Luis Tamayo Pérez
Resumen: En este ensayo, después de revisar las maneras como la humanidad ha establecido sus verdades (mediante el pensamiento mítico-religioso, el filosófico y el científico), se revisa el tema de la posible –o no— cientificidad del psicoanálisis. Al final, se realiza una breve reflexión acerca del lugar de la práctica psicoanalítica en las universidades.
Palabras clave: Cientificidad, Psicoanálisis, Método, Teoría de los discursos.
Abstract
In this essay, after reviewing the ways in which humanity has established its truths (through mythical-religious, philosophical and scientific thought), the subject of the possible –or not- scientificity of psychoanalysis is reviewed. At the end, a brief reflection is made about the place of psychoanalytic practice in universities.
Keywords: Scientificity, Psychoanalysis, Method, Theory of discourses.
Es necesario aclarar que con esa palabra [locura] nunca designamos la estructura de un individuo sino una forma de lazo social en una situación extrema. […] son esas circunstancias extremas en las que el desmoronamiento de todas las referencias hace surgir lazos por fuera de la norma. Esa gente a la que llamamos locos, en el sentido trivial del término, antes que nada, nos dan la medida de lo que ha debido hacerse para sobrevivir.
Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière, 2010: 29.
La humana búsqueda de la verdad
Desde hace milenios la humanidad se preocupa por contar con conocimientos certeros, con verdades. La humanidad pronto se dio cuenta de que su supervivencia dependía de tal conocimiento. No por otra cosa, Martin Heidegger otorgó el estatuto de existenciario a tal preocupación: la Sorge (SuZ, §41). Para el sabio de Messkirch, el Dasein —ser ahí en la traducción de Gaos, ese que “en cada caso soy yo mismo”— se “cura” (Sorge), es decir, se pregunta, se preocupa por cuestiones tan esenciales como el sentido de su existencia.
Tal y como indiqué en un estudio previo (Tamayo, 2009), fue en el ámbito religioso donde primero aparecieron los que ofrecieron respuestas sobre las grandes cuestiones de la vida a una humanidad ávida de ellas. Es así que surgieron las religiones y sus “libros sagrados”, los cuales expresaban “la palabra de Dios”… cualquiera que éste fuese. Las verdades esgrimidas en el pensamiento mítico-religioso eran “reveladas” por un humano especial, uno que poseía contacto directo con la divinidad o, al menos, eso hacía creer a su grey, la cual, por “fe” creía todo lo que el santo, profeta, chamán o sacerdote le indicaba.
Tales líderes religiosos se han valido de la “revelación” para el establecimiento de sus “verdades”. Basta tan sólo con que se encuentren un personaje con suficiente autoridad y un público ávido de respuestas. El primero se ofrece como el que posee la “verdad revelada”, la “palabra de Dios” y el segundo —empujado por la angustia o la consciencia del sinsentido de la vida y la inhospitalidad del mundo— como el “fiel seguidor” dispuesto a entregar tiempo y recursos con tal de pertenecer a la grey y así gozar de la protección que el Dios referido ofrecería.
Con el paso de los siglos, tales verdades reveladas mostraron que no eran enteramente confiables: a causa de que los supuestos dioses “no se comportaban a la altura”, es decir, no cumplían lo que, supuestamente, habían prometido, es decir, el ser garantes de la realidad y, en consecuencia, regalar un mundo estable a sus creyentes, algunos de los más inquisitivos de los humanos comenzaron a dudar de las “verdades reveladas”.
Los primeros “amantes de la sabiduría” —filósofos—, comenzando por Jenófanes, el maestro de Parménides de Elea, desconfiaron de las verdades reveladas que la religión en la que crecieron ofrecía e iniciaron una práctica nueva: la filosofía, la cual utilizaba un procedimiento nuevo para producir verdades: la reflexión.
Gracias a ella, la precisión, la coherencia lógica y la no contradicción, se elevaron a elementos necesarios de los argumentos verdaderos. Ya no bastaba la fe para que una verdad se reconociera como tal, se necesitaba que fuera lógicamente consistente. Tal posición obligó a que los filósofos se opusieran a los líderes religiosos y a que emergieran nuevas verdades, las filosóficas. Inicialmente la filosofía se preocupó por dar cuenta de la totalidad, del ser, pero, tal y como indica Heidegger (SuZ, §1), Aristóteles pronto indicó que el ser, por indefinible, era impensable. En consecuencia, la filosofía dejó, durante casi dos milenios, de ocuparse de él. Es entonces que comienza a tratar sobre la naturaleza de los entes, que comienza a ocuparse de las cosas del mundo.
A la caída del Imperio Romano de Occidente, es decir, cuando se consolida y generaliza la cristiandad en Occidente, la filosofía sufre el embate del poder de la cristiandad y se establece un tipo de filosofía dogmática. En el medioevo, la entonces denominada “filosofía escolástica” se convierte en ancilla teologiae (sirvienta de la teología) y se ocupa, entre otras cuestiones, de justificar racionalmente las “verdades reveladas” propias de la cristiandad. Aquellos que se rebelaban y confiaban más en sus razonamientos que en la fe eran torturados, denostados o asesinados como muestran los ejemplos históricos de Giordano Bruno y Galileo Galilei, entre muchos otros (Dreschner, 1990).
Siglos después, en los años de la Ilustración (Aufklärung), Immanuel Kant, en la Crítica de la Razón Pura, establece que, para dejar atrás el “sueño dogmático” debemos entender que nuestro conocimiento tiene límites, que existen reglas trascendentales que ordenan el universo de nuestro saber y originan dos tipos de juicios, los tautológicos —los juicios analíticos— y los que, por derivar de la experiencia, añaden cualidades a la afirmación —los sintéticos—. Éstos últimos, señala Kant, pueden ser a posteriori —los que requieren su verificación en la realidad— y los “sintéticos a priori”, es decir, los que expresan las reglas que se presentan en la experiencia. Por ejemplo, todos los juicios de la matemática, indica Kant, son “sintéticos a priori” (Kant, 2009/1781: 55ss).
La claridad de Kant permitió que pudiese apreciarse en toda su magnitud lo logrado por Newton en sus Principia Mathematica: un tratado que mostró que el mundo “objetivo” podía escribirse en fórmulas matemáticas. Newton formaba parte de una tradición de pensadores que, con el objeto de ganar en precisión y “objetividad”, comenzaron a aplicar el método científico y, en consecuencia, a realizar una práctica nueva: la ciencia. Dicha ciencia, con el paso de los siglos, ha obtenido los logros asombrosos que han configurado el mundo tal y como lo conocemos. Gracias a la ciencia y a su aplicación —la tecnología— contamos con innumerables aparatos, así como con procedimientos que han cambiado el mundo a tal grado que Paul Crutzen (2002) ha propuesto denominar a la era geológica actual ya no como “Holoceno” sino “Antropoceno”. Tal nominación no sólo es un reconocimiento de la impresionante transformación del mundo realizada por la humanidad, sino también del hecho de que las modificaciones que la creciente humanidad han ocasionado en la tierra la están llevando a una crisis ambiental sin precedentes… pero ese es otro asunto.
El método científico, ese donde un Sujeto estudia un Objeto y lo hace de la manera más “objetiva” posible ha generado innumerables conocimientos probados y repetibles.
Desgraciadamente, no todo puede ser tratado con sus categorías y método. La locura, desde el principio, escapó a su poder y se mostró resistente a sus procedimientos. La posibilidad de que hubiese cuestiones fuera de los límites de la razón, como antes indicamos, ya había sido referida por Kant. La locura deriva de no ajustarse a las reglas que ordenan el pensamiento y la vida de las mayorías. La locura forma parte de lo irracional, lo absurdo, lo que no puede ser conocido, al menos en los términos establecidos por Kant y la ciencia.
No por otra razón los primeros en ocuparse de ella —los integrantes de la denominada “psiquiatría clásica”: Ernst Kretschmer, Emil Kraepelin, Jean-Martin Charcot o Gaetan Gatian de Clérambault, entre muchos otros— la consideraron “genética” y por ende “incurable”. Años después, la psiquiatría biologista —la que aplica psicofármacos y demás procedimientos (como los electrochoques y el coma insulínico)— tomará el relevo e intentará curar la locura, con éxitos que sólo podemos calificar como parciales: aunque los enloquecidos gracias a los psicofármacos son tranquilizados y recuperan en buena medida su “funcionalidad”, sus “delirios” o “alucinaciones”, aunque debilitados, persisten.
Desde mi punto de vista, lo que limita el éxito terapéutico de la psiquiatría estriba en un problema de método. Su aplicación ciega del método científico le impide darse cuenta de las limitaciones de éste y, por ende, percibir que la locura exige un conocimiento mucho más profundo de la naturaleza humana para actuar con precisión. Es tal profundidad la que aportó Freud con el descubrimiento del inconsciente y la práctica por el creada: el psicoanálisis.
El psicoanálisis no es una ciencia, es una práctica de la verdad
En un estudio previo (Tamayo, 2004), revisamos el tema de la cientificidad del psicoanálisis para concluir que dicha práctica no podría ser considerada científica, al menos no en los términos de la ciencia definida por Galileo y Kant y revisada por innumerables pensadores.
Es cierto, como bien indica Lacan en el ensayo La science et la verité, que el psicoanálisis tiene “vocación de ciencia” (Lacan, 1966: 856), lo cual lleva a Braunstein a afirmar, en Psicología: ideología y ciencia, que: “el psicoanálisis es una ciencia” (1975:47). Sin embargo, “tener vocación de” no es lo mismo que “ser”. El mismo Lacan en la obra antes referida lo cuestiona: “su praxis [la del psicoanálisis] implica otro sujeto que el de la ciencia” (Lacan, 1966:863).
Personalmente me he permitido afirmar que la práctica psicoanalítica no corresponde al concierto de las ciencias por tres razones. En primer lugar, por carecer de un objeto observable y “objetivo” (es decir, independiente del sujeto que lo estudia). En segundo lugar, por carecer de la condición de “repetibilidad” propia de todo conocimiento científico y, en tercer lugar, porque su método no corresponde al de las ciencias.
La locura ¿objeto de estudio?
Es cierto que la psiquiatría intentó convertir a la locura en un simple objeto de estudio. Los manuales de psiquiatría y sus interminables clasificaciones nosológicas dan cuenta de ello. En tales manuales —ideológicos y no científicos como bien indica Braunstein— la locura es despojada de su carácter subjetivo y el loco es transformado en un mero objeto, en una cosa a controlar, clasificar y “normalizar”.
Como bien sabemos, al inicio de su práctica, Freud aceptó enfrentarse a una enfermedad muy peculiar, una que era rechazada por los médicos de su tiempo: la histeria. En la historia de la medicina los locos —histéricos, alucinados, delirantes y demás— fueron considerados “irracionales” e “incomprensibles”, en el peor de los casos “simuladores” o “engañadores”.
Freud, al contrario, y gracias a haber encontrado que un fenómeno antes también considerado irracional —los sueños— poseía sentido, se encontraba en la posibilidad de leer la verdad presente en el discurso de la histeria. Recordemos que, tal y como afirma en la Interpretación de los sueños, éstos son “cumplimiento de los deseos inconscientes”, es decir, que no eran mera “actividad errática del cerebro” como indicaban los médicos de su tiempo.
Gracias a reconocer que la histeria poseía sentido, Freud, ante la exigencia de sus pacientes de que se callara y les permitiera expresarse, guarda silencio y, en consecuencia, se convierte en un co investigador de lo que había ocasionado el descalabro —es decir, la locura— a sus pacientes. Como puede apreciarse, al callar Freud y permitir a sus pacientes realizar su “cura por el habla” (talking cure), éstos dejaron de ser “pacientes” y se convirtieron en “agentes” de su propia cura, en “analizantes”.
El “analizante”, como podemos apreciar, reitera el método que hizo a Freud convertirse en psicoanalista: ese interrogarse a sí mismo ante un tercero (el analista) propio del método psicoanalítico.
Un nuevo método para producir verdades: el psicoanálisis
Como indicamos en un estudio previo (Tamayo, 2004), Freud pudo descubrir el sentido de los sueños gracias a la aplicación de un método nuevo: el psicoanálisis. En dicho método no se trata, como en la ciencia, de que un sujeto estudie un objeto. En el psicoanálisis es el propio sufriente —el analizante— el que lleva la batuta y, en consecuencia, se estudia a sí mismo ante un tercero —el analista—, el cual escucha y, por ello, es testigo, secretario —pues guarda secretos— y funciona como un “artefacto” que el analizante podrá dejar atrás cuando se recupere:
El psicoanalista lacaniano es un artefacto advertido —a causa del fin de su propio análisis— del destino de objeto que le deparará el final de cada análisis que conduzca: hacer posible que, en el momento oportuno, mediante su caída irresistible, sus analizantes también descubran a través de la experiencia que el sujeto supuesto saber (el analista-Dios) no existe, aunque en el real haya un saber impronunciable. (Sosa, 1990: v).
En resumen, es gracias a la práctica que permite el método psicoanalítico, que la locura es capaz de entregar sus secretos.
De la causa de la locura y el fin del análisis
Es gracias al trabajo de Françoise Davoine y Jean Max Gaudillière que ahora podemos articular con precisión lo que ocurre en la emergencia de la locura. En Historia y trauma (2010) Davoine y Gaudillière dejan muy claro que en el origen de la locura está una catástrofe, la experiencia de la traición, esa misma que ocasionó el nacimiento de la filosofía.
No cualquiera enloquece. Para que ello ocurra se requiere vivir una traición, una ruptura de los garantes de la vida, una caída de Dios, un abandono. En el caótico mundo en que vivimos no es difícil que ello ocurra y, en consecuencia, la humanidad presenta diversas formas de locura, tanto las “logradas” —es decir, las que reciben la aprobación social, como las no logradas —las que son rechazadas socialmente y, en consecuencia, generan marginación social.
En su estudio Vous êtes au courant? Il y a une transfert psychotique, Jean Allouch (1986) establece que el nombre paranoia no es a otorgar a una categoría de sujetos —como hace la psiquiatría— sino a un tipo peculiar de transferencia, es decir, de vínculo. Otorga entonces el nombre de “paranoia lograda” a una que sujeta entre sí a varias o miles de personas a una creencia, tal y como ocurre, como estableció Freud en El porvenir de una ilusión, en las religiones. La forma “no lograda” de la paranoia es aquella que, por no contar con la aprobación social, llena de pacientes los consultorios psiquiátricos, psicológicos y psicoanalíticos.
Alguien enloquece, entonces, cuando ocurre una catástrofe, una traición, en su mundo. Para subsanar tal carencia, la persona es obligada a elaborar un mundo paralelo, un delirio —el cual, como bien indica Freud, es un “intento de curación”, un síntoma.
En esa práctica peculiar denominada psicoanálisis nos encontramos con sujetos que intentan corregir su mundo con síntomas y delirios. Es a ellos a quienes acompañamos y cuyas catástrofes o traiciones, en su momento, también compartimos y superamos —en mayor o menor medida.
Es por ello que, como bien indica Davoine, el analista al final de los análisis que conduce “se cura un poco”, pues al acompañar como therapón, como co investigador, la locura de sus analizantes, es obligado a recordar aquello que lo hizo adentrarse de esa investigación de sí mismo ante otro denominada psicoanálisis (Davoine, 2021: 82ss).
El tipo de catástrofe, de traición, sufrida por el analizante es singular e irrepetible, es por ello que cada análisis representa un reto nuevo para el analista. Finalmente debemos añadir que el analizante no carece de protagonismo en la cuestión. Es él el que decide quién puede ser su therapón, es decir, quién puede acompañarlo en esa forma de investigación denominada “locura”. Una investigación que, en no pocas ocasiones, lleva años concluir y que establece un vínculo muy peculiar —la transferencia— entre el analizante y el analista.
Al final de un análisis, enseña Lacan en la Proposición del 9 de octubre de 1967, ocurre que el analizante, en primer término, reconoce su carencia —y queda “tachado” —“castrado”—: sabe que no puede saber todo. En segundo lugar, reconoce que no hay un Otro garante de la realidad —que no hay Dios ni tipo alguno de protector— y que, a pesar de ello, es capaz de vivir con la angustia que tal ausencia genera. Finalmente, al final del análisis, el analizante obtiene un residuo —el objeto a—, el causante de su deseo, un objeto inalcanzable, que se encuentra en el horizonte y, por ello, encamina la vida (Lacan, 1981/1967).
El lugar del psicoanálisis en la Universidad
Por todo lo anteriormente enunciado se puede notar que la presentación de una práctica como el psicoanálisis en las universidades no puede ser sino problemática. Es bien conocido que Lacan en su seminario El reverso del psicoanálisis (2009/1975) estableció diferencias claras entre los discursos universitario, analítico, histérico y el del amo.
Para centrarnos en los discursos aquí referidos recordemos solamente que mientras el discurso universitario produce saberes, el analítico produce sujetos, sujetos tachados, carentes. Eso es algo que una universidad que se respete, es decir, una que otorga reconocimientos y blasones, no puede permitirse.
El psicoanálisis, al contrario que las universidades, produce sujetos que reconocen su carencia:
Él formula así el resultado de su análisis con Lacan: “pude al fin experimentar la dicha de ser vulnerable” (Allouch,1992:50).
En las universidades, además, el psicoanálisis sólo puede presentarse de manera teorética, es decir, convertido en conceptos, en resumen, perdiendo su esencia como práctica. En las universidades el psicoanálisis se escapa. En ellas, el psicoanálisis se degrada en un saber más y, al hacerlo, pierde su cualidad más importante: su carácter singular e irrepetible. En resumen, aquello que puede ser transmitido en las aulas universitarias es, necesariamente, lo general, lo universal… pero ¡el psicoanálisis es una experiencia singular! Es una práctica que se aprende en la práctica y que, como bien indica Freud, es como el ajedrez, sólo se puede plasmar en libros sus comienzos y sus finales.
Lo anterior no quiere decir que no se pueda hablar del psicoanálisis en las aulas. Simplemente lo docentes deben estar advertidos —si es que pasaron por la experiencia del análisis— que su decir no podrá ser sino fallido, que la esencia práctica del psicoanálisis, esa que implica la experiencia del inconsciente, “de la resistencia y la transferencia”, no podrá sino ausentarse en el momento de intentar transmitirla verbalmente a los estudiantes.
Cuernavaca, Morelos, 6 de enero de 2023.
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