabe destacar que como consecuencia de este pasaje el poder de la Iglesia queda seriamente cuestionado. El universo de poseídas que se conformó queda así constituido pordemonópatas, histerodemonópatas, histéricas y finalmente anoréxicas, según el contexto ideológico, religioso o médico-científico en que se inscribieran.

En el segundo capítulo, «El saber sobre la mujer en el siglo XIX», la autora hace hablar a la psiquiatría de Briquet y del gran Charcot. En el manejo de archivos de esta naturaleza se nota en Fendrick no solamente la pericia de la investigadora experimentada, sino una chispa contagiosa, pues entre otras cosas afirma que el espíritu que habita a las histéricas de Briquet no es santo como él lo quiso, y «sin ninguna duda prefiere a las mujeres de raza blanca» (en virtud del atributo de la blancura de la piel femenina como un argumento del psiquiatra para explicar la razón corporal del gusto del espíritu al preferir mujeres). Así, tendríamos no sólo un diablo racista, sino puras santas güeras. De la lectura de los dos autores mencionados, Silvia organiza un anexo al Petit Robert seleccionando y clasificando algunos de los usos figurados del término histeria en su uso corriente. Como resultado de todo ello, en las páginas 34 y 35 aparece un listado en el que se puede observar la preponderancia del género femenino y el desconocimiento de las bases neurológicas establecidas por la psiquiatría. Más que a un concepto, nos enfrenta aquí a una serie de construcciones en las que, de manera definitoria, interviene el dispositivo imaginario que incluye miradas, escenas, simulación, exageraciones y demás, pero que está en direc-ta relación con un sujeto producido por la institución psiquiátrica, dejando de lado ―aunque sin anularlo totalmente gracias al recurso ya superado de la hipnosis― el sentido del discurso de ese sujeto que hasta el momento de convertirse en anoréxico se encontraba, valga la expresión, al interior del ámbito de otras prácticas institucionales relativamente independientes de las instituidas por las nuevas formas de abordaje de la histeria, originadas en esta psiquiatría que, con Charcot, liberaba a la misma de su origen etimológicogriego y, por consiguiente, de los tratamientos que se aplicaban, en gran parte, por ese origen. Esto, por otro lado, da fe nuevamente de que el síntoma anoréxico de santas, poseídas o modernas resulta, como la autora lo supone, de una trama discursiva que podría tener un sentido muy distinto si estas mujeres narraran su acto de comer nada ante un otro que no sea un empleado de la institución psiquiátrica o religiosa y mediante un dispositivo distinto del utilizado por estos funcionarios que interrogan sometiendo, a la usanza de cualquier sistema judicial que forcluye siempre la escucha de la verdad del síntoma.

Una conclusión de la autora al final de dicho capítulo refleja de manera precisa el estupor frente a lo supuestamente conclusivo de los enunciados asentados en la historia oficial y que aparece como un leitmotiv del texto: «Aun los más anticlericales y ateos reconocerán finalmente que, si bien la Iglesia ha cometido imperdonables crímenes, también, sin ninguna duda, aunque se niegue a reconocerlo, ha sido engañada por las histéricas. Sobre todo por las santas» (p. 47). Esta cita produce una doble sensación: por un lado, que lo que faltaba ya está cubierto por el texto procedente de la mano de la doctora Fendrick, o bien que podría ser el motivo para continuar el estudio hasta el punto de explicitar la trascendencia clínica hacia donde nos encamina como «especialistas» de la subjetividad. Para sostener esta sensación-petición, recurro a un Foucault que, escribiendo en el contexto de la criminalidad sobre el caso de Pierre Rivière, considera que «no habría discurso científico capaz de añadir o recubrir lo ya dicho por el testimonio del parricida». Cabe recordar que lo que Foucault hace con el testimonio de Pierre Rivière, en relación con los demás discursos, es parte del trabajo de un Foucault que persigue otros propósitos [2]. En igual forma que como lo ha hecho Silvia Fendrick con santas, poseídas y anoréxicas, la palabra del criminal de Foucault es obtenida a través de un arduo trabajo de archivo histórico. No es posible escucharla (lo cual no tiene importancia para los efectos de su trabajo). Circunstancialmente, en cambio, la de algunas santas anoréxicas de Fendrick viene del expediente de vitas, que aunque tal vez equivale al archivo histórico, no es tampoco la única fuente utilizada para arribar al testimonio de la vida de tales mujeres.

En los «Pactos de la Iglesia», que es el capítulo tercero, Fendrick insiste en la profunda perturbación que sufre la Iglesia por la facultad de las santas de vivir sin alimentos. Recurre al saber del MalleusMaleficarum, donde se confirma su idea de continuidad entre santa y poseída, pues, a su decir, la equivalencia entre mujer y bruja en ese texto es una constante. Termina con algunas conclusiones que son resultado del análisis anterior. Destaca la característica del Demonio como único Amo al que Dios le dio el poder de provocarlo. Así, el falo del Demonio sólo pertenecería a Dios. El capítulo es interesante y extenso.

Los motivos de Catalina de Siena, en el capítulo cuarto, son explicados básicamente a partir de que el ayuno anoréxico, como rasgo de las santas, era la reivindicación de la autonomía y rebeldía a acatar tanto las opiniones terrenales como las de la propia Iglesia en materia de alimentación: «…autonomía y rebeldía a las que se sumaban los profundos estados de éxtasis erótico que alcanzaban mediante las visiones en las que se alimentaban con la carne y el cuerpo de Cristo». Santa Clara de Asís, Hadewijch, Benvenuta Bojani y Colomba de Riete compartían la característica voluptuosa del desenfreno sexual.

El capítulo cinco da fe del engaño a través del saber médico. Ann Moore, Sarah Jacob y Mollie Fancherpermiten de manera paradigmática ratificar la conexión entre anorexia, histeria y adolescencia femenina, donde las fasting girls terminaron denunciando tanto su horario como su condición predilecta para ingerir alimentos: por la noche y a escondidas. En muchos de los casos, los testimonios orales, además de conmovernos, nos convocan para jugarnos como «especialistas» ante lo angustiante del acto de las anoréxicas, e intentar explicaciones de las causas de esta sinrazón. Paradójicamente, como sujetos «especialistas de la subjetividad», en el juego imaginario de la cultura siempre estaremos convocados no solamente a hacer decir, sino a decir, decir para obturar rápidamente con respuestas y más respuestas lo que hace agua por todos lados; para comprender, aun cuando siempre haya algo imposible de ser dicho (como los científicos en el caso de Pierre Rivière).

En el sexto capítulo, «La mujer fatal y la atracción del abismo», se establece otra hipótesis importante. Cito in extenso el párrafo final de la página 122: «No estamos lejos de pensar que los ideales del romanticismo hechos trizas, pero huellas significantes al fin -fracaso del padre, madre omnipotente, hombres consumidos en la búsqueda del ideal, mujeres etéreas hambrientas de símbolos que no las consuman-, constituyen la trama discursiva inconsciente en la que se sostienen los síntomas anoréxicos de nuestro tiempo. Trama discursiva que hereda a su vez una ’esencia’ de lo femenino que ni Dios ni el Diablo lograron capturar». Sin duda es una hipótesis comparable por su trascendencia a la que establece la función de la mirada del padre como caldo de cultivo para el surgimiento del síntoma anoréxico.

El capítulo siete, «El estado de las cosas», es trabajado de otra forma. Se trata de una evaluación de las explicaciones. Para tal caso queda ubicado un núcleo trazado por la siguiente secuencia: enfoque cultural→enfoque psicológico→bi-enfoque cultural/psicológico. Respuestas, respuestas, respuestas, va a decirnos la autora; respuestas con suficiente fuerza lógica e ideológica para alimentar a quien quiera in-formarse. En todos los casos se puede observar la bulimia metafórica de la abundancia de criterios, donde cierto menú psicoanalítico es tan generador de confusión como el mismísimo conductismo actual, que retorna, en su pretendida modernidad, a los métodos de la psiquiatría del siglo pasado.

Por último está el epílogo. Mi propuesta, a partir de las consideraciones hechas hasta aquí, es que el lector lea con detenimiento este capítulo, que es, al final de cuentas, el que le da sentido al libro, y que lo relacione con el texto en su conjunto. Se trata, como ya quedó asentado, de leer la palabra de la mujer anoréxica rescatada de la simple moda gracias a la intervención de un trabajo formal como el que nos presenta Silvia Fendrick. Palabra dicha que apunta, como lo hemos visto, a planos muy diversos, entre los que -a riesgo de caer en reiteraciones- deben destacarse, a saber:

  1. a) el del testimonio de la mitificación de La mujer, con el objeto de desmontar clínicamente una imposibilidad, donde la construcción de la subjetividad singular implique a la Una y no a la Ella como clon;
  2. b) el del sujeto femenino que se construye contando la historia de sí, en tanto yo alienado en un Otro habitado por la falta, desde el interior mismo de su síntoma. Es éste un ejercicio en el cual se intenta recuperar algo de la memoria y del sentido de sus actos, de su dolor, de su responsabilidad y de la imposibilidad de haber sido otra persona bajo las circunstancias en las que parece que no hubo otra opción que haber sido lo que las instituciones le dicen que es, y
  3. c) el de la historia particular, que junto con otras conforma esa suerte de historia paradigmática de la mujer anoréxica, cuya voz intenta hacerse oír más allá de los discursos que la deshistorizan y atribuyen la explicación de su síntoma a determinantes místicos o cientificistas que la etiquetan, estigmatizan y, consecuentemente, la anulan.

Leer el trabajo desde esta mirada -tomado la investigación histórica en su dimensión de intervención a través de las herramientas metodológicas que potencian la luz de la lectura psicoanalítica- nos coloca como escuchas de una polifonía de voces de mujeres anoréxicas. A la manera de un Foucault, por lo tanto, no podemos dejar de pensar en otras exclusiones. Nuevos viajes a geografías fantásticas que prometan develar, siempre fracasando, la esencia del ser femenino.

El sentido con el que Silvia Inés Fendrick orienta su análisis y ofrece la escritura de este libro nos permite poner los acentos en otros lugares antes relegados. Queda pendiente, como ya lo he dicho, compartir las consecuencias clínicas de quien hace hablar en el libro a estos sujetos-mujeres olvidadas por la sociedad y, desde hace varios siglos, condenadas al síntoma anoréxico. La invitación es a que hagamos nuestra lectura en diálogo con el texto de la autora y que pensemos en otros sujetos igualmente excluidos, frágiles y conminados al olvido por la masificación mediática. Son varios los grupos de sujetos que, silenciosos e desguarnecidos, habitan el mundo sin poder tomar la palabra, y que eventualmente emergen cuando las redes de los defensores de los derechos humanos y/o de otros grupos igualmente solidarios literalmente los «pescan» para convertirlos en sujetos de derecho y, de esta manera, se atrevan a hablar. De otra forma, desde muy lejos escucharemos apenas sus reclamos, y cuando éstos suenan fuerte y se tiñen de sangre o de vómito, son recuperados por las múltiples estrategias periodísticas, no siempre con inspiración ética (esas que imponen la moda de que se acusen a sí mismas), llegando inclusive a constituirse en hechos que sólo sirven para alimentar, a través de la construcción de la nota roja, los bolsillos de los dueños de los medios.

Con trabajos como el de Silvia Fendrick, sin embargo, queda la esperanza de que las reflexiones teóricas no se queden en los gabinetes de los investigadores, ya que a través de referentes críticos -como los que ella ha utilizado- se puede articular la teoría con la experiencia y fundamentar la intervención en aquellos espacios que hasta ahora se han mantenido refractarios a esta clase de dispositivos. Se trata, por lo pronto, de diseminar el fundamento psicoanalítico en la clínica de la anorexia.

[1] Pierre Rivière es el caso paradigmático de un personaje extraordinario a través del cual Foucault muestra los límites de aprehensibilidad de los discursos científicos de la época, a los que siempre se les escapa una zona oscura de un sujeto que está fuera de toda explicación posible, zona oscura que prefiero llamar «inconsciente»