“Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad”: los celos infantiles y sus destinos

Daniel Gerber Desde sus primeros textos Freud subraya la intensidad y precocidad de los celos en el niño, así como también el retorno y la incidencia de ellos en la vida amorosa y social del adulto. Así, en Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre[1]  destaca las características del amante celoso:…


Daniel Gerber

Desde sus primeros textos Freud subraya la intensidad y precocidad de los celos en el niño, así como también el retorno y la incidencia de ellos en la vida amorosa y social del adulto. Así, en Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre[1]  destaca las características del amante celoso: no el celoso paranoico ni el que llama “normal”, sino aquél para quien los celos constituyen una condición de su goce, de modo que, lejos de evitar padecerlos, éstos son secretamente buscados.

     Posteriormente, en Psicología de las masas y análisis del yo[2]  va a señalar que entre los destinos de los celos infantiles está su transformación en lo contrario:  la exigencia de igualdad y de justicia, unido al hecho de que no hay nada del orden instintivo que empuje a los sujetos a la sociabilidad pues lo que cohesiona a un grupo es el lazo -libidinal- con un jefe-amo. En otros términos, y contrariamente a lo sostenido por Trotter, no hay “instinto gregario”.  La formación de los sentimientos sociales es entonces efecto de la relación con una persona exterior al grupo y resulta de la reacción al sentimiento de envidia (Neid) con el que el niño resiente la intrusión del recién llegado.

      En esta misma perspectiva, Lacan citará en varios escritos y seminarios la observación de San Agustín en las Confesiones, donde describe la reacción de un niño pequeño ante el espectáculo del amamantamiento del su “hermano de leche”: “Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su hermano de leche” [3].

      Puede decirse que esta escena es emblemática, tanto de los celos infantiles como de los celos en general. Aquí Lacan pone en primer plano la identificación imaginaria para caracterizar de esta manera toda rivalidad, en la medida en que trasciende el plano de lo estrictamente vital: los celos pueden presentarse -como de hecho sucede- en los casos en que el sujeto ya ha sido destetado y no está en situación de “competencia vital con su hermano”[4]. Es la “imagen del hermano no destetado”[5] lo que suscita eso que Lacan va a llamar, posteriormente, no celos sino envidia. Esta imagen, dice, “repite en el sujeto la imago de la situación materna”[6], es decir, reaviva el recuerdo del destete, de la primera pérdida sufrida.

      De este modo, en el comienzo, la envidia -despertada por la visión del objeto de goce supuesto al otro- y los celos, ligados a una pérdida que atañe al registro del amor y el narcisismo, están anudados estrechamente una a los otros.

      En Psicología de las masas y análisis del yo Freud emplea el término envidia (Neid), no celos, para nombrar el afecto que invade al sujeto por la llegada de un hermano, el intruso que va a acaparar la atención del Otro. Así, “quiere que la cigüeña se lo lleve de vuelta”[7] , separarlo de los padres, despojarlo de sus derechos. Se puede entonces distinguir la envidia como reacción ante el goce supuesto al niño recién llegado, de los celos, causados por la amenaza de perder un amor que se cree tener como exclusivo.

      La salida de este impasse depende, para Freud, del amor del Otro. El niño necesita conservarlo por ser indispensable para sobrevivir, de modo que persistir en la envidia y los celos implicará el riesgo de un “daño personal”: la pérdida de ese amor. El temor a esta pérdida llevará a una identificación con el otro niño, lo que estará en el origen del “sentimiento de comunidad”: el amor del Otro impone esta renuncia cuya consecuencia es que el otro niño deje de ser un puro rival especular y devenga un semejante, sometido a la misma ley que él.

      La identificación con el otro como culminación de este proceso tiene así un valor resolutorio: “El sentimiento social descansa en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo, de la índole de una identificación”[8]. Pero esto es posible gracias al lazo de cada uno con el jefe-amo, la instancia parental cuyo amor se trata de preservar: “Dicho cambio parece consumarse bajo el influjo de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa”[9].

      Esta tesis freudiana es retomada por Lacan en 1938, cuando afirma que los celos dependen de traumatismos precoces:

        “El papel traumático del hermano en el sentido neutro está constituido así por su intrusión. El hecho y la época de su aparición determinan su significación para el sujeto. La intrusión se origina en el recién llegado y afecta al ocupante; en la familia, y como regla general, se origina en un nacimiento y es el primogénito el que desempeña en principio el papel de paciente. La reacción del paciente ante el trauma depende de su desarrollo psíquico. Sorprendido por el intruso en el desamparo del destete, lo reactiva constantemente al verlo: realiza entonces una regresión que, según los destinos del yo, será una psicosis esquizofrénica o una neurosis hipocondríaca o, si no, reacciona a través de la destrucción imaginaria del monstruo que dará lugar, también, a impulsos perversos o a una culpa obsesiva”[10].

       Para el niño pequeño, la llegada de un nuevo niño en la familia es un traumatismo importante, no tiene nada de banal. Lacan describe los efectos de estragos que esto llega a tener. Pero esta circunstancia no es sino uno de los avatares de la pérdida originaria, la que mutila al Otro cuando éste se revela deseante, y tiene como consecuencia el desprendimiento del objeto causa del deseo. Es la herida narcisista básica -el Otro no está completo, por lo tanto, no soy todo para él/ella- agudizada por la aparición del intruso que encarna, aparentemente, el objeto que colma. El simple espectáculo del bebé en brazos de la madre ahonda la herida y hace nacer los celos en ese momento de “identificación mental”[11].

      Inevitablemente, en algún momento, el niño va a vivir la intrusión del otro, y en ese momento se dará cuenta de que no es único. La situación más común es la de la llegada de otro niño, pero basta simplemente con darse cuenta de que no está solo en el mundo, que hay otros niños, y la intrusión se produce. En este sentido, el niño siempre “tiene” hermanos, por lo que los celos serán inevitables a la vez que, como lo señala Freud, están en la base de la sociabilidad en tanto expresan esa “identificación mental”.        

    El texto de Freud titulado “Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad”, de 1917[12], se basa en el relato que realiza Goethe, en su autobiografía, de un único suceso de su primera infancia del que conserva el recuerdo, un suceso que parece haber dejado una intensa huella en él. Sus padres habían comprado en el mercado unos cacharros para la cocina y otros idénticos, en miniatura, como juguetes para los niños. Una tarde, jugando con ellos, arrojó una pieza a la calle y sintió un fuerte regocijo por el modo en que se hizo añicos.  Unos vecinos, viendo su alborozo, le gritaron: “¡Otro más!”, ante lo cual, recuerda él: “No me hice rogar y arrojé una olla, y como ellos seguían exclamando “¡Otro!”, una por una fui botando al pavimento todas las pequeñas fuentes, escudillas, jarras. Mis vecinos seguían dando muestras de su aprobación y yo estaba radiante de poder proporcionarles ese contento”[13]. Finalmente buscó los platos de loza de la familia que se rompieron uno a uno al lanzarlos a la calle.

       Freud va a tomar este recuerdo de Goethe, junto a los de algunos pacientes suyos, para ilustrar la aparición de los celos de los niños hacia sus hermanos a los que, en diversas ocasiones, particularmente en sus juegos, los arrojan por la ventana “fuera de la casa”, como una manera de expresar el deseo de que “la cigüeña se los lleve de regreso”: “Arrojar la vajilla es una acción simbólica o, mejor dicho, mágica, mediante la cual el niño expresa vigorosamente su deseo de eliminar al molesto intruso […] El niño que rompe la vajilla sabe bien que hace algo malo, por lo cual los adultos habrán de reprenderlo; y si este saber no lo arredra, probablemente se deba a que tiene que satisfacer un rencor hacia sus padres: quiere mostrarse díscolo”[14].  

          Este lanzamiento y la ruptura de los cacharros que realiza el niño Goethe, movido por los celos, traumatizado por el nacimiento de un hermano, ilustra claramente cómo la “intrusión” del recién llegado es vivida por el mayor como un serio peligro de ser despojado de sus derechos: “el encono del niño por la aparición esperado o ya consumada de un competidor se expresa en la acción de arrojar objetos afuera por la ventana, así como en otros actos de conducta díscola y manía destructiva”[15].

        Cabe destacar que, en el caso de Goethe, su recuerdo corresponde a una época de su infancia en la que había tenido que enfrentar la muerte de algunos de sus hermanos y elaborar el odio y la culpa que esto provocaba en él a causa de sus deseos fratricidas, provocados por los celos. Johann Wolfang fue uno de los dos únicos sobrevivientes entre varios hermanos que murieron en los primeros años de vida.  

      El “caso” Goethe puede ser paradigmático del alcance de los celos infantiles, que también se manifiestan en el intento de degradación del rival, como ocurre con el pequeño Hans, celoso de su hermanita recién nacida, la pequeña Hanna, al punto de que cuando escucha algún elogio dirigido hacia ella, por encontrarla bonita, dice: “Pero si todavía no tiene dientes”[16].

      Apoyándose en estas observaciones, Freud nos muestra hasta qué punto el nacimiento de un hermano puede cortar en dos una vida y transformar un “estado de gracia” en un ser de resentimiento. El curso de la vida psíquica es literalmente partido en dos por la irrupción de unos celos que “perforan”. Frente a lo que siente como “infidelidad” de la madre, el niño se vuelve “malo, excitable, desobediente” e incluso llega a experimentar una regresión en aspectos como el logro de hábitos de aseo, “pérdida de sus adquisiciones en cuanto al dominio de sus excreciones”. Puede decirse que, literalmente, “se caga” en el otro niño y en el adulto por el perjuicio que considera ha sufrido.

       Freud señala “la intensidad de esas mociones celosas, tenacidad con que permanecen adheridas, la magnitud de su influjo sobre el desarrollo posterior”[17]. Y agrega: “No cambia mucho las cosas que el niño siga siendo el preferido de la madre; las exigencias de amor de los niños no tienen medida, exigen exclusividad, no admiten ser compartidas”[18]. La afirmación es clara: son los rasgos que se encuentra siempre en la expresión celosa.

      En todos estos casos el niño es ese niño de la observación de San Agustín. Ese niño que mira a su hermano de leche pegado al seno materno, que no es sino él mismo cuando no era todavía destetado. Lo que predomina en su posicionamiento es el transitivismo: cada niño confunde su espacio con el del otro, se identifica con éste. Los padres suelen decir que tal niño está “celoso” de su hermanito, porque éste le toma los juguetes, por ejemplo. Pero no se trata estrictamente hablando de celos: el niño no conoce aún el sentimiento de pertenencia o propiedad; si ve los juguetes o cualquier cosa que le guste y lo toma es porque el otro también es él.

      Una conclusión esencial es ésta: las relaciones sociales van a basarse en la aprehensión imaginaria del otro, lo que explica el hecho de que, años después, el adulto va a manifestar un gran interés por el rival: lo tendrá “en la mira”; el ojo y la mirada tienen aquí un papel decisivo: no se le pierde de vista. Hay algo central: en los celos, el sujeto es privado de un objeto imaginario cuya posesión le permitiría cumplir con el ideal. El drama se desencadena porque el sujeto siente que el Otro le da al rival algo que a él le niega y así, el rival tendrá eso de lo que él es privado. Esto podrá hacerse extensivo del seno al territorio y causar en los grupos humanos el temor de que se le quite su espacio, las mujeres, el empleo, el país. De la relación especular con el otro se podrá llegar a la xenofobia, el miedo y aversión hacia el extranjero, al Otro en tanto esencialmente Otro.

      De este modo, el fenómeno de los celos muestra claramente que al comienzo de la vida del ser humano la noción de cuerpo propio no existe. Es necesario el espejo. El yo del niño se constituye como efecto del reflejo que ve allí, en esa imagen que es también el “intruso”: “El primer efecto de la imago que aparece en el ser humano es un efecto de alienación del sujeto. En el otro se identifica el sujeto, y hasta se experimenta en primer término”[19]. Por esto, “El yo se constituye al mismo tiempo que el otro en el drama de los celos”[20], y así, “como quiera que sea, tanto el objeto como el yo se realizan a través del semejante”[21].   

        La observación de San Agustín anticipa el señalamiento de Freud acerca de la envidia con la que el niño recibe al “intruso”. Siempre muestra una marcada resistencia a desprenderse de la madre para ir hacia algún otro, a desplazar sus investiduras libidinales, por lo que va a empeñarse por destruir al otro niño para quedarse con esta madre sólo para él, lo que podrá llegar a tener efectos desastrosos. Hay que recordar que Hegel afirma que todo individuo que no lucha por ser reconocido fuera del grupo familiar no conforma su personalidad y queda condenado a permanecer anónimo.

     La llegada del hermanito activa el sentimiento de abandono, que es universal. Pero hay niños que se sienten en un estado de abandono imaginario en el que quedan atrapados sin poder asumir que se trata de un efecto de estructura, causado por la falta -simbólica- del Otro, la falta que encarna en la pregunta por el deseo del Otro imposible de saber en tanto la palabra siempre miente, miente porque no es un índice, un signo inmediato de la cosa.

        Esta situación puede, en algunos casos, llevar al sujeto a hacer todo lo posible por reencontrar el amor que imaginan haber perdido y quedar entrampados en esto para siempre. Así es como niños y adolescentes, e incluso adultos, buscan fuera de la familia, por medio de actos riesgosos, de retos y provocaciones, hacerse notar; aunque lo que hay que notar allí es más bien que debajo de este alarde hay dolor, búsqueda desesperada de reconocimiento por los padres quienes, así lo sienten, los han dejado caer. Se quiere recuperar un lugar en el núcleo familiar que, paradójicamente, nunca se tuvo; un lugar que sólo como efecto de la pérdida, se imagina retroactivamente haber tenido.  

      Es preciso afirmarlo nuevamente, con Lacan: “Los celos, en su fondo, representan no una rivalidad vital sino una identificación mental”. Son entonces el arquetipo de los sentimientos sociales y no tienen nada que ver con la rivalidad vital inmediata. Se trata de la identificación con ese hermano suspendido del seno de la madre. Los celos conservarán ese rasgo de apetito de quien ya no tiene hambre. Lo ávido en ellos es la mirada, ya no la boca o el estómago; la mirada frente a un espectáculo … indigerible.

     La necesidad no es pues lo determinante porque de lo que se trata es de que el sujeto, en esta situación, advierte lo que perdió cuando ve al otro gozar, aparentemente, “en directo”. No es del alimento que se siente frustrado; palidece “ante la imagen de una completud que se cierra sobre ella misma, y de esto que el a, el a separado al que él se suspende, puede ser para otro la posesión con la que se satisface, la Befriedigung[22]. Su satisfacción (Befriedigung) ha cambiado de beneficiario, ahora es para otro, ubicado como rival.

       De este modo, si en el estadio del espejo mi yo se constituye por identificación con la imagen especular, que es la del semejante, va a ocurrir que rivalice con él, cele sus bienes, sus éxitos. Es aquí donde puede situarse la experiencia de la invidia en el origen del deseo mismo. Lacan lo elabora en el seminario La identificación (1961-1962): el sujeto “se encuentra amenazado en lo más íntimo de su ser” porque lo que se le revela es “su falta fundamental”. Se presenta así la función del “mal ojo”: lo que el sujeto ve le resulta violento porque implica la violencia de una pérdida inevitable, de la que no se recuperará totalmente, una pérdida enlazada con aquélla causada por el deseo del Otro, el Otro que no está completo, al que, por lo tanto, él no podrá completar.

       En ese punto, el otro, el semejante, el rival, puede aparecer como el que sí puede colmar. Y aquí es donde se puede advertir que los celos enceguecen, des-lumbran por el intenso brillo luminoso de la escena gozosa que se supone, colocan al sujeto ante un acto entre dos que se realiza frente a los ojos de un espectador excluido. El alter ego es, en lo imaginario, quien viene a completar al Otro y en el goce que el sujeto le supone está también su propio goce sufriente.

      El surgimiento de la envidia queda así asociado con la parte perdida del sujeto mismo, el objeto a, en este caso el seno materno que en una primera instancia es vivido como parte del cuerpo del niño El objeto que al comienzo no pertenece a la madre sino al niño y se presenta en la boca del otro niño. En la relación con el otro hay, por lo tanto, tensión agresiva ante el espectáculo de un goce que el otro aparentemente experimenta. Es así como la mirada se desprende del sujeto para encarnar el objeto que él es allí, atrapado totalmente por el espectáculo para ser “todo ojos”. Si acceder a la condición de sujeto implica la separación de una parte de uno mismo, la envidia es entonces un momento inevitable, central, para esta constitución, así como la del deseo de la “cría de hombre”.

      ¿Qué es este ojo de mirada mortífera, disimulada e inaccesible detrás de los celos? Ese trozo de él mismo que se desprende dejándolo en falta porque, al atribuir al Otro la completud, el niño va a experimentar su carencia, y esto será lo que, de aquí en más, orientará su deseo. La invidia agustiniana es como una detención sobre la imagen de lo deseable, de una completud realizada que genera el engaño de que puede no faltar nada, con la consecuencia de que, si esto es así, entonces yo soy, de este deseable, lo excluido.

        La envidia se sitúa en el plano imaginario de la relación yo-otro. Contemporánea del estadio del espejo, está en el comienzo de los sentimientos humanos y es organizadora del lazo social, de lo que nos liga al otro.  Encarna en el odio celoso, la jalouissance[23]: odio celoso que emerge cuando el sujeto se enfrenta a esa imagen, la imagen que le presenta lo que vela su pérdida, el objeto perdido, envidiado, causa de la falta. “Funesto veneno”, dice Racine en Fedra, sufrimiento torturante de la contemplación que tiene las características de un goce, resto gozoso de la paranoia originaria del yo.

      La operación simbólica de la castración posibilita que la envidia pueda transformarse en deseo al consumarse la separación, que no pasa entre el niño y la madre sino entre el seno -como parte del niño- por un lado, y la madre, por el otro. De este modo, los celos son la reformulación simbólica de lo imaginario de la envidia. Pero, en tanto resto de esta última, prevalece en ellos el objeto escópico, la mirada, que organiza la escena imaginaria y en la imagen, permanece como el punto, la mancha ciega.

      En los celos el sujeto está excluido de la escena que contempla, aniquilado por ella, pero no totalmente: queda la mirada como su resto, el elemento que indica que en el corazón de todo escenario de celos está el goce (violento) de la mirada que acompaña toda pérdida. La escena que describe San Agustín es nuevamente el modelo: el mutismo del niño que palidece juega un papel esencial en tanto muestra que el sujeto se consume en el odio allí donde su contemplación es muda.


Referencias:

1. S. Freud: Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor, I). En Obras completas, Tomo XI. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 155.

[2] Cf. S. Freud: Psicología de las masas y análisis del yo. En Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1978, p. 63.

[3] San Agustín: Confesiones. Edaf, Madrid, 1983, Libro I, Cap. VII, p. 33.

[4] J. Lacan: La familia. Argonauta, Buenos Aires, 1978, p.

[5] Ibíd., p.

[6] Ibíd., p.

[7] S. Freud: Sobre las teorías sexuales infantiles. En Obras completas, Tomo IX. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 188. 

[8] S. Freud: Psicología de las masas y análisis del yo. Op. Cit., p. 1115.  

[9] Ibíd., p. 115.

[10] J. Lacan: La familia. Op. Cit., p. 59.

[11] Ibíd., p. 45.

[12] Cf. S. Freud: Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad. En Obras completas, Tomo XVII. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 137.

[13] Ibíd., p. 141.

[14] Ibíd., p. 146.

[15] Ibíd., p. 146.

[16] S. Freud: Análisis de la fobia de un niño de cinco años. En Obras completas, Tomo X. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 11.

[17] S. Freud: La feminidad. En: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. Obras completas, Tomo XXII. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 114.

[18] S. Freud: Ibíd., p. 114.

[19] J. Lacan: Acerca de la causalidad psíquica. En Escritos 1, Siglo XXI, México, 1995, p. 171. 

[20] J. Lacan: La familia. Op. Cit., p. 57.

[21] Ibíd., p. 60.

[22] J. Lacan: Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamenaux de la psychanalyse. Seuil, Paris, 1973, p. 106.

[23] Neologismo inventado por Lacan que condensa jalousie, celos, con jouissance, goce. Cf. Le Séminaire. Livre XX. Encore. Paris, Seuil, 1975, p. 91.

Referencias:

  1. S. Freud: Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor, I). En Obras completas, Tomo XI. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 155.

[1] Cf. S. Freud: Psicología de las masas y análisis del yo. En Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1978, p. 63.

[1] San Agustín: Confesiones. Edaf, Madrid, 1983, Libro I, Cap. VII, p. 33.

 

[1] J. Lacan: La familia. Argonauta, Buenos Aires, 1978, p.

[1] Ibíd., p.

[1] Ibíd., p.

[1] S. Freud: Sobre las teorías sexuales infantiles. En Obras completas, Tomo IX. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 188.

[1] S. Freud: Psicología de las masas y análisis del yo. Op. Cit., p. 1115.

[1] Ibíd., p. 115.

[1] J. Lacan: La familia. Op. Cit., p. 59.

[1] Ibíd., p. 45.

[1] Cf. S. Freud: Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad. En Obras completas, Tomo XVII. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 137.

[1] Ibíd., p. 141.

[1] Ibíd., p. 146.

[1] Ibíd., p. 146.

[1] S. Freud: Análisis de la fobia de un niño de cinco años. En Obras completas, Tomo X. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 11.

[1] S. Freud: La feminidad. En: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. Obras completas, Tomo XXII. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 114.

[1] S. Freud: Ibíd., p. 114.

[1] J. Lacan: Acerca de la causalidad psíquica. En Escritos 1, Siglo XXI, México, 1995, p. 171.

[1] J. Lacan: La familia. Op. Cit., p. 57.

[1] Ibíd., p. 60.

[1] J. Lacan: Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamenaux de la psychanalyse. Seuil, Paris, 1973, p. 106.

[1] Neologismo inventado por Lacan que condensa jalousie, celos, con jouissance, goce. Cf. Le Séminaire. Livre XX. Encore. Paris, Seuil, 1975, p. 91.